22 de marzo de 2010
Azada y sierra, cuerda y pico
El rocío matinal impregnaba de humedad la hierba alta de la entrada. Cargábamos con todos los bártulos, herramientas pesadas y antiguas, mientras yo trataba de evitar pisar aquellas frescas flores silvestres. Mis padres suelen reprobar mi escasa diligencia con dicha turba vegetal, que dificulta incluso el paso, pero viendo sus amarillos, blancos y violetas juzgo que eliminarlas sería como infamar la belleza que la naturaleza presta desinteresadamente a caminos y atajuelos. ¿Quién soy para cortar con afiladas hojas de acero lo que ha costado tanto (miles de millones de años, ahí es nada...) en aparecer y brotar?
El sol gana altura y disipa nubes de niebla madrugadoras cuando damos comienzo, tres generaciones de hombres con idéntico nombre y primer apellido, a esas tareas de desbrozado, cortado, y quemado (que tanto parecen gustar a mis mayores) que librarán parcialmente a la morada de su espesura verde y algo salvaje. Ya he confesado otras veces que prefiero la apariencia de loco amontonamiento clorofílico, el campo incontrolable de crecimiento incesante, la verde profusión de plantajes y arbustos de toda laya, al pelado y arreglado semblante del jardín tratado con esmero y tacto. Lo silvestre, que va a su aire, que toma el espacio y el tiempo según antojo y predilección, es con diferencia la mejor forma posible de ‘diseñar’ un vergel. ¿Quién puede hacerlo mejor que Ella?
Con todo, en ocasiones los hierbajos pueden incordiar, o pueden desarrollarse hasta alturas y anchuras prohibitivas, reventado pavimentos, destrozando macetas, conquistando territorios ajenos y fastidiando a quienes no ven en la borracha crecida botánica una virtud y un milagro digno de elogio, sino un motivo para poner en marcha sierras mecánicas, taladros, y demás metalurgia moderna. En [pequeñísima] parte, llevan razón; de modo que allí estaba yo aquel sábado radiante, amante de los yuyos gigantes y soberanos, dispuesto a arrasar tales formaciones admirables y dichosas.
Y lo peor es que me gustó. Y aún me sigue gustando. Acostumbrado como estoy sólo a los teclados, a los libros y a las cucharas para el yogur, mis manos han ido olvidando el arte que un día las distinguió del restante reino animal: constituir útiles prensiles y manipuladores, únicos en su especie, y que permitió a la nuestra perfeccionarse, dar forma a creaciones artísticas, mayor fiabilidad en la caza y capacidad para dar y recibir caricias, entre mil y una ganancias más. Ahora, lentamente, reconquisto el ámbito del trabajo manual, recobro el contacto de manos y tierra, y adquieren firmeza, dureza y fuerza a la par que se llenan de callos, rasgaduras sangrantes y graciosas cicatrices.
Con la motosierra lo que antaño el tiempo y la paciente labor natural tardó años en edificar y elevar hasta cotas mayores que las testas humanas se reducido, en pocos segundos, a una columna de aserrín y polvo; el pico perfora el suelo y levanta la raíz, el cimiento de frutales y árboles ornamentales, sin apenas esfuerzo; la cuerda arrastra y estira el tronco antediluviano, hasta que lo abate en un ejercicio de nervio, empuje e ímpetu demoledores; la sierra, que amenaza con esos dientes perfilados y aterradores, va abriendo el corazón de los árboles hasta que permite contemplar sus anillos, esos maravillosos registros anuales del clima terrestre; además, con su cercenar carente de piedad, libra a aquellos de sus sobrantes ramales y les confiere elegancia estética, y ligereza material.
Ahora el refugio se halla atestado de hojarasca, ramas, brotes, troncos y restos vegetales diversos. Cada tarde, si la lluvia no lo impide, me acerco allí y cojo mis tijeras de poda, y voy recortando y empaquetando esas briznas de vida sacrificada, para que luego el fuego devorador-purificador las convierta en ceniza, y pasen al éter, desde donde irán a reposar otra vez en el terruño, a fundirse con la hermana maleza; a partir de entonces empezará un círculo nuevo, y puede que un día futuro, cuando el refugio ya no aguante en pie, cuando hayan caído sus muros y quien escribe esto desaparecido, puede que entonces entronquen sus átomos residuales en otro enjambre vital, y formen parte de esa vida que todo lo es, y que por mucha azada, mucha sierra y todo el pico que queramos, seguirá aquí (allí, allá y acullá), por los siglos de los siglos.
Quién sabe si nosotros mismos, un pedazo de nuestro yo, no morará algún día entretejido en una estructura vegetal similar a la que yo, insensible y entusiasmado, aniquilé el sábado a golpe de azadón. En realidad, y por descontado, todos somos Uno, lo mismo, la misma esencia absoluta. Pero a veces es dificil ser consciente de ello (o querer serlo) cuando empuñas la sierra y la fuerza se desata entre tus manos...
(Foto: el Hermitaño)
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