22 de agosto de 2011

La roca



Brotó de lo más profundo de la tierra, hace quizá cien millones de años, o tal vez más. Había sido creada en el crisol de un fuego inmortal, y su viaje fue largo y penoso mientras se escabullía de la abrasadora corriente de roca fluida. Una eternidad de tiempo antes de que ningún humano posara su mano encima de esa sólida cubierta, un flujo de lava incandescente la arrastró por las entrañas del planeta, hasta que la presión excesiva la escupió por una hendidura, una mueca de roca negra que parecía manar sangre, y saltó al mundo de gases y venenos. Fantasmagóricas vetas de materia fundida la adornan aún, signos de un pasado lejano, violento y casi inaccesible. Nosotros sólo podemos suponer muy imperfectamente cómo sucedió todo aquello. Debió ser un viaje interesante...

Una vez llegó a puerto sólido acontecieron muchas cosas. Sobre su pétrea superficie dormitó un lagarto una tarde de verano de un año que jamás quedó registrado en crónica escrita alguna. Lluvias torrenciales, glaciaciones, épocas de extrema sequedad; vivió todo los extremos del espectro climático, pero resistió. El frío extremo, el barrido de tormentas de polvo, el peso y la influencia de un manto de agua con corrientes impetuosas, todo ello cambió su rostro, remodelándolo y afilándolo con el paso de los (millones de) años. Sus aristas han visto más amaneceres de los que podemos soñar; han hollado sus oquedades multitud de criaturas largo tiempo desaparecidas; han caído sobre ella los signos vegetales del paso de las estaciones; y, en al menos un par de ocasiones, se dio la circunstancia de extrañas alimañas acuáticas que quedaron adheridas a la pared de roca, para fenecer allí y dejar constancia del inevitable transcurrir temporal, y de los cambios que la vida ha sufrido.

La suavidad de los años posteriores, esa benigna tregua que se da entre glaciación y épocas de calentura excesiva, como un armisticio que alivia la tensión entre cruentas batallas en medio del frío y calor, dio un respiro a lo que vemos como una malgastada y agujereada superficie, tan vieja como la propia tierra. Pero ella, de hecho, es joven, muy joven, casi una recién llegada (algo más allá, en las antípodas, reposan algunas hermanas suyas cuya historia es cuarenta veces más antigua...), de modo que los vaivenes del acontecer aún no le han hecho mella y presenta un rostro fresco, lozano. Pasas la mano por encima y no punza; al contrario, su cara es tersa, como la de un bebé de un mes, pulida tal vez por vetustas corrientes de agua que circularon río abajo en épocas de crecidas. Es tangible, poderosa, su faz. Da gusto palparla. Da sensación de persistencia, de algo que puede durar para siempre...

Imagino (sin ninguna corrección científica, claro; todo esto es mera recreación fantástica, que me perdonen los entendidos...), una estampa de su venida al mundo: rayos que iluminaban el cielo y truenos que restallaban y cortaban el aire pesado y sulfuroso; torrentes de lava serpenteando por canales abiertos sobre la superficie, calcinando todo a su paso, reconstituyéndola como un lifting facial a escala planetaria; insólitos y enormes animales, reptilianos unos, artrópodos voladores otros, y unos pequeños y huidizos seres peludos que, al paso de los años, nos brindarían la posibilidad de existir, ancestros de ancestros, raíz de todo lo que somos...

Las elevaciones alpinas del cuaternario, impulsadas por titánicas fuerzas litosféricas, alzaron bloques y grandes pedazos de roca en las cercanías de Pinet, que emergieron ansiosos por encaramarse a los cielos. No llegaron muy lejos; el ímpetu pronto cejó, debilitado, y nuestra roca amiga quedó expuesta a los elementos en medio de un alto, lo que hoy es un cruce de senderos que conduce a La Drova.

Y allí quedó, a expensas de lo que el tiempo y los acontecimientos le tengan reservado. Quizá acabe siendo engullida por la misma tierra que la creó, a causa de algún cataclismo sísmico... o tal vez sea su fin sellar su vida fragmentada, partida en pedazos, distribuyendo su legado rocoso en su torno como una flor que esparce el polen al viento. En cualquier caso, tendrá su conclusión; como todos, como todo.

Dentro de poco volveré a visitarla. De paso que hago acopio de zarzamoras para mermelada invernal, treparé hasta el risco y echaré un vistazo a su enclave geológico, a su superficie precipitada de vetas filiforme, a sus fisuras y huecos, a los bicharracos cementados a su esencia...

Sólo es una roca. Sí.

¿Sólo?

(Imagen: El Hermitaño)

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