23 de septiembre de 2006

La lluvia, de regreso



Hoy ha regresado la lluvia, compañera bienvenida, dando la entrada al otoño, que hoy, astronómicamente hablando, comienza. En cuanto he visto esas nubes negras, amenazantes, he huido enseguida a las montañas a mojar el rostro con esa agua bendita que viene del cielo; no hay sensación igual.

Una vez allí oía, en la distancia, a los rugientes truenos, la voz encolerizada de un dios en las alturas. Me he deslizado entre naranjos para recibir gotas de las ramas bajas, absorbiendo ese aroma inconfundible y único de terreno mojado. El cielo era un tapiz oscuro, tenebroso, portador de una luz extraña. Por mucho que he escuchado, nada he oído entre los árboles, ningún pájaro desprevenido, ningún conejo hambriento. En un momento dado, he elevado mis brazos al firmamento dando gracias por ese instante de pureza, de total conexión, de abrumada unión con lo que allí había.

Tras unos minutos mágicos, en cuanto he abandonado los campos buscando el camino de retorno, la suave lluvia se ha convertido en agüacero, que se ha cernido implacable sobre mí; el torrente de agua era intenso, majestuoso, colosal. Apenas he tenido tiempo de subir al coche, calado hasta la médula. Al llegar a casa (es decir, a mi otra casa...), me he quitado la ropa y he contemplado por la ventana los últimos coletazos del fenómeno, un fenómeno, la lluvia intensa, que apenas recordaba ya.

Ahora veo oscurecer con el ánimo encendido, el espíritu anhelante por volver. La lluvia, como decía alguien a quien ya no recuerdo, junto con todas las otras maravillas de la Naturaleza, es el verdadero regalo que viene de Dios. Todo lo demás es una estafa.

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