14 de septiembre de 2014

Criaturas


La vi ayer, sábado, por la noche. Era sencilla, hermosa, y muy joven; quizá aún ni siquiera mayor de edad. Su figura, delicada y delgada, brillaba a la luz amarillenta de las farolas. Pero, también, parecía emitir luz propia, una luz que destellaba en sus brazos desnudos. Esos brazos estaban extendidos, embutidos entre las rejas del parque Sant Pere, y se movían lentamente.

Enseguida supe qué hacía: acariciaba a la gatita, blanca, preciosa y cariñosa, que vive en el parque, y en donde algún (o, más probablemente, alguna) entusiasta de los bigotudos le ha construido una especie de refugio con cartones y cinta de carrocero. Supe lo que hacía, aquella muchacha, porque es lo mismo que hago todas las noches, cuando voy de camino hacia la casa de mis abuelos: dejar caer mis manos en el lomo suave y peludo de aquella mansa criatura, que se acerca a ti, confiada. Tiene un efecto inmediato, ese palmoteo: me calma, relaja cuerpo y mente. Las manos acarician, la gatita ronronea y lanza quejidos leves, como pidiendo que no pares, que sigas y sigas... Y, entonces, te devuelve (caso de haberlo perdido) el bienestar. Es el mejor lenitivo que conozco, un sedante para calmar las amarguras de la jornada, para olvidar el bochorno nocturno de septiembre o para tomar fuerzas, en mi caso, de cara a la noche que me suele esperar en casa de los yayos...

Me sorprendió que aquella muchacha no estuviera, como es norma y casi obligación social un sábado por la noche, arreglándose, calzándose sus taconazos, llenando de pintura su rostro, aguardando el momento de irse adonde (casi) todos van... No, ella no. Ella vestía modestamente, como de ir por casa, con sencillas sandalias y una larga y ancha camiseta blanca. Parecía ajena, de hecho, a lo que le rodeaba. Miraba, enternecida, a la criatura, como absorta en aquel animal, dedicándole toda su atención y su amor. La gatita (estoy seguro) ronroneaba igual como lo hacía conmigo; y puede incluso que aún más, dada la delicadeza de aquellos dedos. Yo pasé a su lado, al lado de aquellas dos criaturas simbióticas, que se ofrecían dicha a coste cero... Quise detenerme allí, para participar de aquel universo de emoción y ternura, para brindar mi mano también, pero me sentía extraño, como si no fuera el momento, así que les dejé en su ensimismamiento, a las dos.

¿Puede un segundo, un instante fugaz, una visión momentánea, revelar cómo es una persona? Un hecho no es bastante para enjuiciar a nadie, y un acto no descubre a un ser humano. Y, sin embargo, aquellos ojos, la bondad que trasmitían, los brazos rozando la piel del blanco animal... Como decía Petrarca, "a veces se lee el corazón en la frente". Sí, ella trasmitía la sensación de que no era como los otros, como las otras. Reconozco que aquella imagen, la de la niña y la gatita, caldeó mi corazón e hizo que brillaran los ojos, de satisfacción. Quién sabe si, tras el instante de contacto gatuno, la niña volvería a su casa y transformaría su exterior (tal vez, incluso, su interior...) para seguir la dirección establecida. Puede, sí. Y, pese a ello, una convicción muy intensa me señala lo contrario.

Por la calle circulaban coches a mucha velocidad, con músicas retumbantes, se oían gritos alrededor y el alcohol parecía impregnar el ambiente... Y, no obstante, nada de todo aquello, nada de lo que existía en torno suyo, parecía importar para aquella chiquilla y su minina. Sí, como si hubieran creado su propio mundo.

Es de suponer que jamás la volveré a ver. Llevo un año y medio yendo a casa de mis abuelos y es la primera vez que advierto su presencia. Es, seguramente, uno de esos seres que aparecen en tu vida, instantáneamente, y que desaparecen, acto seguido, para no regresar jamás.

Pero, al menos, la que seguirá allí es la preciosa gatita, cuya existencia me recordará, cuando vuelva a acariciar su lomo de nieve, la de esa otra criatura que, por un momento, se cruzó en mi camino. Dos esencias, dos organismos preciosos ligados, en un momento único, por la belleza y la ternura.

(Imagen: Usneando)

2 comentarios:

Mí misma dijo...

Bonito momento :)

Y quién sabe.. quizás esa chica sí que guste de usar taconazos, de bailar con sus amigos y de beber o fumar los fines de semana. Quizás haya días que le apetezca... Y nada de todo eso le importa lo más mínimo a esa gatita que, sin prejuicios, es capaz de aprenciar la bondad de sus manos más allá de lo que nuestros ojos esperan ver.

Un abrazo, observador :)

elHermitaño dijo...

Muy cierto... Los gatos son como el sol: ofrecen su calor a todos por igual, sin discriminar, sin atender a prejuicios o ideas preestablecidas. Y, acerca de los demás, no tienen expectativas previas ni conocen de chauvinismos... Ni puñetera falta que les hace.

Cuánto hay que aprender de ellos, cachis :)

Un besazo :*!