19 de septiembre de 2014

Inicios


1981. Octubre (creo). Tenía año y medio. En la azotea de la casa de mis abuelos.

Me dieron un cartón de tabaco (mi padre fumaba mucho, por entonces) para jugar, y un par de pinzas. Destrocé el primero en pocos minutos (siempre se me ha dado bien romper cosas...), y con las segundas hacía ruiditos golpeando una con otra y trataba de abrirlas (esto, naturalmente, me lo han contado; yo no recuerdo nada...).

Todavía no caminaba, y sólo acertaba a decir "ma", "pa" y "ti". De hecho, no mejoraría apenas hasta los tres años. Nunca he sido dicharachero; me agrada el silencio. Parece que ya entonces me gustaba...

Y, hoy, me gusta, asimismo, el peto de pana que me pusieron; y también ese jersey de lana. Era un día de cielo azul profundo, pero fresco, digno de un equinoccio riguroso. Como, quizá, ya no los hay.

"Vaya pequeñajo", me digo. Un niño siempre es un absoluto misterio: qué hará, cómo vivirá, cuáles serán sus principios. Hay tantas posibilidades para él. Tiene todo el universo abierto. Sólo tiene que escoger... y esperar que los obstáculos no le impidan ser él mismo.

Es bonito verse así: infantil, inocente, ingenuo, desconocedor de todo... También ahora desconozco mucho, todavía. Hay tiempo, sin embargo, para mejorar. En eso debería consistir todo ese tinglado extraño y ligeramente absurdo (pero precioso...) que llamados 'vida'. Intentar conocerte mejor, crecer, evitar el dolor, conseguir (en la medida de lo posible) que el sufrimiento (propio y ajeno) se achique al mínimo. Como reza una frase que encontré por ahí: "Todo lo que tenga vida que sea liberado de sufrimiento". Es un deseo hermoso y admirable. 

Pero, también, es bueno reírse. Es estupendo, de hecho. No tomarnos demasiado gravemente y dejar que aflore el cachondeo y lo liviano le pegue un buen mordisco a la trascendencia. 

¿Quién es ese niño que mira la cámara, medio embobado? Soy yo, pero... ¿qué queda de él en mí? ¿Cuánto persiste aquí dentro, y cuánto he dejado en la cuneta?

Me contaron que rompí el cartón de tabaco y me fui a comerme mi papilla de lentejas (tomaba dos platazos enormes muy a menudo...). Parece que ya entonces sentía cierto apego por las deliciosas legumbres.

Ya tengo, pues, algo más que me une, y en modo alguno se trata de algo baladí, con ese pequeño y cándido ser que una vez fui...

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