11 de diciembre de 2011

Destinos impropios



Habitamos un extraño universo de casualidades, accidentes y coincidencias sin explicación racional ni esperanza ninguna, pues, de comprensión. Agazapado tras ese escenario aparentemente casual debe medrar, es un suponer, alguna instancia superior a todo ser imaginable, que sea responsable, o al menos garante, de este lío vital llamado existencia. Él nos fía una vida, a priori abierta y libre para que la gustemos al albur de nuestra elección, pero que parece sugerida, cuando no a veces directamente dirigida, por su acción. Puede que para bien; o quizá para mal. Pero el efecto, la consecuencia de tal acción (al fin, aquello que somos) no puede deberse, creo, a la mera superposición de vivencias aisladas, sin nexo causal ni propósito alguno. O sea, que soy lo que soy gracias (o por desgracia...) a algo que no soy yo, ni que de mí depende.

El rock apareció en mi vida bastante temprano, hacia los cinco años, saliendo por los altavoces de un viejo tocadiscos comprado por mi padre en Tenerife, donde hizo la mili a principios de los setenta del siglo pasado. El trasto aún funcionaba, por suerte (lo de antes duraba, ya lo sabéis...), y en la febril emoción de la infantil ignorancia escuchaba a mi padre, en su día batería de un grupito local que no pasó de los ensayos en el garaje, mientras me comentaba algunos trucos y automatismos que los rompeparches debían seguir. Algo así como: “repica sólo cuando se cambia el ritmo, o entra o sale algún instrumento o voz...”, o “conviene pisar el bombo en armonía con el bajo”, o “¡Escucha!, le da al bombo una vez, y a la siguiente dos...”, etc. Tampoco es que él supiera demasiado (más bien poco, ya que tocaba de oídas, como la mayoría), pero yo me asombraba de que supiera “leer” esas cosas en las canciones y le atendía embelesado, como si fuese el más grande experto en la práctica percusionista.

Algo más tarde, rozando la década de vida, ya tenía tanta música atravesada en el interior que necesitaba sacarla fuera, copiando lo que hacían esos bateristas profesionales y tratando de obtener algo remotamente similar a “sonidos”. Tamborileaba sin cesar los dedos en el pupitre de la escuela, mientras la profesora enseñaba las raíces cuadradas, y en casa me colocaba unos enormes auriculares, tan pesados que hacían oscilar mi impúber cabezota, mientras mis pies seguían (es un decir...) el compás de la música escupida por los surcos.

Cuando tenía unos once años estaba chiflado por la música. Ahora sonrío cuando recuerdo aquello, y entiendo bien que los vecinos de abajo se quejaran en alguna ocasión por las molestias... el caso es que el viernes por la tarde, cuando terminaba la larga semana de colegio, era el tiempo del concierto. Cerraba la puerta de la salita, acercaba las cuatro sillas, dejaba a un lado la mesa, me ajustaba los auriculares gigantescos y movía la palanca de encendido del viejo tocadiscos... asía dos baquetas antiquísimas (de hecho, eran trozos de ellas, pero aptas para mis manos pequeñas...) y, cuando salía la música, aporreaba las almohadillas de las sillas, como si fueran una caja, dos timbales y el base... por su parte, los respaldos de las sillas, de madera, hacían las veces de platos, y mi pie derecho se imaginaba que pisaba el pedal de un bombo, mientras mi mano izquierda blandía el aire donde se suponía que debía haber un charles... Y así comenzaba el conciertazo, en la que un mocoso sin granos aún en la cara plagiaba las composiciones de Dire Straits, Texas, Joaquín Sabina, un extraño (pero buenísimo) grupo africano llamado Osibisa, incluso los discos propios de mis padres, fuera Miguel Bosé o Víctor Manuel.

Me parece haberlo comentado alguna vez, pero lo contaré de nuevo: a los doce años me uní a dos o tres amigos de clase, que compartían inquietudes musicales (o sea, que no tenían ni idea del tema, pero que les picaba el gusanillo...), y formamos (si así puede decirse) un grupito, al que bautizamos como Rayos X. En clase, lo recuerdo como si fuese ahora, dibujábamos cada uno nuestro instrumento (yo la batería; Rafa la guitarra; Ximo el órgano...) en las hojas finales de las libretas, y en ocasiones nos reunimos por la tarde, mientras el día llegaba a su fin, en las escaleras de la entrada del juzgado, donde dimos forma (una manera de hablar...) a una canción, que a Dios gracias no ha sobrevivido... porque tuvo que ser un engendro, claro. Al poco, conscientes de que éramos totalmente ignorantes, dejamos margen al grupo y la idea se diluyó, aunque hace poco he sabido que uno de nosotros toca el bajo de forma profesional, y que va de gira en formaciones esporádicas y participa en orquestas de pueblos. Como se ve, lo que es un impulso infantil puede muy bien convertirse en trabajo, pasión y vocación, con un poco de suerte.

Yo no la tuve. Como es lógico, empecé a darle la tabarra a mi padre para que comprara una batería. Fuimos a algunas tiendas (en una compramos unas baquetas que aún conservo...), pero las condiciones económicas de mi familia por entonces eran bastante comprometidas (un mero periodo pasajero, por fortuna...) y no pudo ser. Mi padre lo ha lamentado siempre, pero la prioridad tenía un nombre: comer. Y ante una disyuntiva tan clara, no hay opción. Crecí ansiando la batería de marras, y desgastando los escritorios de tanto tamborilear encima, hasta que hace justo un año la adquirí, por fin. Tarde, como siempre, pero hecho, al fin.

¿Qué hubiese pasado de poder poseerla entonces, en mis años de mozalbete? ¿Habría seguido los pasos necesarios para ser un profesional, o hubiese arrinconado el instrumento al poco tiempo, aburrido y consciente de que aquello, después de todo, no era lo mío? ¿Y qué hubiera sucedido con mis hobbies y mi vocación, que nació justamente a partir de ese fracaso musical? ¿Habría sentido con igual fuerza la llamada de la palabra escrita, el gusto por la lectura y el ardor por entender el Universo? ¿Me habría convertido, andando el tiempo y por así decirlo, en un ermitaño, de haber persistido en la tarea musical? ¿Qué porción de mi yo actual hubiera sobrevivido a ello? ¿Quién sería yo, en definitiva?

Tal vez esa pobreza temporal lo permitió. Tal vez soy así por ella. Un pequeño giro en la economía doméstica y el devenir final barre otro, imaginado y deseado. O quizá, después de todo, hiciera lo que hiciera estuviese predestinado a terminar aquí, y ahora. Nadie puede saberlo.

Quizá fue Él actuando, de nuevo. Dirigiendo. Ayudando (o impidiendo...).

Es, tan sólo, otra gota más que añadir al mar de misterios en donde vivimos...

(Imagen: El Hermitaño)

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ash! Me puse a la reflexión con tu relato y tus preguntas existenciales y existencialistas. Y he caído en ese meollo profundo ahora. Y pienso en un amor que no fue consumado. Y sudo frío imaginando qué hubiera sido si en aquellas veces de mi vida el pánico no me hubiera invadido, cuando drogada charlaba con ese amor platónico y era una inexperta de mí. Creo que más de una luna hubieramos vivido, que la inocencia, la pasión y la experiencia se hubieran complementado en comunión y creatividad. Y yo entonces hubiera sido su musa. Y sus versos hubieran sido diferentes probablemente, aunque con el mismo tacto de sutileza que le es propio y le pertenece.
En fin, ya me callo.
Bonito relato, hermitaño.

elHermitaño dijo...

No te calles, no, que tus palabras merecen ser escuchadas... :)

Me alegra que te haya gustado, amiga anónima.

Un saludo y gracias por tu visita.