12 de diciembre de 2010
En la otra dimensión
Últimamente escapo sin cesar de mi choza y atravieso parajes deshabitados y rincones olvidados. No voy lejos; al lado de casa casi siempre está lo mejor. A poco que busquemos hallaremos paraísos perdidos y enclaves de leyenda sin tener que recorrer grandes distancias ni maldecir los aumentos en el precio de hidrocarburos. Quien viaja demasiado lejos huye de algo; nosotros, por el contrario, es ese "algo" lo que justamente perseguimos.
Me juré a mí mismo que sólo me estaba permitido disfrutar del lujo (mi único lujo hasta el momento, antítesis de mi forma de vida austera y frugal en lo material) a condición de que, con él y en él, "crecer como ser". Así de simple. Todavía es pronto para saber si lo he logrado ya. Creo que no; pero esto apenas acaba de empezar.
Me aseguré de mantener a raya a los bancos y empresas crediticias (zorras con ansias insaciables de bocados suculentos...); me obligué a no pedir nada mejor; me dije, también, que una vez la tuviera olvidase, por completo, lo que me había costado. Y lo he conseguido. Nunca he destinado mejor mis (escasos) billetes, y ahora, por mucho que me den las mejores riquezas o las más refinadas joyas, sé que no podría cambiarla por nada. ¿Por nada? Por nada.
Uno de los motivos es éste: En mi choza marxuquerense, esa "llar" de vivencias antiquísima, que me ha visto pasar de la niñez a la adolescencia y finalmente a la madurez, yo gozaba de la mayor de las bienaventuranzas: la libertad temporal total, que empleaba a mi gusto, solo, sin nadie mandando, sin nadie hablando, sin nadie pensando, siquiera. Pero, ahora, con mi xiqueta de ruedas de caucho y rostro de fibra antigua, esa libertad, esa independencia, se vuelve espacio-temporal. Se me abre un espacio propio (pero, también, para todos los de mi bando), en el que ser todo lo que soy, aquí, allá y acullá, y aspirar a ser lo que todavía sueño que seré.
Si antes, en la choza, un perraco ladraba, nada podía hacer (excepto lanzarle algún 'cudol'); si algún lelo machacaba mis nervios con excrecencias musicales, tampoco (excepto soltarle un par de tortazos); si las luces trucadas invadían mi noche y ofuscaban la visión de las auténticas, nada podía hacer; si deseaba cambiar de estampa, ver otro cielo o tener una ermita a mi lado por la mañana, o una callejuela solitaria y anónima, era del todo imposible. Ahora, grandeza de las grandezas, ya no: unos minutos y cambia por completo el panorama, la fauna, el horizonte, la orientación, la vida a tu alrededor.
Y, entre esto, el tiempo. Es otro, más suave, se desliza; ya no trota, es más sereno. Una hora parece un día; un día, toda la semana. Ya no sabes si lo hecho por la mañana corresponde a hoy, al ayer, o a dos días atrás... La nueva dimensión espacial noquea la temporal, como si al aumentar el espacio disponible lo hiciera el tiempo. A espacio (casi) infinito, tiempo (casi infinito); seguro que es una idea que hubiese agradado a Einstein...
Por otro lado, la compañía (la de los hermanos y hermanas, quienes saben que pueden contar conmigo) siempre es esperada, y bienvenida, una compañía que es presencia, mutismo, afecto e inteligencia. Pero a veces las almas amigas no pueden acudir a la ruta, y la casa que rueda se queda vacía de otros alientos; sin embargo, entonces, ella misma y su desocupado interior favorecen como nunca tu misma identidad solitaria (si es lo eres), o bien facilita tu unión con los otros (si los necesitas).
Es en esta soledad viajera y existencia, al abrigo de las inclemencias emocionales (debidas a aquéllos, para bien o para mal), cuando está uno consigo, lo que para mí es el momento cumbre del bienestar: reposas en la cabina, escuchas a los Zeppelin, a Dylan, a Velvet o a los Straits, o te dejas llevar por el rumor de los planetas holstianos, o por las piezas flautistas mozartianas; el sol muerde las montañas y la luna aparece entre los cirros; descansas en el comedor contemplando el espectáculo; abres la puerta y recibes un soplo de viento frío nocturno; oteas las estrellas a través de tus ventanas de plástico, buscando la constelación de la existencia; te acurrucas en el lecho y oyes el caer del día, un día todo tuyo (somos amos de nuestro tiempo, recordémoslo); escoges tus libros y los penetras como si tu mente no captara nada más que las palabras impresas; comes tan a gusto tus garbanzos o tus sopas de fideos, cocinados en los diminutos infiernillos de tu auto; abres la luz, por la noche, y tratas de plasmar en papel algo de todo ello...
Y luego, como siempre, regresas. La choza espera: hay saludos gatunos y maullidos hambrientos; hay hojarsca que recoger, leña que apilar, agua que bombear y una monstruosidad de timbales, bombos y platillos que exige ser sacudida, para hacer estallar el silencio eterno de ese espacio tan finito que es tu cabaña... Nunca puede uno ser blanco o negro; cuanto más silencio crees, más conviene en ocasiones destruirlo y metamorfosearlo en una orgía de salvajes rugidos y ruidos febriles. Ya sabéis, el yin y el yang. Algo de equilibrio para evitar el trastorno...
Al regresar, te es más sencillo volver a tus textos de estudio, es más placentero hacer un favor a tu madre, más fácil llevarte bien con tu hermana, y abrazar la sencillez y bondad de la vida doméstica (nunca domesticada...). Regresar es siempre otro inicio; porque irte es, de algún modo, querer regresar; y regresar es querer marchar de nuevo. Y, en el ínterin, mientras vas y vienes, mientras vives, ya sea entre paredes gruesas o delgadas, en una morada cimentada o móvil, te vas haciendo, vas siendo, y tratas de atrapar tu devenir.
Cada arrancada, cada vez que introducimos la marcha y soltamos un poco el pie derecho, nos acercamos a la plenitud. La de encaminarse a la mayor de las aventuras posibles: conocernos, y después, mucho más tarde, superarnos.
No hay dimensión que se nos resista...
(Foto: El Hermitaño)
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