14 de noviembre de 2009

El derecho (ruidos y silencios)



Con motivo de la celebración del Gran Premio de Motociclismo de la Comunidad Valenciana, que tuvo lugar hace unos días en Xest (Cheste para los puristas), la celebérrima y aclamada cadena de televisión pública Canal 9, en un alarde (otro más) de ignorancia hacia todo lo que no reconoce la masa, ni lo que se presta a comercialización o "billeterismo", rotuló su noticia de los hechos con un titular indiscutible, razonable y perturbador: mientras veíamos a los moteros por la calles del pueblo haciendo caballitos leíamos, a sus pies, la proclama: "El derecho al ruido". La frase me dejó estupefacto, irritado y muerto de risa, todo a la vez; los monaguillos del señor Francesc (perdón, es Francisco) Camps, en otra de las suyas, como siempre.

Es gracioso el titular porque parece dar a entender que el mundo en donde vivimos, las calles, los locales y tiendas, lugares públicos, etc. reina siempre un silencio atronador, un mutismo poderoso y prolongado que ahoga las voces, los murmullos y las conversaciones de los individuos. Un ser extraterrestre (o uno terrestre desligado del folclore urbano ordinario) juzgaría que en Valencia (y precisamente en Valencia) lo que destaca a lo largo de las semanas y meses es la quietud, el sosiego de unos ciudadanos que sólo contemplan como modo de vida el silencioso transcurrir del tiempo; y que en sus celebraciones y fiestas populares y tradicionales únicamente hay procesiones mudas y gentes en la calles sin apenas hablarse entre ellos. El silencio domina tanto, es tan abrumador, posee tanta presencia en nuestra querida, próspera y purificada comunidad, que es imprescindible dar entrada, por ejemplo en marzo, a un poco de saludable y bienvenido sonido extra (Fallas); y, desde luego, si hay un grupo de amigos a los mandos de sus vehículos que se reúnen una vez al año en torno a un circuito de velocidad, tienen todo el derecho a que fluya el sonido de sus motores y sus ruedas derrapando en el aún caliente asfalto callejero. ¡Ay, pobre ruido, qué poco te queremos los valencianos, cuán abandonado te tenemos, y qué trato tan ingrato te damos!

Desde luego (y ahora más en serio), estos individuos moteros tienen su derecho de reunión, goce y felicidad en grupo. Nadie podría -ni debería, dentro de ciertos límites- negárselo; sin embargo, el mismo derecho a hacer caballitos, a efectuar corridas y carreras y a desprender nubes de humo contaminado tienen, por su parte, todos aquellos otros ciudadanos que, en Xest, en Benarés o en la Quinta Avenida, o en toda calle, toda plaza, todo parque o todo lugar de este y otros mundos, hasta los mismos confines del Universo, quieren disfrutar del silencio. Si yo me siento en un banco a leer un libro, o a escribir unas notas, tengo el derecho a hacerlo; pero si en el banco contiguo un grupo de adolescentes empiezan a gritar, divirtiéndose con risotadas, bromas y demás, también ellos lo tienen. Es el mismo derecho. Exactamente el mismo. La clave para que ambos, ellos y yo, podamos ejercer nuestro derechos respectivos y gocemos, cada uno a nuestra manera, de la vida y de ese lugar público, abierto a cualquiera, está en que ellos respeten mi derecho al silencio, por lo menos durante un tiempo, mientras que yo, a mi vez, sea igualmente respetuoso para con ellos y permita que se entretengan y diviertan, también a lo largo de cierto tiempo. Eso se llama convivencia, y es el germen, fruto y árbol de la ciudadanía bien entendida.

No obstante, hay una diferencia fundamental entre el ruido (o las actitudes humanas que lo producen) y el silencio (o las actitudes humanas que evitan su mutilación, porque, al contrario que aquel, el silencio siempre está ahí, generado, siempre presente, y no precisa ni de nadie ni de nada para ser creado, multiplicado y expandido). Esta diferencia, que yo creo esencial, es la siguiente: el ruido, cuando aparece y domina, arrasa el silencio, impidiendo su existencia, y cercenando toda actividad nuestra que lo requiera (lecturas, escritura, contemplación, descanso, etc.); el silencio, por su parte, aunque por su misma ontología rechace al ruido, permite y consiente que el estruendo viva a su alrededor, y hasta que consuma parte de su ser.

Ambos, ruido y silencio, matan a su rival, a su contrincante, pero en el ring no caen a la vez: el primero tarda más en hacerlo, porque no erradica algo que está creado, sino lo que supura en el tejido del tiempo y el espacio. Por paradójico que parezca, es más sencillo destruir lo que nunca ha sido creado que eliminar lo construido. Todo ruido es generado por nosotros (en la naturaleza, como cualquiera puede observar, el ruido es inexistente; sólo hay sonidos, no ruidos), pero el silencio vive por sí mismo, sin hacedor que le insufle el hálito vital. Como todo lo que existe independiente, autónomo y decidido por sí mismo, el silencio es frágil, y aunque poderoso, fácilmente quebrantable; y, también como todo lo que vive independiente, autónomo y decidido por sí mismo, es un peligro, y quién sabe si una amenaza.

De ahí, puede, el titular de Canal 9, porque el derecho al ruido quizá sea el derecho a la juerga, a la diversión, y a la reunión de amigos, lo que sin duda es bueno; pero el derecho al silencio, a la introspección, a verse uno mismo reflejado en ese silencio y empezar a pensar en lo que es, en lo que hubiese podido ser, y en lo que te rodea, es, o puede ser, el principio de un cambio, de una revolución (silenciosa, siempre silenciosa), que atañe al presente y afecta a nuestro futuro. Y esto no gusta; la manada debe estar satisfecha, pero sin que ansíe insurreción. El ruido lo permite, lo estimula, agrada a los conservadores (que todos lo son, de izquierdas y derechas, de centro y hasta de las alturas). El silencio conlleva examen, conciencia e introspección. Tres palabras bellas, una misma actitud ante la vida: la de ser crítico, evaluador, y tasador (cualitativo) de ti mismo, de los demás y de lo que ellos, los que dirigen y mandan, están haciendo.

Demasiado peligro, demasiada amenaza. Démosle todo el derecho, por consiguiente, al antídoto, al bravo rival. Y que lo celebre como él sabe.

(Foto: el Hermitaño)

3 comentarios:

. dijo...

El ruido tabién ayuda a la distracción. Como has dicho con ese aturdimiento es imposible verse a sí mismo. Nada mejor para una sociedad en la que el poder triunfa ayudado por la confusión.

Un abrazo

M. Domínguez Senra dijo...

Así es, si la diversión de alguien impide la diversión de otro pues es que no puede ser. El sábado en mi piscina (pública claro) el socorrista quiso poner música y como si aquello fuera una macrofiesta. Era sábado temprano, pude oír perfectamente la música debajo del agua, con tapones en los oídos y un gorro puesto. Para que te hagas una idea de los decibelios que se juntaron sobre mi cuerpo. Escribí una sugerencia a la dirección sobre la necesidad de que si no había otro remedio que ser atormentados por música impuesta, que al menos pusieran una música neutra, ambiental y no con el volumen de una bronca. Y así estaríamos siempre, porque este país además de todo lo que es, es ruidoso.
Perdón, porque me parece que elevé un poco el tono de voz...
Un beso.
P.S.: ¿No dijeron que habían visto al Sr. Camps en un Ferrari?

elHermitaño dijo...

Marta, te entiendo. Supongo que estaba bien visto, que era muy "molón" que el socorrista pusiera música alta; nadie le iba a recriminar nada, nadie sería tan 'aguafiestas' como para querer evitar la diversión un sábado por la mañana (preludio de la diversión líquida y nocturna, desde luego...). Pero si tu diversión era nadar oyendo tu respiración, y tu subir y bajar a través del agua, movimiendo los miembros y escuchando tu esfuerzo y el placer que el fluir en la piscina generaba, etc. etc. etc. todo ello no importa, a nadie, un carajo. Sólo cuenta que los adolescentes se lo pasen bien.

Es así de triste. Y no creo (aunque puede) que sea sólo en este país. Hay unos valores políticamente correctos (la 'diversión' de la 'juventud'), no sujetos a crítica, o que poseen más margen del que debería. Cabría establecer un equilibrio entre sus necesidades y las nuestras, un respeto mutuo por el ruido (que, a veces, es bueno) y el silencio (que nunca es malo), de modo que todos tuviéramos nuestro tazón de libertad, derecho y legimitidad. Pero la vida en sociedad suele impedirlo, por su misma idiosincrasia. Además, es harto dificil pensar en cómo aplicar ese criterio de igualdad de derechos...

¿Una solución? No la tengo (¿existe?). Pero si la convivencia debe persistir y prolongarse, habrá que buscarla, y pronto.

Un abrazo, Marta, perdona el largo silencio en responder (he pasado un mes "de baja", en el buen sentido), y muchas gracias por tus palabras.

Besos.