13 de febrero de 2009

El sendero de la lluvia



Todos los días efectúo un pequeño recorrido, de algo menos de tres kilómetros, entre mi casa y mi Casa. Ambas son mis residencias, mis moradas, pero sólo una es mi hogar. En una vivo; en la otra soy. En una duermo; en la otra sueño. En una como; en la otra me alimento. Separadas apenas un paso, casi a la vista la una de la otra, salir de la primera y entrar en la segunda es escapar de un lugar bonito, agradable, digno, a uno hermoso, estimulante, noble, donde la vida se maximiza y penetra. Mis torpes palabras no atinan a expresarlo bien. Dejémoslo, pues.

Sin embargo, si valioso y enriquecedor es mi estancia allá, en Ella, casi tanto, y a veces más, lo es el trayecto hasta allí. Lo habré realizado algunas miles de veces (entre ida y vuelta, diez a la semana, durante diez años... sí, aproximadamente unas cinco mil...). Y no sólo no me aburre el recorrerlo día a día, mes a mes, año a año, sino que cada vez me deleito más. Además, en ocasiones las tretas de la Amiga tiñen de nuevos colores el camino, sorprendiéndote con fuertes ventiscas, enjambres de abejas esforzadas en sus dulces faenas, ocasos de ensueño, nubes cinceladas, y otras maravillas de las que hablar estropea su recuerdo. En otro momento hablaré también de la fauna, (fauna humana, claro) que uno puede hallar por ese sendero polvoriento, anejo a la ruidosa autopista del Mediterráneo. Es un bestiario variado, y algo estrafalario, también. Merece, por tanto, una reseña aparte.

No voy a narrar ahora nada extraordinario. Casi nunca lo hago. De hecho, todo lo que recogen estas páginas nos sucede a todos, en cualquier momento y lugar; a veces lo ignoramos (suele pasarme en demasiadas), en otras no le damos relevancia (aunque la tenga, y en ocasiones mucha), y sólo en unas pocas advertimos que es ahí, en ellas, donde podemos hallar no sólo un tema del que hablar, sino una experiencia humana que compartir. Puede parecer vacía, pueril o insignificante; no obstante, de su ocurrencia puede brotar algo inesperado: un recuerdo, una imagen, un estado de ánimo al rememorarla, una sonrisa, un sentimiento de gratitud por haberla vivido.

Sucedió hace unos días. El cielo, diáfano, era del azul más intenso que uno pueda imaginar. Ni una nube, ni una mota de polvo enturbiaba ese tapiz cerúleo increíble. El trayecto de ida hacia mi Casa fue una bendición, un regalo divino absoluto. Jamás me sentí mejor. Era como un orgasmo, pero mucho más emocional que físico. Había una pureza infinita en el ambiente; una combinación de olores, colores y armonías que las palabras eluden definir con corrección. Es inútil continuar; ya sabrán de qué hablo quienes hayan vivido algo parecido.

Una vez allí, todo fantástico. Lecturas, ronroneos gatunos cerca de tus piernas, el brillo de un sol cegador, pero suave, y la continua sensación, de irrealidad. Empezaba a percibirse, en el aire, como una cierta electricidad ambiental, incluso diría que podía olerse un aroma a azufre, o algo parecido. Un olor como de algo que comienza a quemarse, el orden presto a romperse, la tormenta abatiendo la calma. Adormecido, busqué con la mirada ese azul pintado allá arriba, y entonces la vi. Vi esa majestad nubosa que se avecinaba por el norte, aproximándose sobre el pico velado del Montdúver. Era gigantesca. Blanca como la nieve, algodonada y elevada con forma de yunque en su cima. No veía relámpagos, pero era fácil imaginarlos, crujiendo en ese tejido nuboso inmenso.

Llevo mucho tiempo tras las nubes. Aún no sé nombrarlas bien (cúmulos, cirros, túmulos y demás), pero son mis buenas compañeras, las conozco, y sé que un abejorro de vapor de agua como aquel no se dispone a nada bueno. Así que recogí a toda prisa los trastos, metí a Espinoza en la mochila, me despedí de la buena felina y corrí, entre los naranjos, con el corazón en la garganta. La noche pedía paso ya, yo no suelo contar entre mis bártulos con un paraguas, un chubasquero ni chirimbolos de ese estilo, y los móviles no sé ni lo que son. Me arriesgaba a tener que pasar la noche allí, si la lluvia se prolongaba, con unas galletas, sin calefacción y rodeado de humedades que brotaban de las paredes.

Pero la lluvia corrió más que yo. Cuando enfilaba ya el camino principal, las primeras gotas golpearon mi testa, y supe que había reaccionado tarde. Casi de improviso, y con un dolor en el costado de tanto trotar, un derrame líquido similar al diluvio me abalanzó sobre mí. Chaqueta de lana, mochila y servidor acabaron, en cuestión de unos pocos segundos, no mojados, sino gratuitamente duchados por obra y gracia de la Amiga. Por suerte, sobre el camino circulan varias carreteras, así que los puentes sirvieron para detenerme y recuperar el aliento. En uno de ellos me encontré con dos simpáticos viejecitos, bastón en mano y boina bien calada, que habían decidido echar su paseíllo ante la serenidad del día.

Collons, que m´ofegue! ―les dije, mientras me sacudía los ríos de agua.
Açò va pa llarg, ja voràs ―respondió uno de ellos, con un puro en la boca.
Crec que hui soparem açí, jaja... ―auguró el otro.

Estuvimos un rato en silencio, viendo cómo torrentes líquidos desfilaban ante nosotros, barranco abajo. El arco iris hizo aparición súbitamente, burlón. Un minuto después, la tormenta cesó. De repente, en seco, como si el grifo hubiera sido cerrado al instante por el Altísimo. Sacamos las cabezas del túnel, temerosos e inseguros.

Bé, sembla que ja està ―afirmé, aunque ni yo mismo me lo creía.
Jo no me´n refiaría massa, xicon ―me aconsejó el amigo del puro.

Con tiento, salimos del refugio improvisado y nos separamos. Les vi alejarse, encorvados, como con miedo, aunque con paso rápido y decidido. Parecían saber, sin embargo, que todo había pasado ya. Y así fue. Al poco entraba en casa, me sacaba toda la ropa pegajosa y reposaba mi cuerpo con otra ducha, ésta caliente y algo más sosa.

La moraleja es bien clara. Si no quieres imprevistos, sorpresas o desgracias, pon siempre un paraguas en tu bandolera. Es una regla que habrá que cumplir. Aunque, desde luego, yo no seré quien lo haga.

4 comentarios:

M. Domínguez Senra dijo...

Este invierno ha llovido bastante y a menudo. Por aquí hubo días en que además no vimos el sol, cosa que me entristece, porque soy muy heliotrópica. De todas maneras puedo apreciar esa lluvia sobrevenida que te caló y en general en la naturaleza de todos los elementos. Habrá que ir pensando en no acomodarse siempre a la caricia del sol tibio o a las brisas marinas más amables o a aquellas que nos traen un aroma de ginesta...
Saludos, Hermitaño.

elHermitaño dijo...

Comparto tu heliotropismo, amiga. Si se encadenan un par de días grises y pesados noto que falla algo, como si la ausencia de luz tuviera un efecto negativo en la psique mucho mayor que la falta de comida o de sueño.

Pero sí, también esos momentos son disfrutables, y muy provechosos.

Un abrazo.

tequila dijo...

Buenas:
Comentas en varias ocasiones que las palabras no describen lo que quieres. Ciertamente para ti, que eres el que revives o recuerdas será así, pero te aseguro que el que lo lee si se siente aproximado, que describes con gran precisión de detalles que transportan.
Me encantó la diferencia que haces entre tus dos casas.
me gustaría poder disfrutar, percibir y sentir la Naturaleza como tú lo haces...
Sólo en una ocasión me pilló un chaparrón fuera de la ciudad. recuerdo correr bajo la lluvia buscando cobijo y sentirme muy muy libre... allí todo huele distinto.

Besos Hermitaño

elHermitaño dijo...

Gracias, Tequila, por tus palabras.

Sí que hay algo extraño y liberador en correr bajo la lluvia. Aunque te cueste un resfriado, fiebres u otras dolencias (fue mi caso...), es un precio muy bajo a pagar por esos momentos tan memorables.

Cuídate, amiga. Un abrazo.