1 de enero de 2012

Senda abierta



Si hay un camino para cada hombre, lo más probable es que me haya extraviado desde que nací. Nunca lo he hallado; jamás he tenido la sensación de seguir un sendero único y unívoco. Antes al contrario: siempre he creído que me movía por varias vías diferentes, tomando de cada una lo que más me convenía. He cambiado de carril cada dos por tres, a veces con demasiada presteza, como huyendo, desapareciendo del mapa, para después ocuparlo por un momento de nuevo. He probado casi todo el espectro de comportamiento social y, al fin, con suerte o sin ella, pues poco importa, he llegado sin proponérmelo (¿o sí?) a configurar un rastro propio entre las vías principales por las que circula la sociedad. Apenas se ve, dicho rastro, no es más que una uñada en medio de esas grandes calzadas marcadas con asfalto fresco que constituyen el ir y venir del mundo occidental, los modos de vida salientes y dominantes.

¿Es propio, mi camino real, en verdad? Realmente no. No he podido elegirlo en su totalidad (¿quién está en disposición de hacerlo?); ha habido hombres (y alguna mujer) que han ayudado (¿o influido?). El estímulo externo es imperioso: un hombre solo no construye nada por sí mismo sin mirar a otros, aunque lo haga de soslayo, como sin querer. Pero, y lo escribo con desacostumbrado orgullo, debo decir que he respondido menos de lo que era esperable al impacto mediático, al influjo social, a la constante actividad roedora del entorno, que consiste en mellar la autodeterminación a base de una serie de clichés y estereotipos sobados, que se ven como modelos a imitar y que acaba por premiarse con el visto bueno de tu tropa y del apoyo, presencial y emocional, de la misma. El soborno, sin embargo, no ha funcionado. Tal vez me dejé llevar algún tiempo, los años mozalbetes, en donde había tanta opción que me arrastró la primera que se topó conmigo. Y estuvo bien: aprendí qué (y cuánto) podía sacar de todo aquello. Resultó ser no mucho, pero lo suficiente para enterarme de hacia dónde no debía ir. A los quince años poco puede uno entender la realidad social; si acaso, que hay unos y otros (unos y unas que te gustan, y otros y otras que no), y que hay que elegir (jamás olvidemos esto: que hay opción de elegir; parece intrascendente, pero muchos quizá ni siquiera saben que pueden hacerlo...). Que la elección sea la correcta es intrascendente. Porque no la hay. O, mejor, la hay, pero nunca sabremos cuál es.

Sólo cabe escoger. Es curioso que la elección no es, creo que casi nunca, consciente. Surge como por azar, va encauzándose por sí misma, a partir de pequeñas decisiones, diminutas negativas y vacilantes asentimientos. La ruta vital de cada uno toma cuerpo, en su integridad, sólo cuando hemos vivido ya un poco a nuestro modo, cuando hemos adoptado, con inseguridad no exenta de firmeza, las líneas maestras que van a ser una personalidad específica que se encamina hacia la madurez, pero que aún está verde en su esencia, que aún es novata en esas lides existenciales.

Desde luego, no se acierta en todo. Hay muchos rasgos que nos desagradan (aunque no lo reconozcamos, la mayoría del tiempo), porque es imposible, y totalmente indeseable, forjar un espíritu propio que no cometa errores, fechorías o burradas de toda naturaleza. Pero esa imperfección es el margen para mejorar, tan amplio que llega hasta el infinito. Ante tales defectos no cabe disgustarse, sino aceptarlos, y llevarlos a su mínima expresión hasta donde sea posible. De lo contrario, cabe prepararse para quedarse solo.

Por muy distante que hagamos nuestro sendero, por mucho que se separe, en alma y en geografía, de las vías consolidadas y frecuentadas, siempre termina en un foco que es común a todos, el punto central de la desaparición: la muerte. Esta une cada una de las vías, otrora abiertas, y las enlaza en una zona universal, como el centro de una ciudad es unión de las calzadas que transcurren a su alrededor. Lo distinto se hará uno; la variedad terminará indistinta.

Pero, mientras tanto, el camino que recorramos es propio, unitario, inseparable de nosotros mismos. Podemos sustituirlo por otro (cambiar de carril requiere arrojo, agallas, pero también no tomarnos demasiado en serio, reírnos de lo que somos...), porque nada es para siempre. Todo tiene un fin, la marca del destino.

Pues bien. La senda abierta ante tus pies guiará tu camino. Síguela, no tienes nada que perder. Ni que temer. Sólo quienes no saben adónde van se intimidan ante lo desconocido. La senda, en la que te va la vida, dirá hasta dónde llegarán tus pasos. De ti depende seguirlos, o no.

La senda se mantendrá abierta, hasta que tú quieras.

(Imagen: El Hermitaño)

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