25 de octubre de 2011

Mendigos



Viajar es el modo más directo, sincero y contundente de conocer cómo es la gente. Para lo bueno y, desde luego, para lo malo. Quien va de hotel en hotel, o no sale del camping, o sigue siempre el grupo de vejetes del Inserso, difícilmente podrá saber el modo de divertirse, de pasar el rato, que hay en cada pueblo, patio de recreo o bar de la esquina. Aunque, al fin, todo esto suele ser bastante heterogéneo, y casi es suficiente con echar un vistazo a tu propio barrio para descubrir que el tipo de la esquina y otro que pudiese estar a mil kilómetros harán, al unísono, prácticamente lo mismo.

En mis viajes, que últimamente se han multiplicado gracias a ese santuario móvil de que dispongo desde hace un año, he visto muchos comportamientos distintos a cargo de personas absolutamente dispares, debidos a diferente edad, estatus social, o simplemente, a modos diversos de desenvolverse, de ser, de entender la vida y al prójimo. A veces he observado actos deleznables en gente mayor, y otros loables en mozalbetes que aún se sacaban los mocos... Habrá de todo, qué duda cabe, pero quiero dejar constancia, por si de algo sirve o algo ilumina, de dos comportamientos antagónicos, por parte de dos grupitos de gente, en relación con un mismo enclave geográfico en el que tuvieron lugar, por un lado, y del trato respecto a los demás que dispensaron, por otro. Ahora aclaro de qué va el rollo...

Sucedió hace casi un mes, en dos días consecutivos: un miércoles y un jueves cualesquiera de septiembre. Yo había llegado a la Ermita de la Consolación, en Alcalá de Xivert, temprano por la mañana. Recordaba un poco el lugar porque pasé por allí todos los días durante una quincena, una década atrás, cuando hice un campo de trabajo en el castillo de esa localidad. El lugar, pese a estar cercado por la carretera nacional y la despreciable autopista, era muy apacible y agradable, y no dudé en quedarme allí un par de días.

Hacia la hora de comer, mientras me preparaba unos tortellini, vino el primer coche. Emitía un “bum-bum” venenoso que me dio mala espina, tan enemigo como soy a esos ritmos que, a mi juicio, son idiotizantes... Pero pensé que se quedaría unos minutos, y luego abandonaría la ermita. Me equivoqué. Al lado mismo del templo sagrado el ayuntamiento ha tenido a bien construir un pequeño merendero, con unos paelleros al lado de una fuente de la que manaba un agua abundante y cristalina. Los del coche empezaron a sacar leña, y entonces supe que no iba a librarme de ellos tan fácilmente... Habían venido a preparase una buena paella. Luego vinieron los demás... unos siete u ocho coches más, algunos imponentes. Veinte personas, al fin, la mayoría superando la veintena, y algunos ya en la siguiente década. Todos vociferando, todos gritando, todos pasándoselo pipa... menos yo, claro, que además de sus alaridos tuve que soportar el continuo “bum-bum”. Si al menos lo hubiesen combinado con Dylan, Led Zeppelin, o Pink Floyd...

Por suerte, una vez tuvieron el alimento a punto apagaron las radios y se situaron en un comedero bastante alejado de mi posición, por lo que pude leer tranquilamente mientras oía, ya a lo lejos, las risotadas y los chillidos. Más tarde pensé que estaban en su pleno derecho. Podían ir allí y hacer sus gansadas sin problemas, no en vano el entorno estaba acondicionado para ello. ¿Quién era yo para recriminarles nada, excepto la leve queja de que no hubieran tenido ningún respeto por un ermitaño solitario que comía sus tortellini a veinte metros de distancia, y que quizá (no, sin el “quizá”...) tenía el mismo derecho que ellos a disfrutar de su piscolabis en silencio y a gusto? Hasta me sofoqué un poco por si estaba volviéndome demasiado cascarrabias, demasiado agrio con los demás, como si la persistente soledad hubiera convertido mi alma en un lugar seco e insensible ante el derecho que los demás tenían a solazarse. Temí por ello, pero el mismo grupo, una vez se dispersó (al grito, supongo que dirigido a mí, pues no había nadie más allí, de “Yeee, que mo’n anem...”), me sacó de dudas.

Como la garrafa de agua se me había terminado salí a rellenarla a la fuente. Ésta aún funcionaba, pero el desagüe estaba cegado; no tragaba nada. Y había agua encharcada que impedía llenar bien. ¿El motivo? Un buen montón de arroz de paella, estacado con fuerza al canalillo... Habían sido ellos, claro. Eché, entonces, un vistazo a mi alrededor: en los paelleros había dos garrafas vacías tiradas encima de ellos, restos de madera chamuscada arrojados por todas partes, papeles, y demás basura. Me acerqué al comedero: pedazos de sandía encima de la mesa de granito, botes de refresco, un par de vacías botellas de vidrio (de cerveza, supuse) hechas trizas, las servilletas por el suelo... Una porquería, en definitiva. Patético, pero previsible, después de todo.

Sentí alivio, por un lado (aún no soy un viejo gruñón...), pero por otro me fastidió la jornada: me hubiese gustado tenerlos aún delante, poder decirles cuatro cosas (y quién sabe si abofetear alguna cara atontada...), y llevarlos delante de sus padres, como si fueran unos mocosos (que lo son...) y decirles a aquellos en qué se habían convertido sus hijitos currantes, sus hijitos responsables, estudiosos y condecorados.

Pero no termina ahí la historia. Al día siguiente, a la misma hora, mientras me preparaba (no, tortellini no; en este caso fue un buen plato de arroz integral con garbanzos...) la comida, un grupito de tres o cuatro vagabundos, no demasiado mayores (no creo que superaran los cuarenta para nada), se acercó a la ermita. Dejaron sus gastados mochilotes en un lateral y, sacando de ellos algunos bártulos, un par de bolsas y cubiertos de plástico, unas latas y una bolsa de patatas fritas, se dispusieron a ingerir esos escasos alimentos preparados. Estuve tentado, por un momento, de invitarles al caracol, pero me pareció estúpido, como de mal gusto... Luego lo lamenté, pero entonces algo me detuvo, y creo que para bien. Iban a su rollo. Hablaron durante su refrigerio, por supuesto, pero aunque estaban más cerca que los visitantes del día anterior no oí prácticamente nada; sólo les vi gesticular, levantar vasos blancos y quebradizos, y asentir al tiempo que ingerían. Al poco, llenaron sus botellas de agua en la fuente, recogieron, y se marcharon.

Una vez solo de nuevo, salí y me aproximé a su comedero. Nada. Ni una miga. La basura estaba conveniente depositada; no se veían restos en ningún lado. Los habían recogido todos.

¿Quiénes son los mendigos? ¿Quiénes acabarán sin nada, hartos, desprovistos de todo, vacíos, solos y abandonados? ¿Quiénes son ricos, y quiénes pobres? ¿Quiénes se merecen disponer de una ermita y un merendero así, y quiénes no? ¿A quiénes podría unirme mejor, y sentirme acompañado?

Sí. Lo habéis adivinado.

(Imagen: El Hermitaño)

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