20 de mayo de 2010

Nosotros (y ellos)



A veces pienso qué fue. O quién. Qué o quiénes me impulsaron a no seguir; a no dejarme deslizar hacia allá; a girar la cabeza en otra dirección; a decir “no”; a pensar que había otra forma de hacer las cosas: a, en resumen, no ser como ellos. Algunos momentos que me indujeron a hacerlo, a no seguir lo que se solía seguir, a no pintar nada en el cuadro social imperante, los recuerdo nítidamente, como me acuerdo de ciertas personas que facilitaron (o complicaron, para bien) las cosas; a esas personas, de hecho, jamás las podré olvidar.

Debía tener unos doce años, quizá trece recién cumplidos. Mis compañías, vistas con la lupa del tiempo, no eran demasiado prometedoras: holgazanes, fracasados académicos (yo era uno, no nos engañemos), adolescentes con vespinos, tipetes duros del tres al cuarto, y algún que otro ocasional individuo singular, que brillaba algo, pero cuya luz, ciegos mis ojos, yo todavía no percibía. No había miga alguna entre todos ellos, y yo tampoco valía apenas nada, aunque ya empezaba a hacer cosas ligeramente pintorescas, como coleccionar fascículos de astronomía o leer novelas de Stephen King, y me atraía la idea trabajar de observador de los cielos en un remoto pico andino, si no terminaba tocando la batería en algún grupito de la urbe... Esto, sin embargo, estaba aún dentro de mí; no había brotado al exterior, por miedo, porque sonaba demasiado “raro”. No lo veía a mi alrededor, no había nadie con quien compartirlo; eran cosas excéntricas, que no mencionaba a nadie, excepto la quimera del rompeparches (no en vano, un par de años atrás había tratado de formar un grupo con otros amigos... incluso nos pusimos nombre, “Rayos X”, o algo así, xD).

Un día, en el portal de mi casa, nos reunimos cinco amigos (ahora entiendo que es incorrecto llamarles como tales, pero entonces lo eran, o así lo suponía yo...), tres de ellos con sus cacharros de dos ruedas a motor, negras, relucientes, incitantes. Me gustaron, me atrajeron, las quise de inmediato: acelerar por las calles serpenteando entre los coches, echando humo, haciendo ruido, llevando (tal vez) a alguna amiga en la parte trasera, que se apretara a mi espalda, mientras atravesábamos el pavimento agrietado de la ciudad... la visión fue grandiosa, como de libertad desconocida, como una dimensión nueva que promete aquello que antes ni siquiera habías soñado. A partir de entonces olvidé la astronomía, los cielos y la inquietud por molestar al vecino con mis ensayos ruidosos. No eran propósitos incompatibles, desde luego, pero por unos días aquello que tan arraigado estaba en mí no echó más raíces; murió, desapareció, se quebró. Sólo pensaba en chicas montadas en el ciclomotor, llevarlas a bailar, ser un macarra, y dedicarme a un trabajo cualquiera. Los sueños fueron sustituidos, las ilusiones cambiadas, y los apetitos pretéritos arrinconados. No era nada malo, en absoluto, pero sí muy del montón, conforme al gusto de los que me rodeaban (amigos, ambiente, escenario social...), y muy acorde con lo que se supone que debes llegar a ser, si nunca te has planteado las alternativas existentes (o, incluso, si éstas existen).

Le pedí a mi madre, tras unos días de intenso deseo agitándose en el pecho, un artilugio móvil como aquellos que lucían mis compañeros. Se lo pedí entusiasmado, como nunca le había solicitado nada, y aunque sospechaba ya una negativa por motivos económicos, a la que debería hacer frente con toda mi capacidad persuasiva de adolescente, su respuesta a mis súplicas fue tan inesperada que, con un simple ademán de su mano y una frase que no olvidaré mientras viva, me dejó anonadado: “te gusta [la moto] porque la tiene David, pero en realidad no la quieres”.

Nunca, ni antes ni después, ha dicho jamás mi madre algo tan auténticamente cierto, tan genuinamente preclaro respecto a mi pensamiento. Nunca dio tan en el clavo, ni nunca supo, de hecho, el favor tan gigantesco que sus palabras, resonantes durante semanas en mi cabeza, causaron en la mente de este ermitaño en sus tiempos escolares de muchacho melenudo y desgreñado.

No dijo que rechazaba la idea de comprar ese cacharro con ruedas, sino que yo no la quería: o sea, me entendió mejor que yo mismo (ahora lo comprendo, entonces no inmediatamente), supo avistar qué era yo y lo que deseaba en verdad (para eso están las madres, eso es ser una madre), más allá de las apariencias, de la fiebre de un día, del ansia juvenil, intensa pero mudable. Quizá porque me había visto merendar mis gofres mientras visionaba un documental de astronomía, una vez más entre varias miles; o porque recordaba mis conciertos del viernes por la tarde, aporreando las sillas con mis baquetas infantiles emulando a Pick Withers. Por el contrario, cuando le pedí un telescopio tiempo después, me aseguró que trataría de conseguírmelo más tarde (al fin lo compré, con mis medios, a los dieciocho años), y lo mismo con la batería (ésta aún está en el limbo, pero llegará, a no tardar mucho).

Ahí radica la clave: mi madre reparó en qué era producto del ambiente, de las influencias, del mundo del más allá, que no nacía por mí mismo, de mis mismas inclinaciones, sino del entorno, del grupo. Desechó mis apetencias momentáneas, producto de un pasajero interés, pero garantizó realizar (o al menos tratar de hacerlo) las que llevaban fermentando en mi espíritu durante años. No estoy seguro de que fuera consciente del valor de sus palabras. Pronunciada en la encrucijada crítica de todo hombre que aún no lo es, en ese punto abierto a mil mundos que es la adolescencia, la frase materna me despertó, espoleándome (aunque de nada sirviera para llegar a ser astrónomo ni batería de rock) a perseverar en aquello que me hacía sentirme bien, a mantener mis gustos, pese a su excentricidad, pese a ser propio de “raros”, aunque todo a tu alrededor luchara contra ello, tratando de destruirlo.

Ahora pienso donde podría estar, en qué se habría convertido mi “yo” si, en lugar de aquel “no” categórico, mi madre hubiese sido más indiferente, más indolente, más quizá como las demás madres y padres, y hubiese accedido, dejando a la puerta de la entrada de casa una de esas máquinas chirriantes (que hoy tanto odio...), quizá haciéndome feliz cinco minutos y desdichado el resto de mi vida (aun sin saberlo, ni ella ni yo). O puede que no fuera de esta forma, después de todo. Quién sabe.

Nuestra existencia se nutre, para configurarse como tal, de momentos así. Son millones los caminos que no seguimos, las decisiones que no tomamos, las alternativas que omitimos, y las opciones que desechamos. Es la magia del ser. Lo que cuenta es mantenerse fiel a uno mismo, desafiar lo otro, plantarle cara, sonreír, y seguir avanzando. Ya lo sabéis, ¿verdad?

Resistid. Que nadie elija por vosotros. No lo permitáis jamás.

(Fotografía: El Hermitaño)

2 comentarios:

La gata sobre el tejado dijo...

Me encantó!! Hacia un tiempo que no te dejaba ningún comentario.... despues de desaparecer, no sabia muy bien porque el comentario se resistia.

Tenemos que decidir, pensar, ensimismarnos (como decias tú en un anterior post)y sobretodo, resistir, y ser siempre uno mismo.

Un beso, ahora, mediterraneo...

elHermitaño dijo...

También me pasa a mí a veces con tus poemas, amiga. Los leo, me gustan, y los disfruto, pero no consigo sacar palabras adecuadas que les hagan justicia...

Tal vez sea mejor, en ocasiones, dejar aparte las palabras, y aunque sea una presencia callada, mantener el mutismo.

Pero, por supuesto, te agradezco mil veces tus palabras aquí... ;)

Besos para ti también, felina. Te esperamos.

Un abrazo.