5 de noviembre de 2006

Lluvia y cielos negros

La lluvia, escasa y esporádica, ha roto la monotonía otoñal que hasta ahora reinaba en el Mediterráneo. Uno agradece estos repentinos agüaceros, desafiantes y estimulantes, porque limpian la insalubridad de las calles y la sensación de sequedad. No hay nada más vigoroso que patearse los campos tras un buen chaparrón: ese olor, los efluvios naturales, la luz que todo lo baña, uno siente que la materia y la vida se enlazan después de un tiempo casi infinito de marchitamientos y aridez extrema. Uno se siente, con ello, vivo de nuevo.

Más allá de la lluvia, en la lejanía del cielo encapotado, nubes de un tono negro sombrío acechan, a la espera. Pero no hay guerra, nada hay que temer. Son nubes hermanas, de oscuridad transitoria y difusa, y sólo se prestan a fusionarse con los mechones blancos de una madre tierna y receptora.

Incluso aún más lejos, donde la tierra se une a la gavota de jirones nubosos, aparece un parche azul, luminoso, como recién nacido. Señal de un cambio, engullirá vapor de agua y, de aquí a pocas horas, volverá a sentarse en el trono ese astro de oro, rey de los vivos y la materia, que da espíritu y motor a los terrícolas, que guarnece de sabor y saber a la Humanidad.

Ra, héroe y señor de cuanto existe, volverá para traernos paz, muerte y esperanza.

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