
Apago la luz a medianoche, tras una vaga jornada (por dispersa, no por vacua), y me dispongo a cerrar los ojos. Pero algo estorba, una extraña luminosidad que penetra por los poros de la persiana. Es ella, naturalmente. ¿Cómo pude olvidarla? Qué formas ante una dama, Dios mío...
Hay gente privilegiada por muchos motivos, aunque ellos mismos no lo sepan. Uno de ellos era yo, mas ahora ya soy consciente. Mi habitación, que da a los patios interiores del bloque de pisos donde moro, tiene su ventana orientada al este, que es, desde luego, la vía de escape de los astros. Por allí nacen, brotando cada día, sus luces, casi siempre apagadas por las urbanas, más numerosas y menos sutiles. Cuando los cielos, barridos de humedades y nubes, se oscurecen y llega el momento del catre, a veces esas luces titilan con fuerza, y uno alcanza el sueño en su compañía... a falta de otra mejor.
Pero cuando es la Luna la que saluda desde lo alto, hay que rendirle tributo. Así que coges un par de cojines, reorientas tu cuerpo en dirección contraria, para que esa luz que filtran desechos nubosos impacte de lleno en tu rostro, y puedes incluso conectar un poco de música para ambientar (no importa el género, desde Tchaikovsky y su 'Patética', que va de perlas, hasta los riffs de Jimmy Page en 'Danzed and Confused', por ejemplo) o, si lo prefieres, te limitas al silencio. Mientras se van oscureciendo las viviendas contiguas, mientras la Luna llena eleva su cara manchada, permaneces echado, como hipnotizado, y no piensas en nada. No puedes, porque aquello, lo que estás viviendo, está por encima de tu propia mente.
Entonces llegan las nubes. Pasan a través de nuestra confidente, trasgrediendo su haz luminoso a la vez que se colorean sus propias esencias. Debe gustarles, porque parecen aminorar su recorrido por la faz lunar. Se desprenden chispas de colores vistosos, y grumos de nube prenden como fajos de paja reseca. Con la claridad lunar se aprecian formas y figuras en ellas: animales, monstruos, deformidades, todo un bestiario nuboso que la imaginación estimula. Después, emasculada la pigmentación, los cúmulos (quizá fueran estratos, quién sabe) se enfrentan a las constelaciones, que vencerán con comodidad.
La Luna recupera su tez prístina justo cuando vuelves a pensar, no sabes si afortunada o inoportunamente. Recuerdas las clases de astronomía (aquellas en las que tú mismo hacías, al alimón, de profesor y alumno...) y te viene a la memoria que lo mismo que hizo a la Luna tal cual es, hace tanto tiempo que da pereza escribirlo, te ha hecho a ti, también. Es el momento de la especulación. ¿Será alguno de los átomos de mi pie un residuo que antaño estuvo en la cima de alguna de las montañas lunares? ¿Los `Montes Teneriffe' quizá (por lo del patriotismo)? ¿Conservo en mi mano un registro atómico de la lava surgida en la Luna, y que inundó su superficie? ¿Será parte de mis ojos materia procedente de un meteorito que, impactando en la fría cara lunar, rebotó hasta la Tierra cuatro mil millones de años ha?
Creo que no, pero es bonito pensarlo. Y aún más lo es creer que tu mismo cuerpo, una vez termine su periplo en la Tierra, y si no cometes el error de enjaularlo en un féretro estanco, partirá a reunirse con sus átomos primordiales de los que formaba parte en tiempos indescriptibles. Vida y muerte son una misma cosa allá arriba. Mientras, nosotros nos empeñamos en dicotomías absurdas, aquí abajo. Queremos matar la muerte, sin darle vigor a la vida. Como dijo una vez por aquí, en el colmo de la lucidez, una amiga (perdón, una Amiga), "es jodido vivir cada dia sabiendo que podemos morir, en cualquier momento; pero más jodido es morir y darnos cuenta en el ultimo momento que no hemos vivido".
Palabras duras, pero muy ciertas, que a la luz de esa Luna grande, redonda y amarillenta aún saben mejor. Ahora, cuando su disco tropieza con el cemento de un edificio cercano, me retiro a dormir, que por hoy ya está bien. Mañana, Ella vuelve a salir, aunque un poco más tarde.
Yo, al menos, la esperaré despierto.
(Fotografía de
Jay Ouellet)