
Ni playas, ni hogueras, ni guitarras rasgueando el silencio eterno. Sin palabras, sin voces, sin sonidos. Ausentes de músicas, desprovistos de bocadillos, y vacíos de alcohol. Pero repletos de todo lo demás (vista, oído, percepción, sensación, sentimiento y amistad). Nosotros dos.
Juan había muerto ya, pero el santo renació para saludarnos, dos figuras difuminadas por la noche, como la Luna por los cirros. La nocturnidad sagrada, la del delito, sí, de la falta, del pecado, que a nadie perjudica, sino que a todos agracia. La de sentirte allí, en medio del paraje sereno y adormilado, y avistar la mansedumbre de la tierra, y el salvajismo del hombre. Algo no cuadra, y no es Ella.
Nos refugiamos cerca del convento, un remanso de existencia pura y sin aditivos que cada vez nos llama más, y al que deberemos acudir, para saborear su incienso espiritual y el hálito del saber, del recogimiento, que impregna a buen seguro sus paredes centenarias. Al menos una buena temporada, que evacue apetitos frívolos y reintroduzca el ansia por el yo, el “autosaberse”, el descubrirse de nuevo. Será como cumplir la penitencia (pero gloriosa penitencia...) por un pecado aún no cometido... El mundo al revés siempre sabe mejor.
Me recordó, nuestra presencia allí, a aquel cuadro de Caspar David Friedrich que inserto arriba, y cuya atmósfera vaporosa, flotante, de amistad eterna y astros imperecederos, abrigados por la naturaleza indómita, compila casi todo lo que uno aspira a disfrutar y fantasía con disponer: una casa modesta, pilas de libros, los benditos gatos, papeles y lápices por doquier, y sobretodo, esos paseos nocturnos a la gracia de las luces estelares, alumbrados por la Luna nimbada, y amparado por el amigo o la amiga (¿ambos quizá?), uno a cada flanco mío, mientras penetramos en los bosques, mientras reímos, compartimos, nos mosqueamos y nos veneramos, por lo que hemos decidido ser, pese a todo, y pese a todos.
La Luna llena, camarada inseparable de correrías noctívagas, nos hace lunáticos a su vez, chiflados de su luz velada; atontados por su fuerza salvaje, embrujados por esa influencia tormentosa e ininteligible, pero más real aún que su brillantez, nos brinda algo del elixir licántropo, y entonces aparecen colmillos, pezuñas y garras... pero, a la vez, surge la poesía, el pensar en el más allá, y en quienes están a tu lado. La ambivalencia del lunático, feroz y sensible. Como somos, muchos.
El ron permanece hoy en la mochila; el encanto ya es demasiado fuerte sin él. Unas gotas de su líquido requemado y la Luna sería una calavera diabólica, gritando en silencio sus locuras... Al regresar al vehículo no cesamos de echar la vista atrás, contemplándola, como temerosos de que pudiera saltar y atraparnos; ella sonríe, maligna, y sabe que puede hacerlo cuando quiera.
Pero miramos también por placer. Su disco cautiva, su luz enamora, y su misterio permanece, día a día. No hay enigma mayor. Nos gusta, se apodera de nosotros; marchamos a su lado, abrimos las fauces y aullamos bajo su hálito.
Somos luna(ticos). Somos ella. ¿La sientes, verdad?