2 de diciembre de 2010
Ciclos...
Hoy, dos de diciembre, han rozado el suelo las postreras hojas... Lo han hecho con delicadeza, con gracia, mientras el mistral arreciaba y las despegaba de su enclave arbóreo, el que han conocido desde su nacimiento. Ahora, tapizada la tierra con un follaje amoratado, espera el duro invierno, que hará estremecer los troncos hasta las benignidades de la primavera inefable... Y, más tarde, aparecerán las viandas dulces colgadas como ofrendas para la vista y el paladar...
¿Dónde estaremos cuando aparezcan las primeras hojas, dentro de tres meses? ¿Y cuando se despidan del árbol las últimas, más o menos un año a partir de ahora? ¿Qué será de nosotros, y con quién lo compartiremos, en el instante en que broten los nacientes frutos?
El mar del tiempo es infinito, bañado en aguas eternas. Consuela saber que, una vez marchitos y mezclados con la tierra (quiero decir, nosotros, no las hojas), un nuevo ciclo aguarda para arrancar de nuevo, y que es imparable, como lo es el calor del sol y la luz de las estrellas. No estaremos para entonces, pero puede que de algún modo una parte nuestra permanezca... en los otros, esos que vendrán, que nos enlazarán con el pasado y el futuro.
Otoño, invierno, primavera y verano. Los cuatro jinetes (del génesis, de la creación). Dedicádles un segundo, contempladlos mientras avanzan (por ejemplo, en el curso del sol, en las sombras a mediodía, en los árboles, en las cumbres de las montañas...). Y luego meditad qué vale la pena... hasta dónde cabe llegar. Porque tampoco nosotros nos libramos de él.
Recordad las palabras del gran Robert Plant, en That's the way: "No olvides que todo lo que vive nace para morir...". También, si se quiere, podríamos decir que "todo lo que muere ha nacido para vivir (de nuevo)". Es un ciclo sin fin. Creación y destrucción; amanecer y ocaso; día y noche. Muerte y resurrección.
Y vuelta a empezar...
(Fotografías: El Hermitaño)
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