28 de enero de 2014

Lo que se recordará...



Llegamos a la casa a media tarde, con el sol ya declinante. El viento era suave y la estrella aún irradiaba con fuerza, brindando un ambiente cálido inusual para un 31 de diciembre.

La casa nos fascinó. Rodeamos sus muros, reconocimos el buen gusto del propietario y descansamos en el exterior, junto a la entrada. Entonces vimos los almendros. Traíamos pasas y avellanas, pero la tentación de abrir allí mismo, y paladear frescas, las almendras fue irresistible. Tomamos una roca plana y, recogiendo las que habían caído sobre la hierba, empezamos a merendar.

Tras el ágape, mirando el ocaso de la estrella, que los cirros velaban, nos abrazamos y, quizá también, sentimos que algo no andaba bien... El frío llegó, y decidimos regresar.

Pero no podíamos partir sin agradecer al patrono de aquel paraje que nos hubiera alimentado el cuerpo y el alma tan generosamente. Así que le escribimos una nota, que dejamos bajo su puerta con una piedrecita encima... Le dábamos las gracias por tan suculenta merienda y, le decíamos, esperábamos que pudiera disfrutar con salud de aquel encantador refugio.



La estrella quería marcharse ya, descansar más allá de las montañas, así que recogimos, hicimos una pequeña reverencia ante aquel sepulcro sagrado, por todo lo que nos había dado, y continuamos el camino, juntos. Murió el viejo año mientras nos mirábamos a los ojos; y entró el nuevo del mismo modo.

Pero supimos que no todo era rosa. Había en el aire una inquietud, que se ensanchó poco a poco. Y uno de nosotros vio una diferencia demasiado grande entre todo lo que recibía y lo que podía dar. No era posible.

Altea, las calles empinadas, los hogares blancos, las aventuras, los panecillos, la música, el puzzle, los besos sonoros y casi eternos, el incienso, la complicidad, los caminos recorridos juntos, la cocina humeante, los sabores y sonidos deliciosos, el ronroneo de Canelito (héroe de mi vida...), las carcajadas, las velas, la 'Duranta', el silencio de aquella casa preciosa y acogedora, las charlas hasta la madrugada, las montañas, los paseos nocturnos, los ojos puestos en el cielo, el mutismo compartido, las bromas, las miradas... y el amor.

Tras todo ello, sólo queda decir:

Meg, te quiero y jamás te olvidaré.

(Imágenes: El Hermitaño y Meg)

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