27 de octubre de 2009

La Mallada del Llop



Imagina el mundo de antaño, ese ambiente, ese medio y ese aroma ya perdido y nunca recuperable. No retrocedas demasiado; unos sesenta u ochenta años son suficientes. Imagínalo: multitud de dificultades, amarguras y tristezas, pobreza, incultura, escasez y padecimientos. Había un sinfín de carencias en tiempos así; pero, al mismo tiempo, una reserva enorme de experiencias inolvidables, un depósito sustancial de visiones, nociones y silencios ahora tan sólo concebibles por el recuerdo, la imaginación (poderosa pero imperfecta) y las huellas del pasado.

La Mallada del Llop, crestería de rocas y abrigos inmemoriales, transporta a un tiempo antiguo en donde no existía, no ya la televisión o los móviles, sino siquiera el papel, la tinta o la idea misma de escritura. Algún gracioso ha querido devolver la magia de esa otra época pintarrajeando en los recovecos rocosos, con lápices de colores perecederos y volubles al tacto, unas figuras antropomorfas de largas extremidades y brazos en alto, como exultantes ante el mero acto de vivir. Aunque se trate de imágenes falsas, por cuanto han sido rubricadas en tiempos presentes, es de suponer que, en efecto, quienes lograran alcanzar aquella altura sobre el valle y admirar aquella mole gigantesca que parece elevarse al cielo y rozar las nubes sentiría un gozo indescriptible, un sentimiento de triunfo y bienestar, y es muy posible que la mejor forma de celebrarlo fuese dejando constancia de su pericia con las tinturas animales sobre un fondo de roca madre.



El tiempo muere allá arriba, como en toda cumbre que se alza sobre la muchedumbre y lo mundano. A casi un kilómetro y medio por encima del mar, que se extiende remoto y como estático en la lejanía, cada segundo es una eternidad, y el tiempo mismo abandona su realidad. Mientras, un apacible ganado bovino pace a tu lado, construyendo una compañía silenciosa y compresiva, no agresiva ni desconfiada. Tras el ágape principal, recorriendo las laderas en busca de forraje fresco, descansan en una loma masticando hierbajos, en grupo, gregarias por naturaleza, y por gusto. No hay pastor alguno; las buenas mansas saben adónde ir, y cuándo. Eso se llama sabiduría, y es la que de verdad importa.

Hace ochenta años -y puede que bastante menos- algún señor ya entrado en la buena edad, con barba blanca y zapatos gastados, y usando un bastón de apoyo, solía subir hasta la Mallada en busca de hielo puro, que conservaba en una nevera natural gigante al resguardo de la luz solar; llevaba consigo, el hombre, a su fiel y humilde burro, cuyas alforjas bajaban hasta Famorca rebosantes de agua congelada, muy apetecible para los calurosos días de verano en el valle contiguo. Además el depósito de hielo contenía, bien conservada, la carne de animales muertos tiempo atrás, que en ocasiones se pedía en pueblos para banquetes o fiestas. En años que desconocían algo tan prosaico hoy como un frigorífico, el papel de las neveras naturales era fundamental. Mientras uno permanece en la Mallada casi puede ver subir, con lentitud, a ese señor imaginario con su borrico, en busca de la preciada agua sólida...



La sensación de echar la vista alrededor y percibir que sólo el cielo azul está por encima de tus ojos, y que lo demás, el todo terráqueo, descansa a tus pies, como tuyo, como algo de todos, y de nadie al mismo tiempo, es inenarrable. Pequeñas manchas blancas, donde se apiñan las almas, salpican los valles; largas y estrechas sendas abren caminos a pies y vehículos, ávidos por recorrer trayectos; el aire huele a pureza, a sequedad de altura, a pino y a cagarruta bovina seca. Todo resulta atractivo, estimulante, agradable; incluso el viento, que azota testas y nos hace perder sombreros de paja, tiene su propio encanto: el sonido, su furia, delata que aquellas son tierras inaccesibles, no aptas para cualquiera.

La despedida no tiene lugar. No hay adiós a las alturas, ni separación entre ella y nosotros, porque hemos extraído un pedazo y la llevamos en nuestro interior, donde permanecerá latente hasta el momento que podamos regresar hasta el lugar donde siempre cabría estar. Marca el sol su hora, la de su retirada; bajamos, lo sentimos y coincidimos en afirmar, mientras el cielo desprende tonos ocres, que aquella es una guarida, si no de lobos, al menos sí de solitarios esteparios, que no saben lo que es vivir sin amar lo que les rodea. Y, por tanto, ya que allá nos sentimos como en casa, no hay más que hablar.

Uno siempre volverá a la lumbre de su hogar. Y siempre la añorará.

(Foto: el Hermitaño)

3 comentarios:

M. Domínguez Senra dijo...

Qué aire tan cristalino y qué luz tan nítida dejan ver las fotos y el texto. Una delicia.
Te envío un beso grande.

Carlos dijo...

No conocía ese sitio; he tenido que buscar Famorca en Internet para ver por dónde está. Bonita travesía; que envidia sana me das ;-).
Por cierto, por aquí, entre Gandia y Barx, creo que también había otra nevera natural. Creo haber leído que la iban a restaurar o arreglar un poco; ¿sabes por dónde está?
Gracias, y saludos.

elHermitaño dijo...

Carlos, pues la verdad es que yo también hallé el sitio buscando en internet; conocía la zona, pero no si había alguna posibilidad de alcanzar las cumbres. Y resultó que así era. A veces la red nos descubre cosas fantásticas; hay que tratar de aprovecharla.

Lo que mencionas de la nevera, pues algo he oído, pero no sé muy bien por dónde queda. Será cuestión de explorar un poco el tema...:)

Gracias por tu visita, Carlos, y gracias a ti también, Marta, por tus palabras.

Abrazos a ambos.