3 de octubre de 2011

Azares en el bosque



Conmovedora escena. La he podido disfrutar durante dos días, cada vez que salía del caracol a echar una meada, cada vez que me acercaba a la puerta para admirar el paisaje montañoso, o cada vez que, sentado en el comedor (mientras trataba de engatusar a Max Horkheimer para que me dejase entenderle) giraba la cabeza hacia el exterior.

El tocón del centro, como un muñón leñoso, me servía de apoyo al bajar, sobretodo de noche, ausentes las luces (no uso nunca el escalón eléctrico del caracol; es para vagos, viejecitos o burgueses… o para los vagos viejecitos burgueses…). Gracias a esa protuberancia, no me partí la crisma, si bien a punto estuve, en un par de ocasiones. Pero los amigos arbolados están ahí cuando se les necesita.

Y llegué allí, a esa cascada de pinos y robles (¿eran robles?, Dios, qué ignorante…) por casualidad, como siempre. Mi objetivo era Peñíscola, pero en un sábado al mediodía, en pleno septiembre, es un lugar inadecuado, el discorde por antonomasia. Yo no pintaba nada junto a las “barbies”, ni nada tenía que compartir con los tocapelotas del acelerador, y de los mendrugos de la brillantina, las gafas oscuras y las camisetas apretadas poco podía esperar... De modo que me dirigí hacia el escarpe montañoso, pero di vueltas y más vueltas sin hallar ningún hoyo ni oquedad apto para mis nervios sensibles… Fortuitamente, avisté un claro pedregoso, que parecía penetrar en la espesura del bosque, y no perdí tiempo. Allá eché el ancla, se detuvo el bicho y me dispuse a disfrutar.

Vinieron algunos senderistas de escasa carisma, con sus palitos de golf y sus cronómetros, que abordaban el trayecto ansiando lograr la meta en cuantos menos minutos mejor, y algunas parejas y solitarios con perros y bastones para hacer frente a imprevistos peligros. Les veía pasar, arriba y abajo; me habló entonces Dylan de Rubin Carter y el “bobo”, y poco después las noticias radiofónicas, que escupían que alguien quería aumentar el fondo de rescate a dos billones de euros… Y me sentí confuso, y no entendí al mundo (el mundo hecho, no el mundo dado…), ni tampoco él me comprendió a mí. Como siempre, también. Estas cosas nunca cambian.

Me detenía a contemplar ese tronco de pino (pino rojo, pino negro, pino común, pino ¿qué?…), oía cómo Bob suplicaba a su Sara que nunca le dejase (lo haría…), apretaba los dientes cuando las ondas repicaban los mensajes aciagos procedentes de los mercados, y me estremecía al suponer qué bien deben estar pasándolo los de arriba, esos que deciden, marcan, juegan y bailan con los bienes de los demás. Eso también es lo de siempre. Tampoco aquí cambia nada, corran los tiempos que corran.

Después observaba de nuevo ese leño majestuoso, uno más entre miles, o millones, pero el único asomado a mi casa este fin de semana, como queriendo entrar, formar parte del tinglado móvil, arrancar con nosotros, y perderse lejos, porque él tampoco entiende el mundo, ese otro mundo que hemos construido alrededor del viejo, que es el auténtico.

En la costa las “barbies” meneaban el culo por el paseo marítimo, más o menos a la misma hora; cuatro veinteañeros cachondos hacían chirriar los neumáticos de su flamante deportivo al verlas pasar; una mujer conducía un destartalado vehículo con unas ramas de romero en el asiento del acompañante; un tipo trajeado y con maletín negro hablaba por teléfono móvil acerca de un préstamo; una pareja de viejecitos, tomados de la mano, cruzaban el paso de cebra y se dirigían hacia la playa con gesto cansado, pero voluntarioso; unos niños se reían sentados en un banco, y hacían señas a unas chicas que les miraban desde la distancia. En la montaña el gato se acercaba a las ruedas de un contenedor para examinar los restos de basura depositados al suelo; el perro orinaba esas mismas ruedas unos segundos después; el ermitaño dejaba en paz la crítica de la razón instrumental y no sabía qué carajo hacer, solo, perdido, como medio muerto; el pino, por último, daba un postrero abrazo al caracol con su graciosa copa, y esperaba a que partiera para decirle adiós.

Hay pocas cosas que cuentan de verdad. Tal vez amar, apoyar, agradecer, observar y no esperar más de lo necesario. Quizá todo lo demás sea demasiado forzado, falso, un mero simulacro de lo que es vital. Tal vez nos han impuesto en exceso, y nosotros sin enterarnos. Tal vez hasta lo más mundano, y obvio, es una impostura, un fraude. Lo que hacemos, lo que sentimos, y lo que somos. Me pareció que algo de eso intentaba confiarme el hermano arbóreo, pero me faltaron luces para comprenderlo. No emitía sonido alguno, pero de él manaban ideas. Extraño. Como un sueño; o una alucinación.

Puede que mañana vuelva a buscar un compañero que se detenga a la puerta para comunicarse. El entramado boscoso está lleno de buenas palabras. Una criatura tan simple biológica y ontológicamente aún puede decir y enseñarnos mucho.

Esperaré, pues, de nuevo al maestro que hable, para mí, para todos. Nunca sabemos qué puede aprenderse del "pinus mugo"...

(Imagen: El Hermitaño)

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