
Mi abuelo siempre ha sido hombre activo. Le molesta arrellanarse en el sofá demasiado tiempo, dormir más de la cuenta o perder tiempo viendo la televisión o jugando a las cartas. El día que mi padre, sin apenas un duro en la cartera, pudo agenciarse una pequeña parcela de tierra bajo la sombra del Castell de Bairén, en una zona húmeda cerca de la playa, el abuelo Jesús fue uno de los hombres más felices del mundo. Así podía levantarse temprano por las mañanas y cargar las herramientas, que facilitan el trabajo manual, en su bicicleta oxidada y dirigirse hacia ese terreno, por entonces aún vacío.
Me viene a a la memoria que, cuando tuve cinco años, cambió la bicicleta por una furgoneta Renault 4 (fui con él a recogerla al concesionario, estoy viendo, como si fuese ahora, su sonrisa y su puro en la boca), blanca y con un gran maletero, en el que reposaron a partir de entonces los cachivaches, artilugios y demás utensilios para labrar la tierra. Más tarde, canjeó la Renault por un Seat Panda, color azul chillón, pero nunca me gustó; aquel furgón destartalado, en cuyo interior siempre olía a hierbas, rocío y al esparto de los capazos, nos llevó en más de una ocasión a pasar la Pascua por las montañas de Marxuquera, a la playa, a dar vueltas por las carreteras secundarias... parte de mí mismo nació y se hizo en su seno, entre sus duros asientos y la caja trasera, donde me solían acompañar cajones de naranjas, tomates y otras frutas y hortalizas.
En aquella finca, que contó al poco con una diminuta vivienda hecha con cañas y palmeras, pasé algunos de mis mejores años. En la parcela contigua había una pareja con dos niños, y más allá otras familas, todas sencillas, generosas y amistosas, que se sumaban a nosotros (abuelos, mis padres y hermana, tíos...), o a la inversa, y gozábamos de unas paellas como jamás se han vuelto a tastar en esos lares. Las tardes, que se estiraban mucho más que en la actualidad, casi hasta la eternidad, nos permitían a los peques jugar con los montones de tierra, con palos, perseguirnos o llenar nuestros camiones de plástico con las frutas maduras desechadas. En verano cogíamos cubos y, rebosantes del agua de un pozo propio, espolvoreábamos con ese fresco líquido nuestros chicos cuerpos, atemperando un calor pegajoso y atontante. Llegábamos a casa completamente cubiertos por una espesa capa de polvo; entonces la madre nos regañaba, claro, pero nunca lo hacía cuando estábamos allá, en la marjal. Sabía que untarnos con la materia, confundirnos con la tierra, era vivir. O si no lo sabía, lo intuía.
Posteriormente, ya crecidito y algo errabundo en mis intereses personales (dudaba entre estudiar una carrera, volcarme en alguna profesión como panadero [mi padre y abuelo lo habían sido] o sacarme un título profesional y largarme al pico de una montaña como vigilante... ), pasé unos meses con mi yayo aprendiendo algo sobre cómo manejar la tierra; plantar, regar, adobar, restaurar desperfectos, esperar el momento para la recolección... pero en realidad fue poco lo que supe hacer por mí mismo; es, mi abuelo, un ser tan nervioso y enérgico que, dada mi natural torpeza manual, se impacientaba ante mis yerros y acababa siempre por rematarlo todo él. Me irritaba su destreza, la habilidad de sus manos callosas y endurecidas, oscuras y manchadas por el sol. Las mías, lozanas pero aún por desgastar, llenas de energía pero ineptas, no casaban bien con el terreno. Aún no he vuelto a manchármelas de polvo y barro tan a fondo como entonces; pero ellas ya lo necesitan, y yo también. Tras una jornada trabajando lo que está a nuestros pies uno siente una cierta comunión con lo que pisa, y aquello que permanece sobre nuestras cabezas.
Cada día, en verano, cuando paso en dirección al (odioso, suerte que sólo es temporal) trabajo con el coche por la entrada que aboca a esa minúscula propiedad, ya cercada y abarrotada de árboles frutales (limoneras, naranjos, higueras...), verduras y hortalizas (no las cito, es una lista demasiado larga... mi anciano predecesor suele aprovechar cada cachito disponible de espacio), cuando paso por allí, decía, mi mirada se tuerce hacia ella, esperando ver allí el "azulete" de Jesús, como solemos llamar a su nuevo y austero vehículo. Espero ver a un hombre mayor, sin cabello, y ahora con un marcapasos junto a su corazón, cavando la tierra, secándose el sudor, impasible ante el calor y los mosquitos.
Y, en muchas ocasiones, la idea de girar e ir hasta allí, olvidándome de la playa, abarrotada y llena de mediocridad, del trabajo que molesta e impide llegar a ser humano, de la obligación que de forma u otra me autoimpongo, me seduce. Olvidándome de todo ello, me desvió y penetro en ese templo del disfrute, del recuerdo y de la emoción. A los pies del Bairén noto brotar de nuevo la vida, como antaño, cuando sólo valían algo las risas, el juego y la aventura, cuando saltar una verja era todo un universo por descubrir y un camino polvoriento la ruta a la felicidad.