16 de julio de 2010
¿La encontré?
Estas cosas son cíclicas; me tropiezo, con ellas, cada cierto tiempo, con una periodicidad sorprendentemente exacta. Parece que la Providencia gusta de brindarme su aparición inesperada siguiendo un patrón temporal algo lato, pero no tan dilatado como para que las olvide por completo. Vienen y van. Se introducen, se engarzan en tus fibras, sueñas con ellas, y entonces desaparecen. A veces lo quieren ellas; pero nunca tú.
La primera, la inicial de esta serie recurrente, hizo su aparición cuando dejé de estudiar y me dediqué a ser, hace ya más de una década; la última me ha cautivado hace un par de días. Todas tienen bastante en común: despuntan, deslumbran, fascinan, tienen ese “algo”, un “resplandor”, una emanación que las hace distintas, que les hace ser únicas. Sólo puede sentirse, no explicarse. Estás en una habitación con otras veinte féminas, algunas verdaderamente imponentes, pero no les prestas más atención que a una boñiga de cabra: sólo a ella, a aquella que brilla. Ésas son; brillan tanto que eclipsan.
¿Por qué? En este postrer caso, tal vez por su forma de entrar en el aula, iluminando la estancia, sin necesidad de electricidad; tal vez por cómo se recoge el pelo, o como dormita, descarada, mientras se explica la lección. O porque, inquieta, siempre trata de compartir, de hacerte partícipe de su mundo. Quizá, también, porque brotan de ella mil ideas, algunas adorables, otras triviales, pero cuya fuente no parece agotarse nunca. Tal vez porque siempre tiene algo que decir, porque todo le importa y, al mismo tiempo, parece indiferente, mientras observa las traviesas del techo y bosteza poniendo los ojos, esos ojos de dos colores, en puro blanco.
Cuando hablas con ella (ellas dan siempre el primer paso, recordad otra de sus particularidades...), tales ojos chisporretean, juguetones. Uno, negro como el cielo, invita a recorrer los mundos del más allá; el otro, castaño como la tierra, seduce para hacer de ésta un paraíso. Su voz es fuerte, pero no carece de cierta dulzura. Departe con todos, sus palabras suben y bajan, impregnan las paredes y hace volverse a los que tiene cerca. Sabes que en ella hay un universo de posibilidades, algunas sublimes. Te escuchará siempre, te mirará hasta el fin, puede que incluso te siga (y tú a ella) hasta que se termine el camino.
Mientras las demás arreglan sus joyas, miran sus curvas y tratan de que no se les arrugue el vestido, ella subirá a su escoba y explorará la noche. Guiñará un ojo (¿el negro, el pardo?) a la Luna, acariciará a Vega, acompañará al Cisne en su vuelo nocturno, buceará en el brazo de Sagitario y aguardará la salida del Sol.
Después, cuando el terremoto cede y sólo queda un mero temblor emocional, piensas si será para tanto. Si, de haberla escrutado mejor conociendo algunos de sus arcanos personales, no te hubiese defraudado, como con tantas otras ha ocurrido. Pero para entonces ya ha desaparecido, ya se ha montado en su escoba y surca el cielo, rociando la patria del firmamento de singularidad y locura, de sonrisas y excitaciones, emborrachando y dejando con la miel en los labios.
Como todas ellas, acaba por seguir su camino. No las puedes apresar, igual que el agua que mana de un surtidor. Llenan todo y luego te vacían, dejan un hueco, y sólo puedes anhelar el encuentro siguiente. Que sabes que llegará, en algún momento. La rueda regresará al lugar de partida, volverá a haber otra “ella”, hechizante y rompedora. Cuando, nunca lo sabrás. Pero ahí están. Recorre las calles, entra en cualquier parte; aparecen cuando menos lo esperas, cuando no las persigues.
Una entre mil, una entre un millón. Y sólo ella es. Sólo ella.
Ella.
(Fotografía: El Hermitaño)
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