12 de marzo de 2009

Caminata nocturna



Deambular por la montaña, por los valles o estepas, praderas o páramos, campos y colinas, caminar, en fin, rodeado por todo aquello que un día fuimos (lo que una vez vimos como una amiga, una madre, una amante, y hoy sólo como una enemiga a batir, una empresa que es necesario rentabilizar, un entorno que es menester transformar...) proporciona, de ordinario, un estado de paz interior y congratulada satisfacción; tal vez por conectarnos, en efecto, a lo que fuimos antaño, a aquello que aún nos llama, y también aquello a lo que, por mucho que huyamos, estamos destinados a volver algún día.

Hallar de día esa conexión, fácilmente alcanzable a poco que trabajen nuestros sistemas perceptivos, es fascinante. Pero si uno tiene suerte y puede escapar hasta allí de noche, una vez callan los vehículos, las motosierras, inclusive los caninos guardianes de hogares opulentos, tal vez comprenda que penetra en un mundo nuevo; porque si bien nos puede ser un paraje conocido, la oscuridad preña y adorna el ambiente hasta volverlo irreconocible. Y si la Luna ilumina, con tez redonda y amarilla, el sendero, y unas nubes desagarradas amplifican dicha luz entonces puede que creas, que creamos, haber entrado en un universo distinto. La huida del Sol nos permite estos juegos; y, si uno quiere divertirse, hay que aprovecharlos.

Si el territorio está aislado cabe equiparse con un buen báculo de ermitaño (o de peregrino), protección útil contra visitantes inesperados (o indeseables) en casos extremos; nos ayudará, también, en nuestro brincar por riscos y tajos entre barrancos, y con él podemos apoyarnos en circunstancias adversas. Pero desechad, se os ruega, las linternas, focos y demás aparatejos eléctricos productores de haces de luz; la luz sólo debe proceder de astros y estrellas, so pena de romper, para siempre, el hechizo que la madre teje cada noche.

Imaginemos que llegamos allí (allí, dondequiera que sea, dondequiera que queráis). Apagamos los faros y el motor de ese coche nuestro, querido, vejete, pero cuya presencia allá arriba, allá abajo, parece inadecuada. Así que, ya, nos adentramos por el camino (si lo hay; los más osados, o temerarios, crearán el suyo propio). Poco a poco nos percatamos, primero, del mutismo. En condiciones diurnas se aprecia, se anhela, se busca y se absorbe. En las nocturnas penetra como un cuchillo en carne fresca, hasta tu mismo fondo. Te sacude, te impacta, y después te aterra. Oyes como vive a tu alrededor, como alcanza una existencia cercenada en la ciudad. Lo disfrutas, sí, pero enseguida te pones en marcha, sigues avanzando para que no sea tan profundo, para que su paradigmática afonía no te envuelva hasta enloquecer.

El reposo del ruido agrava todo sonido ajeno a tus propias pasos. Si el viento está en calma, cualquier leve rumor de ramas, cualquier crujido detrás de ti, toda la sinfonía callada interpretada allende tus límites se convierte en una amenazadora, y maligna, presencia, orgánica, animal o humana. Recuerdas viejos relatos de persecuciones en bosques, de muertes y horribles crímenes perpetrados por extrañas y espeluznantes criaturas de la noche, y te estremeces, temiendo que algo así pueda sucederte. Todo nace, y muere, en la imaginación, desde luego, pero su ontología parece más que real. Es la noche, la oscuridad, el aislamiento y la sensación de vulnerabilidad. Espanta, por supuesto, pero es tan estimulante y excitante como el mismo frío nocturno.

Dejas atrás el miedo y, entonces, surge la magia, aunque ha estado todo el tiempo a tu lado. Reposas en el tocón rocoso, echas un vistazo al cielo, un viejo amigo con historias siempre novedosas, y admiras la brumosa luz lunar, que pugna por inundarlo todo sumergida aún en las cortinas nubosas. No demasiado, pero lamentas no tener a nadie al lado para que vea, sienta y perciba todo aquello. Nutrirse en soledad suele ser beneficioso, pero hay platos que precisan ser compartidos, bocado a bocado.

Pero, piensas, ¿alguien querrá hacerlo, alguien querrá adentrarse en sitios oscuros, remotos y mudos sin nada ni nadie a quien encontrar, nada más que lo de arriba, que titila y brilla, lo de abajo, aquello que supura vida, y, poco o mucho, todo lo que halles en ti mismo?

Crees que no. O quizá sí. Quizá estén ahí, allí, aquí, esperando el momento, el toque de diana. Puede que un día vengan, o vayas. Tal vez la llamada, y la reunión, no tarde en ser una realidad .

(Fotografía de Laurent Laveder)

4 comentarios:

ELSIE dijo...

Hermitaño, lo he leido una y otra vez.. sencillamente:SENSACIONAL! Un placer pasar por aquí. Cariños.

elHermitaño dijo...

Gracias, Elsie, por tus halagos... :)

Sé bienvenida, un abrazo.

Whivith dijo...

Me encanta como escribes!!!.
Es que cada vez que te leo me acuerdo de cosas!!!!!.
Esta vez me ha venido a la memoria un paseo nocturno que hice, con mi pareja, el año pasado para ver las "lagrimas de S. Lorenzo".
Fue cálido y relajante.
Es, para mí, todo un placer poder dar paseos nocturnos poe el campo, sobre todo se es a la ribera del río.
El sonido de los grillos, los pájaros nocturnos, los pequeños animales... en fin, que es encantador.
Es una de las cosas que extraño mucho aquí, en la capital.
Mi definición: Cosmopolita pueblerina.

Besicos

Pd: Llevo en mente crear un blog, en compañía de mi hija que no tendrá nada que ver con el actual.
Cuando lo tenga te aviso, que en ese si que podré divagar y filosofar sobre muchas cosas.

elHermitaño dijo...

Me alegra saber, amiga wivith, que con mis textos (o ladrillazos, como quieras...jeje) te vienen a la memoria sucesos ya vividos; ello significa que tenemos más cosas en común, aparte del frikismo cicelyano...:)

Y acerca de ese nuevo blog, pues suena muy bien. Espero que sigas adelante con la idea.

Un abrazo y muchas gracias por seguir aquí.