23 de agosto de 2010

El día



Me levanto a las siete y media. No trabajo; no estudio. “Qué gos eres, qué gos...” me suelta mi hermana cuando viene a visitarme. Bueno, quizá sí, pero así me gusta la vida: perro o no, yo sólo vivo. Y así, hasta cuando pueda; hasta que el plato esté vacío, o la soga rodee mi cuello.

Sale el sol. Salva las montañas de levante y aparece, rutilante. Augura un buen día. Otro más. Me desperezo bajo su luz. El gato aparece por lo bajo, refregándose. También él está dichoso; Ra lo enciende todo. Tenues nubes se esparcen por el cielo. La luna se dirige a las catacumbas del mundo, mientras éste abandona su escondrijo nocturno.

El zumo refresca mi gaznate. El pedazo de pan, de ayer, le acompaña. Como mientras el gato palpa con su zarpa una hormiga que transita por los suelos. El sol sube, un poco más. Ya calienta. Hoy nos espera bochorno, mas a un paso tengo la alberca. Diminuta, pero lo justo para el refresco diario.

Agarro la hamaca, los libros y empiezo la marcha. Foucault pesa, quema, languidece. Estimula, sí, pero a pequeños sorbos. Cuesta, las palabras se arrastran, debo parar cada poco. Trago, pero el digerir me atormenta. Ortega, por el contrario, no falla, nunca decepciona. Podrás concederle la razón, o no, pero jamás aburre. Y siempre ilustra, muestra, exhibe un lenguaje, un poderío fraseológico sublime, inimitable. Y todo bien dicho, claro, manifiesto. Será difícil; pero no te engaña. Lo entenderás, aunque no quieras. Así son los maestros.

Después, con la mente tersa por la brisa matinal y enriquecida con las gramáticas ajenas, conecto el aparato. Me quedan un par de capítulos por escribir; y tengo un par de semanas, tan sólo. Debo terminarlo. Es una obligación autoimpuesta. Nadie me lo pide; pero yo me lo exijo. Exprimamos un poco la mollera; demos algo de urgencia a la palabra, como si la próxima comida dependiera de ello. No es así, pero hagámoslo. Hagamos un tour de force, y a ver si, tras la carrera, merece salvarse algo. Si no, ya habrá tiempo de volver a la basseta d´oli, la quietud vital, el vivir lánguido. Pero, ahora, metamos caña al ser. Y después, lo que venga.

Me reclaman. Primero la madre: “Pon un poco de pasta ahí, hijo, que yo no llego”. Desgracias de ser un larguirucho... Estiro el figura desgarbada, pongo el pegote de masilla, un pedazo me cae cerca del ojo, y relleno el agujero. “¿Algo más?”, pregunto. “¿Cuando vas a por el yayo?”, me pregunta ella a su vez. Y, ¡óstias!, sí, casi me había olvidado del viejo... Así que dejo la pantalla iluminada con mis impertinencias, me visto en un santiamén y subo al coche. Arranco y se para. “Bieeennnn”, me digo. Nació en el 93; supongo que le queda poco, ya. Luego, contacto de nuevo. ¿Sí? Sí, ahora vive otra vez.. Salgo pitando, alguien hace sonar el claxon detrás de mí. Algún tocapelotas, seguro.

Llego a la huerta. Él me espera bajo la higuera. Lo de siempre: sombrero de paja, esos pantalones de fontanero, 88 años y una vida que parece eterna. Lleva un par de pequeños cestos con higos, verduras y hortalizas. Y ya ha recolectado las sandías. Se suponía que debía hacerlo yo... En fin, las cargo en el maletero, contemplo aquella tierra tan trabajada, tan llena de todo, de tanto alimento para el cuerpo y el espíritu, y le llevo a su casa. Saludo a mi abuela, que baja a recibirnos. “Gracias, gracias”, me suelta. No las merece, en absoluto. Sólo por el olor al terruño iría a todas horas allí; quizá por eso mismo él, mi abuelo, también lo haga. Porque no hay nada como vivir cerca de la tierra, de una tierra que moldeas con tus manos y que, a continuación, brinda el nutrimento para que sigas vivo y disfrutes de su pitanza. A cambio de un poco de transpiración y dedicación.

Descargo e introduzco las inmensas sandías (unas quince, que pesan más de diez quilos cada una) hasta su lugar de reposo. Él, el abuelo, en el trayecto, no para de repetirme: “Y eso sólo con ocho matas, y además están como el azúcar de dulces”... Le brillan los ojos; se le ve contento, aunque me dice que éste es el último año que planta nada. “Demasiado trabajo”, asegura, mientras se seca el sudor y de la frente y se planta la gorra en su pelada cabeza.

Tal vez el próximo año deba hacerlo yo. Soy el único que puede (por motivos laborales, se entiende), y el único al que puede interesarle (por motivos vitales, se entiende). Pero él, mi yayo, no es buen maestro; como Ortega, es sabio, pero no sabe enseñar como lo hace éste. Bien, ya me las arreglaré, supongo. La tierra es mi próximo lugar de trabajo (y de deleite). Ya se verá, ya.

De nuevo en la casa bajo el Molló, el bálsamo de la balsa, la gracia del agua. Salgo nuevo, chorreando bienestar. La comida rellena mi estómago vacío, carga las pilas de energía y amodorra el organismo. La siesta dura veinte minutos, pero parece la gloria.

Y aún queda medio día por delante. Caminaré algo, tomaré un refrigerio, cazaré algunas zarzamoras, echaré un guiño al sol, perseguiré al gato, soñaré con la que perdí y continuaré dándole a las teclas, en busca de la idea, la palabra, la frase, el párrafo y la página. Y, hacia las ocho, me sentaré en las escaleras, como hago siempre, y veré el adiós de la divinidad. Y así sucesivamente... Un día tras otro.

¿Qué más pedir? Creo que nada. O puede que, tal vez, tal vez...

...¿A ti?

(Imagen: El Hermitaño)

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