23 de mayo de 2010

Un tesoro (olvidado): subida al Molló de la Creu



Vista así, desde el suelo firme del valle de Marxuquera, la cima del Molló de la Creu parece inalcanzable. Empinada, enconada, como un cucurucho rocoso y gigantesco libre de huellas humanas. Pero, en absoluto. Su cúspide es accesible, su falda agradable de recorrer, y el trayecto hasta su punto culminante se convierte es un paseo que, si bien no exento de cierta dificultad para los que no suelan hollar tierras elevadas, ofrece al caminante (sobretodo si acude allí solo, como buen montaraz y amante de las montañas) uno de esos tesoros olvidados que preñan la comarca, sin que casi nadie lo sepamos.



Desde su vertiente sur, la cima se redondea, el camino se delinea mejor, y la sensación de verticalidad desaparece. Entonces te rodea un bosque bajo de zarzas y matorrales, flores y vegetación exuberante, incontables depósitos de color y perfumes montañosos. A paso lento por una senda estrecha pero bien marcada (excepto en un llano pedregoso, a medio trayecto del pico, donde se difumina y pierde su identidad), ascendemos sin prisas aspirando ese aroma típico del monte, que despeja narices y espíritus.



Llega el momento del descanso. Apartas la mochila, abres la botella, echas un trago, diriges la mirada alrededor tuyo... y en ese entreacto de quietud física captas, sientes y entiendes por qué has elegido ir solo, y por qué allí, en medio de esa nada arbustiva en la que no hay alma humana a la vista, excepto en la hondanada que descansa allá abajo, a una eternidad de espacio. No llevas teléfono (blasfemo sería su sonido en tales picos vírgenes), apenas nadie sabe que andas por tales alturas... un ligero resbalón, un pie mal apoyado, un momentáneo error de cálculo entre roca y roca, y el despeñe es sensacional... Y la muerte, próxima. Fantástico.



Por sorpresa aparece, mirando más allá de tus pies, una pequeña ventana libre de montañas, permitiéndote contemplar tu hogar, que no es más que un mero parche de color granate extraviado junto a otros muchos. Allí reposan tus gatas (a alguna la echo de menos de vez en cuando...), el tiempo perdido (luego bien ganado), y también una parte de tu propia existencia, lejana, actual, y por venir. Ansías volver, pero aún no es el momento. El calor achicharra mi pescuezo, las zarzas atraviesan la piel de mis piernas (despiste de principante, echar al monte con pantalones cortos...), y el sombrero de paja apenas resguarda de la poderosa estrella. Mas hay que seguir. No porque haya recompensa, o porque con la cima se consiga algo, sino porque lo piden los músculos, las fibras, y las células... hasta la última partícula de tu ser.

Y, por fin, el fin es el principio. Llegas. La coronas. El cielo se despeja. Nada por encima de ti más que el azul libre de nubes. Te descalzas, dejas que las brisas invadan tu cuerpo, y hasta casi te desnudas (estaba solo, ¿qué más daba?). Realizas un travelling circular. Completas, también, un círculo en torno a ti mismo, sin cámara, sin mirar, sólo hacia tu intimidad. Después, extraes el bocadillo, y mientras masticas, con parejas de mariposas retozonas amenizando la visión, tarareas unos himnos de los Beatles, y te ríes de esa locura, de eso que haces sin nadie más. Como casi siempre.



El Montdúver mira de cerca con su arrogante altura, pero su sendero hasta la cumbre, bien asfaltado, amplio y sin tropiezos, es aburrido, repetitivo y tan transitado que casi carece ya de atractivos. El Molló, por su parte, desafía, invoca, y causa respeto. Es un hermano menor de aquel, pero sólo con relación a niveles o elevaciones. Porque si uno quiere estar solo, en verdad, sin molestias ni tropiezos (aunque, lo reconozco, un encuentro con una bella dríade me hubiese venido muy bien...), lo mejor es huir de sendas asequibles y facilonas. Y el Molló, con su pirámide rocosa, amaga un itinerario singular, exento de presencias incómodas, y apenas a un tiro de piedra.

Es un tesoro, en efecto. Tesoro cuya recompensa se ofrece, como lo hace toda montaña, no al rematar su cima, sino antes incluso de iniciar el camino. Porque la satisfacción no está (o no debería, a mi juicio) en ella, en su cúspide, en llegar allí y hacer la foto de rigor, sino en descubrir qué somos, y en qué nos convertimos, cuando pisamos sus piedras, atravesamos sus zarzas (el dolor es el ingrediente principal de la dicha) y echamos un vistazo a ese mundo enorme que se extiende desde el pico hacia el infinito y, en él, nos reflejamos.

La montaña somos nosotros. Y ella vive, también, en nuestro interior.

(Fotografías: El Hermitaño)

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