31 de enero de 2009

El cambio y el clima



Hace unos meses se hizo público este Manifiesto acerca del debate (sí, sigue habiéndolo, por fortuna) del cambio climático. En este blog ya he hecho algunas reflexiones al respecto (quien quiera echarles un vistazo que teclee "cambio climático" en el recuadro de la esquina superior izquierda), y aunque no esté completamente de acuerdo con el contenido del Manifiesto en cuestión (por ejemplo, tengo entendido que el CO2, al ser un gas termoactivo, sí puede influenciar el clima de nuestro planeta [al incrementar la temperatura terrestre], y de hecho, lo ha venido haciendo en los últimos cuatro mil millones de años...), me parece loable una iniciativa de este tipo.

Es justo lo que necesitamos rodeados, como estamos, de noticias catastrofistas, horribles futuros, desaparición de grandes ciudades bajo las aguas oceánicas y temperaturas achicharrantes. Puede que estos escenarios acontezcan algún día, y puede que antes de lo deseado, pero la tarea periodística debe ser difundir las investigaciones científicas con el máximo rigor, imparcialidad y ajenos a sensacionalismos y amarillismos. El problema seguirá existiendo mientras un titular con tintes dramáticos sobre el clima esté mucho mejor visto y tengo prioridad a otro que augure dificultades más llevaderas.

Podremos, y haremos bien, en criticar el contenido del Manifiesto. Que coincidamos o no con sus puntos es secundario; lo relevante es disponer de opiniones alternativas y no creer que todos sostienen la misma postura ante un tema de tanto calado, científico, social y político. La discusión es el alma de la ciencia; y ésta muere en cuanto se llega a la unanimidad.

(Por cierto, en Rostros del Cosmos he colgado un artículo acerca de mi particular visión de esta cuestión. Puede ser algo tendencioso, lo admito. Desde luego, estaré encantado de debatir con quien quiera hacerlo... :))

15 de enero de 2009

La Luna sobre tu cama



Apago la luz a medianoche, tras una vaga jornada (por dispersa, no por vacua), y me dispongo a cerrar los ojos. Pero algo estorba, una extraña luminosidad que penetra por los poros de la persiana. Es ella, naturalmente. ¿Cómo pude olvidarla? Qué formas ante una dama, Dios mío...

Hay gente privilegiada por muchos motivos, aunque ellos mismos no lo sepan. Uno de ellos era yo, mas ahora ya soy consciente. Mi habitación, que da a los patios interiores del bloque de pisos donde moro, tiene su ventana orientada al este, que es, desde luego, la vía de escape de los astros. Por allí nacen, brotando cada día, sus luces, casi siempre apagadas por las urbanas, más numerosas y menos sutiles. Cuando los cielos, barridos de humedades y nubes, se oscurecen y llega el momento del catre, a veces esas luces titilan con fuerza, y uno alcanza el sueño en su compañía... a falta de otra mejor.

Pero cuando es la Luna la que saluda desde lo alto, hay que rendirle tributo. Así que coges un par de cojines, reorientas tu cuerpo en dirección contraria, para que esa luz que filtran desechos nubosos impacte de lleno en tu rostro, y puedes incluso conectar un poco de música para ambientar (no importa el género, desde Tchaikovsky y su 'Patética', que va de perlas, hasta los riffs de Jimmy Page en 'Danzed and Confused', por ejemplo) o, si lo prefieres, te limitas al silencio. Mientras se van oscureciendo las viviendas contiguas, mientras la Luna llena eleva su cara manchada, permaneces echado, como hipnotizado, y no piensas en nada. No puedes, porque aquello, lo que estás viviendo, está por encima de tu propia mente.

Entonces llegan las nubes. Pasan a través de nuestra confidente, trasgrediendo su haz luminoso a la vez que se colorean sus propias esencias. Debe gustarles, porque parecen aminorar su recorrido por la faz lunar. Se desprenden chispas de colores vistosos, y grumos de nube prenden como fajos de paja reseca. Con la claridad lunar se aprecian formas y figuras en ellas: animales, monstruos, deformidades, todo un bestiario nuboso que la imaginación estimula. Después, emasculada la pigmentación, los cúmulos (quizá fueran estratos, quién sabe) se enfrentan a las constelaciones, que vencerán con comodidad.

La Luna recupera su tez prístina justo cuando vuelves a pensar, no sabes si afortunada o inoportunamente. Recuerdas las clases de astronomía (aquellas en las que tú mismo hacías, al alimón, de profesor y alumno...) y te viene a la memoria que lo mismo que hizo a la Luna tal cual es, hace tanto tiempo que da pereza escribirlo, te ha hecho a ti, también. Es el momento de la especulación. ¿Será alguno de los átomos de mi pie un residuo que antaño estuvo en la cima de alguna de las montañas lunares? ¿Los `Montes Teneriffe' quizá (por lo del patriotismo)? ¿Conservo en mi mano un registro atómico de la lava surgida en la Luna, y que inundó su superficie? ¿Será parte de mis ojos materia procedente de un meteorito que, impactando en la fría cara lunar, rebotó hasta la Tierra cuatro mil millones de años ha?

Creo que no, pero es bonito pensarlo. Y aún más lo es creer que tu mismo cuerpo, una vez termine su periplo en la Tierra, y si no cometes el error de enjaularlo en un féretro estanco, partirá a reunirse con sus átomos primordiales de los que formaba parte en tiempos indescriptibles. Vida y muerte son una misma cosa allá arriba. Mientras, nosotros nos empeñamos en dicotomías absurdas, aquí abajo. Queremos matar la muerte, sin darle vigor a la vida. Como dijo una vez por aquí, en el colmo de la lucidez, una amiga (perdón, una Amiga), "es jodido vivir cada dia sabiendo que podemos morir, en cualquier momento; pero más jodido es morir y darnos cuenta en el ultimo momento que no hemos vivido".

Palabras duras, pero muy ciertas, que a la luz de esa Luna grande, redonda y amarillenta aún saben mejor. Ahora, cuando su disco tropieza con el cemento de un edificio cercano, me retiro a dormir, que por hoy ya está bien. Mañana, Ella vuelve a salir, aunque un poco más tarde.

Yo, al menos, la esperaré despierto.

(Fotografía de Jay Ouellet)

10 de enero de 2009

Ayer tarde (más de lo mismo...)



Lloviznaba apenas en las calles, con la lenta caída de gotas perezosas que hacían presagiar nieve y nuevos tiritares. Las madres llevaban a sus hijos al colegio: su tierno pelaje envuelto en gruesos tabardos, manos enfundadas en guantes de lana y molleras bien resguardadas del frío con los acostumbrados gorros. La impresión era de vivir en algún remoto pueblo de Alaska, Siberia o Groenlandia, incluso. Demasiado exceso; excesivo en demasía.

Quería degustar la nieve. Después de meses ahogados entre tanta agua, el encanto de esa materia blanca, congelada y grumosa era irresistible. Sin amenguar la preciosidad del líquido vital, ayer era el turno de la nieve. Pero la puñetera se me resistió. No pude hallarla en parte alguna, y eso que trepé hasta altas cumbres y me encaramé a empinados riscos, elevando las manos para recogerla recién exprimida. Pero nada; sólo logré mojarme, vagar ansioso tras ella de monte en monte y paladear algo similar a aguanieve, que ni era agua, ni mucho menos nieve. Por suerte, siempre queda el recurso de la contemplación, el dejarse llevar ante la maravilla que se abre ante ti y, como es norma, dar gracias por ello. Amiga Natura nunca defrauda, es el lenitivo ideal para los que no logran lo buscado. Aunque a veces, lo que no se halla y lo que andábamos buscado viene a ser, sin nosotros saberlo, la misma cosa.

El paisaje parecía extraído de un sueño brumoso. La sierra estaba coronada, en todo su alargado recorrido, por una crin nebulosa gris oscura, hecha de jirones desperdigados pero movidos, todos, con la misma intensidad y dirección; adheridos por algún extraño pegamento invisible, remataban las montañas plomizas y desenfocadas. En segundo plano, un mar de nubes blancas, homogéneas e insípidas, que exhalaban vahos y vomitaban virutas líquidas algo molestas. A nuestros pies, por el contrario, brillaba el verde, multiplicado miles de veces gracias a las diminutas gotitas que perlaban ese tapiz de hierbas; infinidad de babosas peregrinantes, trotamundos autosuficientes, medraban por el suelo húmedo. Anduve con cuidado, tratando de no pisar con mis botas antediluvianas ninguna de esas bellezas enroscadas sobre sí mismas.

Y, claro, había aquel silencio atronador, que dejaba perplejo y aturdido. Suele, ese rincón, rodearse de pocos individuos: algún cazador con sus caninos y fieles compañeros de tretas; parejas que, buscando intimidad, se detienen con su vehículo bajo un pino protector; gente mayor tratando de recuperar la salud perdida, que efectúan caminatas a lo largo y ancho de los senderos agrícolas. También se puede ver algún camión que traslada los cítricos, y grupos de inmigrantes con afanosos brazos recolectores. Pero sólo aparecen de tanto en tanto; el protagonista, allí, siempre es el silencio. El frío, la lluvia y la (nunca apresada) nieve evitaban, hoy, que las almas anduvieran por allí. Tampoco hacían acto de presencia ardillas, conejos, halcones o los jabalís, de cuya existencia dejan testimonio sus excavaciones en la tierra. Toda la vida estaba recluida en sus hogares; sólo un sujeto larguirucho, de aspecto desaliñado y apoyándose en su caminar con un báculo arqueado, rompía la quietud y la anacrónica consigna de silencio.

Un último vistazo y una postrera absorción de todo aquel espectáculo, que me servirán de fulcro durante los venideros días de obligaciones académicas, cierra mi estancia en esa tierra de nadie y de todos. No quise prolongar más mi trance, ni privar de ese letargo mudo bien merecido a los seres que han hecho del paraje su nido, sabedores de los beneficios que habitar allí supone. Me retiré sigiloso, volví a la madriguera de cuyas paredes emana esto que ahora escribo, y como tantas veces he dicho (hasta la saciedad, supongo), espero que llegue el día de regresar allí y no tener que volver. La ciudad es pasto de cuerdos; yo prefiero la locura, que sólo se alcanza allende aquella. Pero es una locura dócil, controlable y embriagante; no nace de ti, en absoluto, sino que viene de fuera. De un lugar inconcreto, intangible.

Ya sabéis cómo se llama. Y lo que os pide.

(Fotografía de IVáN.N.M.)

8 de enero de 2009

La tinta y el alcohol



Dada mi prolongada atrofia post-navideña, producto a buen seguro del empacho de ron y roscón de vino, amén del cava, champán y otros espumosos que me acompañaron con amabilidad a lo largo de estos días, apunto unas frases sobre el arte, el oficio, la ocupación, la tarea o como quieran ustedes llamarlo, de aquello que nos mueve cuando todo es estático, que nos ama cuando los demás nos detestan, que nos sonríe, pícara, entre el mar de rostros y cuerpos indiferentes. Hablo, naturalmente, de Ella.

Si crees que eres capaz de vivir sin escribir, no escribas (Rainer Maria Rilke)

Porque rico y feliz me considero
en teniendo papel, pluma y tintero (Juan Martínez Villegas)

Ser escritor es robarle vida a la muerte (Alfredo Conde)

Escribir para comer no es comer ni es escribir (Anónimo)

Si nunca has sufrido la angustia por no escribir, jamás sabrás qué es escribir (¿?)