14 de septiembre de 2012

Dos polos literarios

"Mi amor, juntos estábamos sentados,
con ternura, en un frágil bote.
Era una noche apacible, y bogábamos
por el vasto camino del agua.

La isla de los espíritus, hermosa,
yacía, imprecisa, bajo la luna;
resonaban en ella amables notas
y se agitaba la brumosa danza.

Más y más amorosa era la música
y el movimiento no cesaba;
pero nosotros seguimos bogando,
desolados, en el mar inmenso.
"

Heinrich Heine (1797-1856), Poemas (sel. y trad. de Feliu Formosa, Lumen, 1981)

"Ella era la secretaria del encargado. Se llamaba Carmen -más, a pesar del nombre español era rubia- y llevaba siempre vestidos ajustados con escote, zapatos de tacón, medias de nylon y liguero, y su boca estaba emporrotada de lápiz de labios, pero, ay, podía vibrar, podía menearse, se cimbreaba mientras llevaba las órdenes a facturar, se cimbreaba de vuelta a la oficina, con todos los muchachos pendientes de cada movimiento, cada sacudida de sus nalgas; meciéndose, balanceándose, bamboleándose. No soy un hombre de damas. Nunca lo he sido. Para ser un hombre de damas te lo tienes que hacer con una conversación cortés. Nunca he sido muy bueno conversando así, pero, finalmente, con Carmen presionándome, la llevé a uno de los camiones que estábamos descargando en la parte trasera del almacén y allí me la tiré, de pie en el fondo de la caja del camión. Fue algo bueno, algo cálido, pensé en el cielo azul y en anchas playas vacías, aunque también fue un poco triste -había una ausencia definitiva de sentimiento humano que yo no podía comprender ni superar. Tenía su vestido subido por encima de las caderas y allí estaba yo, bombeándole mi polla en la vagina, abrazándola, presionando finalmente mi boca contra la suya, espesa de carmín, y corriéndome entre dos cajas de cartón sin abrir, con el aire lleno de cenizas y su espalda apoyada contra la pared mugrienta y astillada del camión en medio de la misericordiosa oscuridad..."

Charles Bukowski (1920-1994), Factotum, 1975 (trad. de Jorge Berlanga, Anagrama, 1989)

27 de agosto de 2012

'Das Lied von der Erde' (La Canción de la Tierra)



Primeros de agosto en un lugar cualquiera, cerca de la costa levantina, hacia las diez de la mañana de un viernes. Treinta y tres grados a la sombra y ochenta por ciento de humedad ambiental. Nubes bajas se internan desde el mar Mediterráneo. Una asfixia insoportable. El más mínimo movimiento provoca ríos de sudor en la frente y los brazos. No parece haber nadie alrededor, no se escuchan voces ni ruidos de ninguna clase. Sólo se percibe, a lo lejos, la caravana de vehículos que transitan por la carretera en dirección a la playa.

Frente a nosotros, el pequeño vergel se alza alegre y frondoso. Espera, impaciente, unas manos que recojan su fruto y dispongan el terruño para un nuevo brote alimentario, o para el merecido descanso, según se requiera. El terruño no desea más que servir, ser útil, merecer la compañía humana. Es dócil, y se presta a lo que deseemos sin exigir nada a cambio. Es como el amigo perfecto. Pero, por eso mismo, hay que tratarlo bien. No debemos hacerle sufrir, ni pedirle más de lo razonable. O, de lo contrario, nos abandonará. La amistad es como una ecuación: hay que ofrecer al menos lo mismo que lo recibido para que el vínculo perdure. La relación es meramente algebraica: dos más dos, cuatro. Si uno falla, el resultado es erróneo, y no hay futuro. Con la tierra ocurre lo mismo.



Si queremos que la tierra patria cante su canción, ese Das Lied von der Erde mahleriano, se requiere dedicación, mucha dedicación. No vale mirar libros, acumular saber teórico, refugiado al abrigo de la estufa o del ventilador: hay que ensuciarse las manos de fango, notar los callos en los dedos, manchar de sudor la camiseta, llenarte las sandalias de polvo y percibir el ligero dolor de espalda al final de la mañana… Hay que ser constante, odiar (y también amar, allá en lo profundo) las malas hierbas y su infinito reverdecer (fastidio eterno, pero, ¡qué maravilloso fastidio!), apreciar el lento crecimiento de esas pequeñas flores en los cultivos, que después son frutos, que después se convierten en manjares suculentos…; hay que soportar, también, las inclemencias, lamentar las pérdidas, maldecir las plagas, aguardar el momento mágico de la cosecha y, finalmente, asentir satisfecho cuando en el plato descansa el resultado de tu esfuerzo (brillante, sano, sabroso…), eso que antaño era sólo una plántula insignificante o unas pequeñas semillas sin valor aparente.

Habas, alcachofas, lechugas, judías, tomates, berenjenas, pimientos, calabazas, pepinos, sandías, zanahorias, cebollas, patatas, coles, higueras, nísperos, naranjos, limoneros… todo un mundo de color, sabor y olor, que ves nacer, crecer y morir, muerte de la que emanará un nuevo tapiz verde en el ciclo siguiente.



Observamos el milagroso brotar de tomatitos cherry's y zarzamoras silvestres, que surgen de forma espontánea para brindar simpatía, gracia y belleza a tu alrededor, y notamos las lágrimas en las mejillas. Es increíble: no requieren agua, ni abono, ni tratamiento ninguno. Es, en efecto, un puro milagro. La generosidad de la madre hecha fruto, palpable, tangible. Nos lo preguntamos de continuo, sin nunca recibir respuesta: "¿Por qué aparecéis, qué os hace romper la barrera de la tierra y emanar sin que nadie os lo pida?". Cuánto podríamos aprender de vosotros, que os ofrecéis tan sólo por amor a existir...

Relacionarte con la tierra no es ligarte a una obligación, a una imposición, venga del exterior o del fuero interno. Si vemos el trabajo en el campo como una exigencia, el disfrute puede convertirse pronto en molestia, y el gusto por arar o cavar traducirse en un cargo, un peso, quizá insoportable. Entonces, harto, vendes la tierra o dejas que se convierta en un erial. Abandonas porque te ahoga la atadura, la cadena aprieta demasiado. Como en la cuádriga platónica, hay que dominar a los caballos negros y blancos por igual, pero lograr el equilibrio entre la dedicación libre y el cuidado responsable no es fácil; si manda el primero te arriesgas a la anarquía o a la indolencia, pero si lo hace el segundo puedes terminar odiando el terruño y malogrando tu libertad.



Hay quienes ven en la tierra, no un modo de cubrir sus necesidades alimentarias ni de ingresar unas pocas monedas por lo que se forja bajo tierra, sino un negocio, un modo de lucrarse con ella. Personalmente opino que esa intención violenta la propia naturaleza de la tierra. La fuerza a servir para un fin que no es el suyo. La amplia extensión de campos, las bellas laderas de las montañas, los recovecos boscosos, las inmensas praderas y la infinita variedad de parajes y ambientes, remodelados o no por el hombre, no están destinados a enriquecer nuestros bolsillos, sino a nutrir cuerpos, corazones y espíritus. Un primo mío me aconsejó una vez que hiciera un par de viajes al año a Soria a recoger bolets y empleara mi caracol rodante como almacén. Me aseguró que ganaba unos 4.000 euros cada otoño. Aunque me angustia cada vez más mi maltrecha economía, jamás se me ocurriría hacer algo semejante. ¿Cómo voy a buscar yo un botín bajo las faldas de mi madre? ¿Cómo podría pensar en beneficios, ganancias, cómo permitir la usura en mi relación con ella? ¿Cómo afrentar su ofrenda de bienestar reduciéndola, achicando su presencia y significado al simple acopio billetero?

Si ése, el de mi primo, es el lazo que buscas con la tierra, entonces quizá ella nunca podrá entonar su canción. Podrá silbar, susurrar por lo bajín, pero siempre en tono lastimero. Puede que produzca, que sea fértil, que te llene el plato (el de la cuenta corriente, el que reluce en la carrocería de tu coche o despide reflejos en las joyas de tu mujer...), pero tú no estarás colmando el suyo. No habrá reciprocidad. Ella no estará ganando nada contigo. Y, entonces, a la larga, enmudecerá.

La tierra se marchita y se pierde sólo por dos causas: indolencia o avaricia. La primera puede comprenderse, hasta respetarse, puede tener detrás motivos legítimos. La segunda, jamás.

La canción sigue entonándose. Ella la tararea para nosotros.

¿Quién no querría escucharla?

5 de julio de 2012

Ritual de solsticio (remix)



Tuve mucha suerte. Era imprescindible una favorable combinación de factores diversos, algunos de los cuales no dependían de mi propia elección ni disposición, pero la providencia me fue favorable, quizá porque sabía qué necesitado estaba de ello…

Precisaba, por un lado, de estímulo interno, es decir: ganas, deseo, voluntad, el anhelo que te recorre todo el cuerpo, hasta la última fibra, y que te impulsa a hacerlo sin sopesar consecuencias ni conveniencias; te está diciendo: hazlo. Y lo debes hacer. Sin más. Eso lo sentía a raudales, casi me lastimaba tanta excitación, tanta ansia… Por otro lado, sin un ambiente adecuado, sin una jornada de azul intenso y profundidad visual sin límites aparentes, quizá me hubiese quedado en la choza rodante, admirando los afanes de las avispas frente a la fuente, leyendo a Kolakovski, disfrutando con los juegos de los niños o los paseos con sus perros de las lozanas adolescentes… Pero el hado colaboró: me brindó un aire puro, un sol de furia amarilla, el azul más azul imaginable y dispuso ante mí, como otro de los requisitos cumplidos, la inmensa mole pétrea de la Mallada del Llop, un lugar único, un núcleo de inagotable emoción…

Y eso es demasiado; imposible resistirse. Nadie es capaz de desoír esa llamada. Nadie puede obviar la voz, esa callada invocación. Susurra entre los pinos y bancales, se traslada con el viento y silba a través de las rocas. Nada es más directo y más sutil al mismo tiempo.

Así que puse mis cacahuetes en la mochila, llené la botella del agua que bajaba del mismo sitio al que yo pretendía subir, e inicié el viaje. Era 22 de junio y el astro llegaba a lo más alto, justo donde también quería llegar yo… El trayecto fue corto: en poco más de una hora llegué a la cima. Y, entonces, lo hice.

Dejé el báculo apoyado sobre ese pilón de hormigón que culmina todas las cumbres que merecen tal nombre, me deshice de la mochila y empecé a quitarme la ropa, toda ella, hasta quedar bien libre de cualquier atavío innecesario. No hacía demasiado calor, no lo hice por eso. El motivo era bien distinto: honrar a quien se lo merece.

Tuve un momento de duda, de inseguridad, residuo del recato cultural, por si alguien subía, y de repente me encontraba a mí, al larguirucho hermitaño, en bolas por el cerro de la Mallada del Llop, brincando descalzo sobre las rocas pulidas y espantando a los mosquitos a manotazos… Sin embargo, enseguida olvidé ese recato, esa duda, y me centré en lo que importaba: me aposté frente a Él, elevé mis brazos hacia lo alto, y oré. Le di las gracias, bendijo mis alimentos, Le miré, Le pregunté y creí escuchar (aunque sobretodo sentí…) de Él una respuesta. Mi risa se elevó entonces hacia el cielo, y quedé en paz... Para siempre.

Ése fue mi ritual de solsticio. Quería reproducir, repensar y resentir (es decir, re-sentir, en el sentido de revivir) lo que debieron experimentar mis antepasados hace unos 8.000 años atrás, cuando no lejos de allí, en lo que hoy se denomina Plà de Petracos, decidieron establecerse en aquellas tierras, convirtiéndose en los primeros pobladores neolíticos de la Península, que llevaron consigo la agricultura y la ganadería. Una remota parte de mí, que lacera mi espíritu con su imposibilidad absoluta, lamenta no ser uno de ellos, esos pioneros, uno de los que abrieron el camino, hicieron de las cuevas sus hogares y eligieron su tierra futura...

Recuerdo muy bien una de las pinturas rupestres del Plà (lugar que yo había visitado justo el día anterior a mi ritual solsticial): dibujada en los abrigos rocosos de la zona, mostraba precisamente una figura humana con los brazos extendidos hacia lo alto. No sé quién lo hizo; nadie lo sabe. Pero no cabe duda de que alguien anduvo por allí, hace ocho milenios, tratando de que no se olvidara su vida, su presencia, ni tampoco el culto celeste, el culto a las estrellas, a la grandeza del firmamento, tanto nocturno como diurno.

Ése ser, con sus brazos, sus piernas, su cabeza, y sus sueños, soy yo. Somos todos nosotros. Un escalofrío recorrió mi columna vertebral cuando, tras honrar a Ra como era necesario, recordé la pintura. Por miles de años que nos separen y pese a la influencia de la mediación cultural que ha moldeado lo salvaje en algo dócil y previsible, por mucha tecnología que introduzcamos en nuestra vida, por mucho rigor lógico y avances científicos estupendos que hagamos, lo cierto es que, después de todo, ya no supe en qué mundo estaba: ¿qué me diferenciaba de aquel hombre (o mujer…)? Hemos reprimido instintos salvajes, hemos creado una sociedad, hemos encerrado a los diferentes y peligrosos (eso decimos…), hemos conservado la vida y retrasado la muerte. Pero, ¿y qué?

Ocho mil años después, diría que seguimos siendo los mismos. Curiosidad, reverencia, temor, inseguridad, amor, admiración y búsqueda de dicha.

Él y yo, hermanos de especie y de espíritu, gritamos por lo mismo. Allá arriba, en la Mallada, y en el abrigo del Plà de Petracos, ambos elevamos los brazos y nos sentimos vivos, y que vivimos para un mismo fin.

Allá arriba, Dos que son Uno.

Hermano.

Sí, ¡Hermano!



(Imágenes: El Hermitaño)

9 de abril de 2012

Santas Pascuas



Pascua de 1983. Marxuquera. Yo apenas tenía tres años. Sentada a mi izquierda, en su actitud permanentemente risueña y con un sombrero de paja que creo aún conservamos, mi hermana, un par de primaveras mayor. Cercenada en la imagen, en el extremo derecho, se aprecia parte de mi abuela, aún hoy llena de vida y lucidez. Aunque allí estaban, mis padres no aparecen fotografiados, como tampoco mi abuelo, a punto de hacer hoy los noventa y sin rechistar. Una familia, en sentido clásico, y en el sentido que importa.

Estrenaba vaqueros, ese día. Me encantaba Pascua porque siempre estrenaba pantalones, tejanos y azules. Me visitieron con camisa (hoy las odio) y me abrigaron con una rebeca para evitar el frío vespertino. Nos sentamos en un margen de roca; un lugar cualquiera, y perfecto. A mi hermana la adecentaban igual, porque Pascua era una época especial, inicio del buen tiempo, de los días largos y el sol inacabable. Siempre obviamos el sentido religioso de la temporada, excepto por la prohibición de comer carne el viernes santo y porque mis padres solían acudir a las procesiones. Para mí, sin embargo, Pascua era sinónimo de Naturaleza, de paseos por el campo, vaqueros relucientes y, claro... la merienda. La merienda era un festín inigualable.

Mi abuelo (había sido panadero durante décadas... sabía lo que se hacía) nos cocía unos deliciosos panecillos que mi madre rellenaba con un sofrito y con trocitos de conejo cazado por mi padre; por supuesto, aquello era la cosa más exquisita que uno pueda imaginar... Después nos zampábamos una mona, que había amasado mi abuela, y solíamos partir el huevo en la frente de mi padre, que se ofrecía amablemente a ser castigado de forma tan cruenta por sus indignos hijos... Recitábamos el viejo dicho (“Ací em pica, açí em cou; açí em mengue la mona, ¡i açí et trenque l´ou!”)... y ¡planck!, la cáscara echa puré y la frente paterna con sus trocitos y restos de clara de huevo. Después llegaba el plátano (con el huevo no podíamos; solían comérselo los mayores...), esa pieza insustituible de fruta, y por último un “Turrón de Viena”, que sabía a gloria, aunque a veces ya no pudiéramos dar cuenta de él tras el hartazgo previo...

Viendo esa fotografía por poco se me saltan las lagrimas... Lo digo en serio. No suelo lloriquear por cualquier nadería, pero la evocación de ese ambiente, de esa paz y ese amor que parecía sobrevolarnos, y que nos impregnaba a todos, el singular banquete y la ofrenda de luz, calidez y color primaveral, todo ello en conjunto, representa uno de los momentos más entrañables que recuerdo de mi infancia. Un muro sobre el que reclinarnos, un prado en el que jugar a la pelota con mi hermana, unos familiares que te querían, un tiempo que dejaba de existir y la inocencia, esa candidez infantil única, el tesoro que todo niño posee en su interior hasta que se desgasta por la sociedad y el crecimiento; todas esas cosas sencillas son las que, casi treinta años después, siento como las que importan. Y luego podremos buscar filosofías, discusiones apasionadas, intelectualidades varias y vanidades de cualquier tipo; pero lo que nos hizo como somos no son éstas, sino aquello: vi un pino y me agarré fuerte a su tronco; una hormiga subió por mi pantorrilla y yo me alegré; mi abuela besó a mi hermana y a mí me revolvió el pelo; hice pantalla con mi pequeña mano para que el sol no me deslumbrara; distinguí la Luna oculta en un jirón de nubes; me atraganté con el plátano y mi madre le limpió las migajas del panecillo en el pantalón de mi hermana (que, por cierto, pueden verse en la imagen...); mi padre me izó hasta sus hombros y me llevo por un camino desconocido; mi abuelo recorrió el prado para saber si había colmenas cerca; eché la vista atrás, mientras volvíamos con el coche a casa, más allá de la línea discontinua de la calzada y las hileras de pinos, y vi un resplandor rosado, el primero que recuerdo, y me pregunté qué sería aquello...

Siempre he asociado Marxuquera con la Pascua. Y siempre me pregunté por qué sólo salíamos a los bosques, a la montaña, en esa época; como si el resto del año la Naturaleza no contase, como si sólo abriese sus maravillas en abril. La respuesta, ahora, es fácil: no había tiempo. Los mayores trabajaban; nosotros nos dedicábamos a la escuela. La Naturaleza podía esperar... y esperó. Disfrutarla únicamente en Pascua fue la causa (ahora lo ) de que, ya mayor, me llamase con tanta vehemencia y urgencia.

Me llamaba, y tuve que acudir al requerimiento. Me he vuelto a sentar en un margen de roca; he vuelto a admirar el sol, haciendo visera con mi manaza; he comido mis avellanas a la salud de Ella, y he brindado con un trago de ron cuando Ra nos ha dicho adiós. Lo he hecho y, si Dios quiere, seguiré haciéndolo hasta el fin de los días, de los míos. Y tengo la sensación (no, rectifico, tengo la convicción) de que ello es resultado de aquellos días de Pascua en Marxuquera, días en los que, con mi familia alrededor, me enfundaba los vaqueros y, cargando con mi “coixinera” repleta de delicias caseras, salía a encontrarme con Ella.

En aquella Pascua tuve mi particular epifanía: Ella se me apareció en todo su esplendor. Creo que, una noche, bastante más tarde, lloré porque necesitaba ir a su encuentro, necesitaba viajar y descubrirla en su verdadera dimensión. Tendría ocho o nueve años. Ella era todo un Misterio, y yo necesitaba descubrirlo. Aún hoy, de algún modo, persiste ese Misterio.

Hoy, Domingo de Pascua, he ido de nuevo, aunque en esta ocasión solo, a los montes de Marxuquera. He subido a un risco rocoso, desde el que he divisado la urbe, las hormigas mecánicas surcar la carretera y, también, a grupos de familias yendo de un lado a otro, o merendando a la luz divina. Me he zampado un par de “pepitos”, he tomado de postre un plátano, y he jugado con el sol y las abejas zumbantes.

El mundo sigue siendo una maravilla y, nosotros, niños que seguimos jugando a la pelota, mientras la estrella ilumina nuestra vida. Apenas nada ha cambiado. Persiste la emoción y el deleite. Nunca desaparecerá ese Misterio, esa Grandeza, y esa Belleza. Es inmortal.

Como nosotros.

5 de abril de 2012

Final de travesía... (asfalto, soledad y asombro)



Concluido mi periplo viajero a través de Murcia y este de Almería y Granada (estas dos últimas regiones añadidas sobre el terreno...) me hallo de vuelta añorando, ya, aquellas tierras tan heterogéneas y asombrosas. Nunca me había quedado tantas veces anonadado, con la boca abierta, en tan pequeño espacio geográfico.

Albergaba dudas de si merecería la pena el esfuerzo económico y de tiempo, de si quizá no sería más conveniente ahorrar dinero adicional y realizar una aventura a otro lugar más "interesante", con más "historia", con más "belleza"...; de regreso, no sólo se desvanecieron los recelos, sino que tomé conciencia de la estupidez de los mismos: no sólo porque cada pedazo de aquella tierra es un símbolo de grandeza histórica, de hermosura estética y de atractivo emocional, sino sobretodo porque no hay "otro" lugar mejor que aquel en donde estás en cada momento; por tanto, cada sitio, paraje, es único, insuperable e irrepetible.

Comencé en la Platja de l´Albir, bajo la sombra de la Serra Gelada; estuve en la remota y sorprendente Elx y me pateé las Salinas de la Mata, en Torrevieja; continué por ese idílico terrón de arena entre el Mar y el Mediterráneo que llaman La Manga, me las vi con Asdrúbal en Cartagena, pisé la Sierra de las Moreras en Bolnuevo, recé a los dioses paganos en el Santuario de Santa Eulalia, y ascendí por rutas peligrosas en Sierra Espuña; divisé estrellas lejanas y me embobé por su inaudito brillo en la oscura, preciosa y afortunada Calabardina, recordé a Pink Floyd y sus llamadas en Vera y padecí aterido un frío de mil demonios en Serón; después, subí hasta un enclave de ensueño, el Observatorio Hispano-Alemán de Calar Alto, lugar en donde me hubiese gustado trabajar algún día...; en Baza admiré su casco monumental y lamenté que no sepan cuidar su Alcazaba como se merece; en Vélez-Rubio saludé a otros viajeros itinerantes y me hice con panes preciosos y sabrosos, y al lado, en la Ermita de la Virgen de la Cabeza, pasé dos días a los pies de la Sierra María pronunciando la oración y divisando tierras divinas en la lejanía; me pilló la nieve, la ventisca, y la ira de los demonios en la Puebla de Don Fadrique, en Cehegín ví la lluvia caer con estrépito y en Caravaca me comí las avellanas admirando una majestuosa panorámica desde la barroca Basílica de la Vera Cruz; estuve dos días perdido y agradecido en Moratalla, enclave místico y digno de los eremitas, absorbí el aroma de los arrozales de Calasparra desde el mirador, y me metí bajo las rocas en la negra y profunda iglesia de Nuestra Señora de la Esperanza; descansé un poco en Mula, recorrí casi veinte kilómetros a pie dentro de la breve, bonita y singular capital murciana, casi me comí los balcones de una calle en Ulea (aunque lo compensé disfrutando en el mirador del Corazón de Jesús) y me dormí junto a los muertos y la Luna en el cementerio de Ricote; por último, rocé con mis dedos la roca volcánica del Pitón en Cancarix, divisé una tierra de posibilidades desde el Castillo de Jumilla, y despedí la aventura en Yecla, urbe que se preparaba para la Semana Santa a ritmo de tambores.

Por último, quizá para no olvidar de dónde partí, hice un último día, de descanso, recuerdo y estimación por lo vivido, en el Plà Lloret, a escasos cinco kilómetros de casa (la otra, la fija, la que no puede llevarte a ninguna parte...). Me topé con una preciosa muchacha que sacaba a pasear su
pastor alemán, hablé del tiempo y de viajes con un habitante de la zona empleando mi otra lengua, y a la mañana siguiente hice acopio de fuerzas para volver al punto de partida.

No fue fácil. El día invitaba a recoger viandas, algún billete más, y volver a marchar. Sentí pena por dejar, sola, sin nadie que la cuidara, a la que había sido mi casa durante un mes. Pero tanto ella como yo sabemos que la separación es temporal, y muy corta.

La siguiente aventura está en marcha; aunque la cuenta ya sea exigua, el coste de los carburantes quiera romper todas las barreras imaginables y te rodee la miseria, el gasto superfluo o el lujo postizo; siempre hemos vivido al margen de todo ello. Y lo seguiremos haciendo. Para bien o para mal.

Ya lo sabes, amigo mío, amiga mía: marchamos dentro de poco, de muy poco.

¿Te vienes...?

(Imagen: El Hermitaño)

4 de marzo de 2012

Carretera y manta



El péndulo, que nunca cesa de oscilar, ha alcanzado el otro extremo del arco iris. Vuelve a indicarme la necesidad, la urgencia, de pisotear el asfalto fresco. Y nada de una escapada, una salida corta, una breve incursión; señala varias semanas, un mes, puede que más aún. Quizá un viaje sin regreso, pues nunca se sabe.

De hecho, un viaje así siempre supone la muerte de tu yo anterior. Regresas cambiado; el rostro, el ánimo, el corazón, la mente y el espíritu, no son ya los mismos. Mudan, crecen, adquieren una consistencia distinta. Lo sabes, y se te nota.

El garbeo, tras las maravillas vistas y vividas en Castilla y León y las de la escabrosa Castelló, se dirigirá en este caso, creo, hacia la vecina Murcia, tierra ignota de la que nada conozco, y cuya llamada produce una mezcla de inseguridad y deseo.

La canana está llena (aunque puede que no por mucho tiempo...); la nevera repleta de viandas y repostería caseras; mi casa (y la de todos los que así la sientan...) aguarda, impaciente también ella, la partida; el asiento del acompañante permanecerá vacío, el tiempo que quiera él estarlo; y el entusiasmo, lejos de desfallecer, no deja de crecer...

Y, además, sé qué me espera a la vuelta: un terreno de media hectárea listo para ser cultivado, desarrollado, enriquecido. Nada conozco, del arte, pero tanto deseo tengo de la aventura en la carretera como de aprender a zurcir la tierra y que, tras unas maniobras casi mágicas y un tiempo prudencial, algo surja de ella; ...algo, si es posible, comestible.

Con ese trabajo de disfrute en perspectiva, marcho. Me espera un mes de andanzas insospechadas.

Pues venga, al pavimento...

Ea!

(Imagen: El Hermitaño)

19 de febrero de 2012

Ser uno mismo...



"Amigo mío, la Naturaleza ha dado a cada hombre un estilo, como una fisonomía y un carácter. El hombre puede cultivarla, pulirla, mejorarla; pero cambiarla, no."

Gaspar Melchor de Jovellanos (1744-1811)

(Imagen: El Hermitaño)

18 de febrero de 2012

La casualidad inevitable (hados...)



Quizá suceda una vez en la vida, puede que sólo una cada muchas de ellas. Por un instante no supe si vivía del lado de la realidad, del sueño, o en ambos mundos al mismo tiempo. Porque así fue: las costuras desaparecieron, y los contornos mentales y empíricos que, por una parte, dan consistencia a lo que solemos llamar realidad, y que por otra siempre mantienen vaporoso, como envuelto en niebla, ese otro universo de la fantasía, saltaron hechos pedazos. Es increíble (me estremezco al pensarlo aún hoy, casi un mes después...), pero creo que creé mi propio futuro, forjándolo a partir del mero deseo y la imaginación. Por un momento tomé (en toda la literalidad del término) las riendas de mi propio devenir, y le insuflé la vida preciosa.

Trataré de ser breve y pasar de la retórica a los hechos... Debo dejar constancia del suceso tal cual; esto no es cuento ninguno, ni una invención sin más: ha sucedido palabra por palabra; a quién lo lea (¿alguien lo hará?, me pregunto...) le corresponde decidir si todo es producto de una mente en exceso ofuscada por la soledad, o si hay algo más. Yo me limitaré a exponer los hechos. Son éstos:

Un lunes por la mañana, a mediados de enero, al salir de la ducha decidí coger la autocaravana y marcharme un par días a la playa de Piles, donde suelo ir cuando prefiero gastar poco en gasoil y disfrutar, en cambio, de mucho en sol, silencio y amplios horizontes. Es una playa tolerante con los caracoles sobre ruedas que tienen a bien descansar en sus calles, beber sus aguas y calentarse con la energía radiante de la estrella... He ido en dos decenas de veces, y persistentemente me detengo en la misma franja de la avenida, la que muestro en la foto.

Bien. A veces, y esto lo escribo con cierto embarazo, mi mente fantasea respecto a posibles encuentros con gentes (féminas casi siempre, para qué engañarnos...), que aparecen aquí, allá o acullá, en el momento menos pensado, merced a una casualidad, a una aparentemente inconexa sucesión de acontecimientos fortuitos. Hilvano una historia (hablo de un acto mental que dura, en total, un par de minutos, supongo que no seré el único que imagina estas bobadas... al menos, eso espero), me recreo con ella, con un encuentro que después puede dar lugar a cosas más serias, y luego lo olvido todo, o en su mayor parte. No es habitual que se cumplan (mejor dicho, no lo hacen nunca), de modo que no les doy ninguna importancia. A fin de cuentas, no son más que invenciones, ¿verdad?

En este caso, la historia era así: en la playa de Piles, por la mañana, yo salía un día de la caracola, cogía una garrafa de agua vacía y me acercaba a una fuente cercana para rellenarla. Al volver, divisaba a una chica joven, bastante atractiva, con buena figura (supongo que lo entendéis; ¿o es que voy a imaginarme un encuentro con una pobre anciana chocha, jorobada y sin dientes...?), que iba montada en bicicleta. Yo la veía (en mi sueño, claro), desde la distancia, dando vueltas con la bici alrededor de las manzanas de la avenida sin edificios. Y, justo al llegar yo al caracol, ella pasaba a mi lado; pero, por algún motivo que no llegué a elaborar bien (los sueños adolecen de fallos lógicos...), precisamente entonces, sufría un leve accidente, cayéndose de la bicicleta (suceso bastante improbable, desde luego...). Yo, en ese momento, dejaba la garrafa llena en el suelo y me acercaba a ella; le preguntaba si se encontraba bien, ella me contestaba que sí, pero, mirándose la pierna, comprobaba que tenía una pequeña brecha; nada grave, en cualquier caso. Entonces, la invitaba a ir a la caracola, en donde tenía algodón y agua oxigenada, le sacaba una silla, ella se curaba, empezábamos a charlar y, bla, bla, bla... hasta Dios sabía dónde.

Para no soslayar ningún detalle, indicaré que en mis casi veinticinco días en la playa de Piles jamás he visto una chica joven con bicicleta; si fuese una escena habitual allí, desde luego no se me ocurriría contar todo este asunto...

Bien. Hasta ahí el sueño. Tal cual lo imaginé... Ahora la “realidad” (la entrecomillo porque..., porque..., bueno, no sé por qué...): Viernes por la mañana. Llevo ya dos días en la playa de Piles, y me dispongo a marcharme a otro lugar. Cojo una garrafa de agua vacía (a todo esto yo ya había olvidado por completo el cachondeo mental del lunes al salir de la ducha...) y me dirijo hacia la fuente para llenarla... Una vez bien envasada el agua, regreso a la casa móvil... Mas no, no es lo que parece; no me sucede ningún hecho extraordinario: llego hasta el caracol, guardo la garrafa y todo normal. Pero, entonces, advierto que no tengo pan... así que voy a una tienda cercana, donde me apropio de una buena barra recién hecha. Salgo de la tienda, y voy pensando adónde podría ir, a qué otro lugar no muy lejano tal vez podría ir... Entonces la veo. Es una chica joven, bastante atractiva, con buena figura (me cercioro de ello porque lleva unas mayas negras apretadas y tal...), que va sobre patines. Yo la veo (ahora en la “realidad”, claro), desde la distancia, dando vueltas alrededor de la manzana, precisamente, en que estaba aparcada la autocaravana; la mía, porque había otras en otras manzanas de esa misma avenida. Bien. Yo voy, lentamente, acercándome, mientras la observo (parecía estar aprendiendo a patinar, dado su insegura marcha), todavía sin recordar nada de lo imaginado días atrás... Llego al caracol, con mi bolsa del pan, y justo en ese momento, la chica gira la esquina, avanza hacia mí, se pone a mi altura (esto último sucedió todo en unos cinco segundos, o así), me mira de reojo y, de repente, afirma mal una de sus bonitas piernas, pierde el equilibrio, y se va al suelo... Yo sé que no es nada grave, pero dejo la bolsa del pan en el suelo, me acerco hasta donde se hallaba la chica, le pregunto si se ha hecho daño, me contesta que no, algo ruborizada, y se mira el brazo, que tiene un leve rasguño... Y justo, justo entonces, lo recuerdo todo.

Recuerdo el sueño, la quimera imaginada el lunes anterior. Recuerdo la concordancia, casi absolutamente total, de lo trazado por mi mente a la sazón y lo que estaba viviendo en ese momento. Y, lo admito, siento miedo. Una ligera correspondencia hubiese bastado para hacerme reír; pero la exactitud del episodio era tal (encajaba toda la historia, excepto en los nimios detalles de que la chica iba en patines en lugar de con bicicleta, yo volvía de comprar pan y no de rellenar agua, y ella se miraba el brazo en lugar de la pierna), era tal, digo, la exactitud, que me desarboló emocional, psíquicamente. Me acobardé, y no seguí adelante. Ya “consciente” (por escribirlo de algún modo...) de lo que estaba sucediendo, no pregunté si necesitaba agua oxigenada o algodón. No la invité a pasar a la caracola, ni le saqué la silla e iniciamos charla ninguna.

Ella se marchó, alejándose, para siempre (ahora lo sé...). Y yo, sobrecogido, sospechando que sobrevolaba por encima de mí algún espíritu juguetón (o que, peor aún, yo era ese espíritu), perdiendo por momentos la perspectiva de donde estaba lo real y lo imaginado, decidí marcharme, largarme sin mirar atrás, abandonando aquella escena alucinada, tan lejos de la realidad como del sueño. Era una memez, claro: si había algo junto a mí ya podía yo irme lejos, que no iba a librarme de su presencia... Pero necesitaba huir; ya digo, la experiencia me superó.

Pero no pude hacerlo; al menos, no de inmediato. ¿Por qué? El caracol no arrancó. Más de ciento cincuenta ocasiones, hasta entonces, desde que está conmigo, había llegado a la vida sin problemas; siempre a la primera, siempre sin titubeos. Pero no aquel día. Aquel día decidió rebelarse, sublevarse ante mi intención de abandonar la playa de Piles. Repito: jamás me ha fallado, ni hasta entonces, ni desde entonces. Sólo aquella vez. ¿Por qué? Aún sigo buscando la razón (y no la habrá, me temo...).

Con unas pinzas, y el auxilio de otro coche, la batería recuperó su energía y al fin pude poner en marcha la autocaravana. Y me marche, sí, de allí. Mas el suceso, a pesar a todo, me hechizaba. Así que, al día siguiente, volví y estuve un par de jornadas más, en el mismo sitio. A la espera. No sé muy bien de qué, pero aguardé a que sucediera “algo”. Naturalmente, nada pasó (ya había sucedido, y en bastante cantidad, el día previo...).

El fin de semana siguiente cogí de nuevo el caracol sobre ruedas, y puse rumbo a la playa de Piles. Tampoco sé en esta ocasión qué buscaba; en cualquier caso, llegué a mi plaza, en la avenida sin edificios, estacioné, y no vi ningún otro caracol. Me extrañó. Al cabo de un rato vino un coche de la policía local, invitándome a marcharme, porque las autocaravanas estaban prohibidas allí... Estupefacto, le pregunté desde cuándo, dado que yo era un habitual del lugar y jamás nos habían puesto ningún problema. El policía contestó que justo desde el mismo domingo anterior, es decir, el último día que yo pisé aquella playa. Por tanto, jamás podré volver allí a lomos del caracol. Jamás. ¿No quieren que vuelva (y no me refiero a las autoridades legales...), quizá?. Y, ¿por qué? Tampoco lo sé...

Ha pasado cerca de un mes desde aquel extrañísimo suceso, y cada vez entiendo menos qué me sucedió. Algo pasó, allá, en la playa de Piles, algo grande, algo trascendental (no en el sentido kantiano, desde luego...) ¿Azar, mera coincidencia de ideas y hechos, creación de nuestro propio acontecer, majadería new-age o unión inefable entre el yo, el inconsciente, el mundo, y el destino?

Por favor, las líneas están abiertas...

(Imagen: El Hermitaño)

9 de enero de 2012

Maderas nobles



El hombre que vive ajeno al trabajo manual es como la cocina que carece de fuegos: una total inutilidad. En efecto, aunque la especial agudeza del intelecto y la profundidad (o barbarie, cuando se da) de nuestro corazón son, con toda probabilidad, los componentes esenciales del ser humano, lo que nos distingue de los demás seres vivos, no es menos cierto que poseemos unas manipulantes y diestras manos, unos brazos fuertes y una arquitectura física que nos permite afrontar, con éxito muchas veces, tareas manuales que pueden llegar a ser enormemente placenteras, además de convenientes y necesarias.

Admito mi predisposición a arrebujarme en la cama para ocupaciones “intelectualoides”, a descansar las posaderas en la silla frente al ordenador con demasiada frecuencia, y a mantener las manazas en los bolsillos en cuanto surgen imprevistos en casa. Pero en el campo la cosa cambia. Tal vez impulsado por el frío invernal, el cielo azul intenso o el mimoso sol de la mañana, siento un apetito gigantesco por, en estas semanas de tiempo ligeramente riguroso, dedicar mi cuerpo (y buena parte de mi alma...) a esas faenas briosas de tala, recorte, almacenamiento o quemado de los residuos madereros y las de desbroce y engavillado para futuras necesidades de fuego.

Hacia las nueve de la mañana ya estoy allí, en la choza. El moquillo, que ha aparecido por el fresco matutino durante el trayecto de tres kilómetros a pie, desaparece en cuanto me cambio de ropa. Alcanzo la sierra, saco la escalera y asciendo hasta el último peldaño. Echo un vistazo al universo de ramas y brotes que hay por encima de mi cabeza y empiezo a tantear... “Por aquí no, hay que dejar algún brazo para que salgan los guayacanes”, me digo. Otras veces no tengo piedad: “Toda la ramería de la higuera fuera, menos los dos miembros principales”. En ocasiones son indulgente, y sufro de afectación: “respetaré el helecho; no en vano fueron de las primeras plantas en aparecer sobre la Tierra...”. Reposo la sierra sobre la madera para saber dónde hay que rajar, descanso mis piernas sobre el metal de la escalera, dejo una mano libre, la apoyo sobre el tronco principal, y con la otra aso con fuerza la sierra. Y empiezo.

Es una sensación de gozo extrañísima. Deslizándose arriba y abajo, la sierra va perforando la madera, penetrando en las sucesivas capas, los anillos de crecimiento, como horadando la vida acumulada por el ser vegetal que tienes enfrente de ti. Hay una impresión singular, casi mística (si pudiera aplicarse para este caso) de unión entre tú y el árbol. Unión que nace de la destrucción, devastación a veces, incluso, que sufre una de las partes, pero que pese, o tal vez precisamente a causa de ello, la hace más fuerte. Tanto él como yo nos beneficiamos de esa, aparentemente, colérica explosión de fuerza mientras la sierra corre por sus entrañas; mis energías se agotan liberando a mi igual de toda la prescindible carga, ese envoltorio insano, permitiéndole más tarde crecer con nuevos brotes más vigorosos y resistentes en su ser, brindando frutos jugosos y llenando de abejas e insectos el aire de la próxima primavera. A mi vez, toda la madera recolectada, ese depósito de luz solar almacenada gracias a la sabiduría de la naturaleza, me será cardinal para calentar el hogar si fuera necesario mediante la epifanía del fuego, dar el calor preciso para cocer paellas y guisos y facilitar la combustión de restos más trabajosos y no tan dispuestos a ser devorados por las llamas.

Se trata, ya se ve, de una relación simbiótica: ambos salimos ganado. Pero no solamente en el contexto pragmático; la sierra pone en contacto dos entes, dos realidades ontológicas, distintas, pero idénticas en esencia. Más allá de las materias habitan las almas, la suya y la mía. Esto, que parece broma, va muy en serio: todo aquel que haya percibido un árbol lo sabrá. Para quien no sea más que un montón de madera no entenderá nada, naturalmente.

Una vez despojado de sus excedentes viene el trabajo, igualmente encantador si lo haces con tiempo y ganas, de cortar en pequeños pedacitos los ramales mayores y separar los menores para “remulla”. Así, te pones en dirección al sol temprano, coges las tijeras y podas aquí y allá; después, de nuevo con la sierra, confeccionas ligeros tronquitos, que almacenarás en cajones de naranjas para su uso posterior. Proporciona una satisfacción maravillosa ver toda esa sustancia leñosa convenientemente apilada y preparada, así como contemplar al árbol liviano y aliviado, y saber que todo es obra de tus manos, sobretodo si éstas no suelen ser motores de creación o transformación en el mundo empírico, como suele ser mi caso. Por otro lado, no hay que echar nada a la basura; todo sirve, en el mundo natural. Los desechos más livianos, el ramaje verduzco, servirá para hacer compost, alimentar a animales rumiantes, si los tienes, o como se ha dicho, catalizar el fuego purificador si no queda más remedio que librarnos de tales desechos.

La labranza no tiene fin; siempre hay quehacer: reparar cercas, pintar paredes, eliminar malas hierbas, construir algún cobertizo... esto por lo que atañe a funciones manuales. Las otras, las que dan energía más específicamente a la mollera o al espíritu, tampoco se terminan allí, en la choza: sol eterno, gatos imperecederos con sus travesuras, lecturas mil, conversaciones a la luz astral, siestas agradecidas, vigilar el correteo de las nubes, el rumor del viento, o sea, todo el cortejo ya conocido de hechos y actuaciones naturales, sembradas bajo la presencia de esos troncos majestuosos y (ahora) recortados, suaves como la calva de un recién nacido, y a punto para recibir el siguiente ciclo de estaciones, de vida y de muerte.

Y allí, junto a ellos, estaremos nosotros, aguardando con ansia la próxima oportunidad de emplear la sierra, formar un caos de ramas, hojas y troncos y entrar, a Dios gracias, en contacto profundo con nuestros hermanos silenciosos del reino vegetal.

(Imagen: El Hermitaño)

1 de enero de 2012

Senda abierta



Si hay un camino para cada hombre, lo más probable es que me haya extraviado desde que nací. Nunca lo he hallado; jamás he tenido la sensación de seguir un sendero único y unívoco. Antes al contrario: siempre he creído que me movía por varias vías diferentes, tomando de cada una lo que más me convenía. He cambiado de carril cada dos por tres, a veces con demasiada presteza, como huyendo, desapareciendo del mapa, para después ocuparlo por un momento de nuevo. He probado casi todo el espectro de comportamiento social y, al fin, con suerte o sin ella, pues poco importa, he llegado sin proponérmelo (¿o sí?) a configurar un rastro propio entre las vías principales por las que circula la sociedad. Apenas se ve, dicho rastro, no es más que una uñada en medio de esas grandes calzadas marcadas con asfalto fresco que constituyen el ir y venir del mundo occidental, los modos de vida salientes y dominantes.

¿Es propio, mi camino real, en verdad? Realmente no. No he podido elegirlo en su totalidad (¿quién está en disposición de hacerlo?); ha habido hombres (y alguna mujer) que han ayudado (¿o influido?). El estímulo externo es imperioso: un hombre solo no construye nada por sí mismo sin mirar a otros, aunque lo haga de soslayo, como sin querer. Pero, y lo escribo con desacostumbrado orgullo, debo decir que he respondido menos de lo que era esperable al impacto mediático, al influjo social, a la constante actividad roedora del entorno, que consiste en mellar la autodeterminación a base de una serie de clichés y estereotipos sobados, que se ven como modelos a imitar y que acaba por premiarse con el visto bueno de tu tropa y del apoyo, presencial y emocional, de la misma. El soborno, sin embargo, no ha funcionado. Tal vez me dejé llevar algún tiempo, los años mozalbetes, en donde había tanta opción que me arrastró la primera que se topó conmigo. Y estuvo bien: aprendí qué (y cuánto) podía sacar de todo aquello. Resultó ser no mucho, pero lo suficiente para enterarme de hacia dónde no debía ir. A los quince años poco puede uno entender la realidad social; si acaso, que hay unos y otros (unos y unas que te gustan, y otros y otras que no), y que hay que elegir (jamás olvidemos esto: que hay opción de elegir; parece intrascendente, pero muchos quizá ni siquiera saben que pueden hacerlo...). Que la elección sea la correcta es intrascendente. Porque no la hay. O, mejor, la hay, pero nunca sabremos cuál es.

Sólo cabe escoger. Es curioso que la elección no es, creo que casi nunca, consciente. Surge como por azar, va encauzándose por sí misma, a partir de pequeñas decisiones, diminutas negativas y vacilantes asentimientos. La ruta vital de cada uno toma cuerpo, en su integridad, sólo cuando hemos vivido ya un poco a nuestro modo, cuando hemos adoptado, con inseguridad no exenta de firmeza, las líneas maestras que van a ser una personalidad específica que se encamina hacia la madurez, pero que aún está verde en su esencia, que aún es novata en esas lides existenciales.

Desde luego, no se acierta en todo. Hay muchos rasgos que nos desagradan (aunque no lo reconozcamos, la mayoría del tiempo), porque es imposible, y totalmente indeseable, forjar un espíritu propio que no cometa errores, fechorías o burradas de toda naturaleza. Pero esa imperfección es el margen para mejorar, tan amplio que llega hasta el infinito. Ante tales defectos no cabe disgustarse, sino aceptarlos, y llevarlos a su mínima expresión hasta donde sea posible. De lo contrario, cabe prepararse para quedarse solo.

Por muy distante que hagamos nuestro sendero, por mucho que se separe, en alma y en geografía, de las vías consolidadas y frecuentadas, siempre termina en un foco que es común a todos, el punto central de la desaparición: la muerte. Esta une cada una de las vías, otrora abiertas, y las enlaza en una zona universal, como el centro de una ciudad es unión de las calzadas que transcurren a su alrededor. Lo distinto se hará uno; la variedad terminará indistinta.

Pero, mientras tanto, el camino que recorramos es propio, unitario, inseparable de nosotros mismos. Podemos sustituirlo por otro (cambiar de carril requiere arrojo, agallas, pero también no tomarnos demasiado en serio, reírnos de lo que somos...), porque nada es para siempre. Todo tiene un fin, la marca del destino.

Pues bien. La senda abierta ante tus pies guiará tu camino. Síguela, no tienes nada que perder. Ni que temer. Sólo quienes no saben adónde van se intimidan ante lo desconocido. La senda, en la que te va la vida, dirá hasta dónde llegarán tus pasos. De ti depende seguirlos, o no.

La senda se mantendrá abierta, hasta que tú quieras.

(Imagen: El Hermitaño)

31 de diciembre de 2011

En la noche, vieja (Relato)

"Las once. Salgo de casa. La fiesta desata las calles del centro urbano. Todo son voces, gritos, aplausos, sonidos de alegría y alborozo: el ambiente sublima los instintos de juerga y diversión de los transeúntes, y pasos apresurados cruzan el frío pavimento, en busca del lugar de reunión y de la compañía ansiada.

Tengo veintidós años. Mi padre murió, cinco atrás, por sobredosis de barbitúricos. No fue un progenitor demasiado esmerado en su tarea educativa, ni en transmitir sentimientos o afectos. No quiero pensar de este modo, pero por lo que a mí respecta, nada perdí con su desaparición: borracho, pendenciero, violento a veces, perverso y mezquino casi siempre. Sólo mi madre sintió la pérdida, tan unida como estaba a él (como un perro a un amo severo, quien le atiza y suelta latigazos a diario). De hecho, una parte de mi madre murió con su marido, ya que desde entonces aquella es poco más que un cuerpo ajado y abultado, sentado en un viejo butacón, frente al sempiterno televisor, luminoso y hablador desde tiempos antediluvianos. Antes de salir del apartamento, me señala la pantalla, y balbuce unas palabras, como lo haría un bebé. Quiere decirme que me quede junto a ella, sentado a su lado, viendo aquellos programas vomitivos del último día del año, donde aparecen bobos soltando chistes ridículos y brujas engalanadas con una copa de champán en la mano, mientras sonríen postizamente. Me entristece abandonarla, pero no puedo soportar verla así, y menos aún promover su estado. De modo que salgo a la calle.

Un frío intenso azota mi rostro; las manos se crispan, mis piernas acusan el viento gélido y apenas puedo permanecer de pie. Tal vez estaría mejor junto a ella, mi madre, reconfortado por el radiador, la manta a los pies y a la espera del cava y los turrones; pero si lo hago, si cedo, iré muriendo lentamente, iré perdiendo el rumbo. Como ella. Afianzo mi abrigo en torno a mi grueso pecho, no lo pienso más y echo a andar.

A mi alrededor, y por encima de mi cabeza, infinidad de luces que iluminan adornando ventanas y barandillas de balcones dan la bienvenida a una época de buenos pensamientos, buenas acciones y, por ellas, conciencias tranquilas y autocomplacientes. Me encuentro con algunos grupos ruidosos, ataviados con fachas de lo más lechuguinas, gruesos gabanes y peinados grotescos; ebrios apenas empezada la noche festiva, aúllan y se lanzan impertinencias y bromas unos a otros, pasándose una botella de plástico, medio llena de un líquido negruzco, mientras se mueven, precipitados, a través de las aceras. Las once y veinte.

Compuesta por tres miembros y un pequeño caniche, una familia extranjera, desheredada y sin raíces en la ciudad, marcha sin prisa contemplando, como yo lo había hecho instantes antes, el engalanado de las fachadas, indiferente a las próximas campanadas, al hogar de un pasado remoto en el país de la miseria (¿cuál no lo es?, después de todo), proyectando planes para un porvenir que desean prometedor, si bien quizá no llegue a serlo nunca. En el enlosado contiguo, una pareja de viejecitos graciosos, inmunes ya a fiestas y cachondeos estúpidos similares, avanzan cogidos del brazo, cercanos sus rostros. Me hubiese gustado ver así algún día a mis padres...

Llego hasta el coche. Arranco el motor y recorro los aledaños de la urbe, zonas pobres y deprimidas, enfermizas, las situadas en polígonos industriales, que suelo visitar cuando todos los demás gozan del paladar, del tacto y la introducción. El frío, más afilado aún allí por tratarse de amplias superficies sin obstáculos para el viento invernal, hiela el corazón (la calefacción de mi auto tampoco funciona), pero serpenteo por las callejuelas desnudas de edificios, a la espera de algún extraño encuentro. No tardan en aparecer un par de feas prostitutas, adefesios del asfalto con sonrisas gastadas, corroídas por el tiempo y el exceso, y puede que afectadas de sífilis, cuya mano te llama mientras sus ojos perciben billetes o un momentáneo calor en la entrepierna que mitigue el rigor de la dura estación. Paso de largo, viendo por el retrovisor dos figuras demacradas que empequeñecen a medida que aprieto el acelerador. A ambos lados de la acera hay millones de pringosos preservativos, agujereados, embrutecidos, símbolos de una eternidad de placeres, insatisfacciones, mentiras y fingimientos. Las once y media.

Detengo el vehículo a las puertas de una antigua fábrica. Hoy los cadáveres, las víctimas de un mundo infeliz y simulado, se reúnen en torno a un débil fuego, que brota desde un viejo bidón de gasolina. Veo, en la distancia, caras arrugadas por pesares, flacas carnes que sostienen a duras penas los huesos, ojos cansados de lamentos, pero con todo, contentos, en su miseria y desdicha, en su tristeza por no tener nada y en la melancolía de un pasado perdido. Uno de los cadáveres, rezagado, llega desde la otra acera a grandes zancadas; entra en el recinto y saluda a sus compatriotas, quienes les dan cariñosas palmaditas en la espalda, aunque algún otro le propina, medio en broma, un ligero puñetazo en el estómago. También ellos tienen en su despensa una botella de plástico con líquido negro, licor de raíz baconiana, sin duda alguna. El mundo les tendió una trampa, y ellos cayeron en sus redes. Aunque en ocasiones pienso que es el mismo mundo, el creado por nosotros, quien ha sido engañado por aquellos excluidos sociales; nos han ganado la partida. Quizá han logrado la victoria, pese a todo...

Me alejo de allí en silencio, calle abajo en punto muerto, hasta la entrada a la autovía, que circunda la ciudad. En el trayecto pienso en mi hermana mayor, con dos hijos pequeños y un marido inválido, a consecuencia de un accidente laboral en el aserradero. Recuerdo cómo jugábamos, de niños, cómo también nos buscábamos a veces para incordiarnos, pero cuánto nos queríamos. A medida que creció fue distanciándose de nuestros padres, en el caso paterno con toda justicia, quien en cuanto vio formada su figura atractiva, su rostro sensual y mirada incitante, empezó a despreciarla, a llamarla “golfa”, “zorra”, haciendo de su estancia en casa un infierno inmerecido, una tortura insensata y cruel. Siempre deseo tener mayores reservas de dinero para ir a visitarla y conocer algo más a mis sobrinos, pero los seiscientos kilómetros que nos separan impiden cualquier aproximación fácil. A veces ella nos envía, a mamá y a mí, cartas con fotos de los pequeños, y nos promete un encuentro venidero. Pero, aunque su padre ya no viva entre nosotros, mi hermana aún rehuye su casa, como si el fantasma de un ayer intolerable e incómodo todavía estuviese presente y sobrevolase las habitaciones del inmueble... Ahora, acabo de ver, mientras conduzco por la vacía carretera, algo parecido a fuegos artificiales coloreando el cielo oscuro de diciembre. La fiesta se acerca. Un cuarto de hora para las doce.

La última parada antes de volver a casa es el asilo. Allí reposa, espero que bien tratado, el único abuelo vivo que conservo. No puedo entrar, según reza el cartel de la entrada, a horas tan intempestivas, pero voy a verle a menudo. Me gusta charlar con él, hablarle de su hijo, a quien recuerda bien. El tiempo y la muerte han borrado, para él, buena parte de las amarguras del carácter de mi padre, como si ahora que ya no está tratase de inmortalizarlo en forma beatífica, como un santo o un individuo venerable. Sé, sin embargo, que en su remoto y vetusto interior es consciente de cómo, en realidad, fue su hijo, y de cuánto nos hizo sufrir a mi hermana, mi madre y a mí mismo. Desde la acera le contemplo, a través del cristal del recinto. El pasillo y el recibidor, donde está en compañía de otros residentes, se exhibe decorado con espumillón (de lo más hortera), grandes pinos sintéticos con bolas de colores y otros adornos convencionales. Pero los trabajadores y cuidadores no transmiten alegría alguna, según veo; deben maldecir no poder pasárselo en grande como los demás, unidos al griterío del montón joven, en lugar de hacerlo con aquellos vejestorios, aunque allí también celebren, con uvas, espumosos y mazapanes, la entrada del año nuevo, y pese a que, el próximo mes, recibirán un suntuoso pago por su generosa y desinteresada solidaridad.

A las doce menos cinco minutos regreso a casa, mientras oigo petardos y cohetes que rompen el silencio de la noche. Encuentro a mi madre cabizbaja, dormida, con la televisión escupiendo imágenes de confetis y presentadores con matasuegras. Reclino su cabeza apoyándola en una almohada, me descalzo y tras quitarme la ropa, que despide pequeñas descargas eléctricas por la sequedad del hogar, abro la cómoda agrietada en donde mi madre conserva los licores, extrayendo una prehistórica ampolla de güisqui irlandés. Esta es mi nochevieja, mi celebración. Cojo el frasco de cristal y brindo por los que no brindan, los que no celebran, los que no pueden o no quieren, los que no tienen nada que celebrar más que la vida misma. Esa vida oculta, la vida pobre, miserable, que bulle y palpita a nuestro alrededor, y que casi nunca vemos, porque preferimos arrinconarla, olvidarla, como si así pudiésemos evitar su existencia incómoda.

Mi vasito se vacía a la luz de la vela. Creo que mi próxima Nochevieja será distinta; tal vez me una a la celebración masiva. Para catar el aroma de lo divertido, y dejar de lado lo sombrío y tétrico de las vidas dolorosas de aquellos que respiran nuestro mismo aire. O quién sabe si, para entonces, ya seré yo uno de ellos...

F.l.z .Ñ. N..v."

25 de diciembre de 2011

Fragmentos para otras gentes



"Intenté ayudar [a aquel hombre] con mi experiencia: le dije que yo no tomaba té, ni café, ni mantequilla, ni leche, ni carne fresca, de modo que no tenía que trabajar para conseguir todo eso y que, como no tenía que trabajar mucho, tampoco tenía que comer mucho, y que mi comida apenas me costaba nada; pero que como él empezaba con té, café, mantequilla, leche y carne de vaca, tenía que trabajar duro para pagarlo, y que, como había trabajado mucho, tenía que comer mucho para reparar el gasto de energía, de modo que daba lo mismo, o no lo daba, porque estaba descontento con su vida..., aunque había creído que salía ganando al venir a América y conseguir aquí té, café y comida todos los días. Pero la única América verdadera es aquel país donde somos libres para seguir un modo de vida que nos capacite para pasarnos sin esas cosas y donde el estado no intente obligarte a mantener la esclavitud y la guerra y otros gastos superfluos que, directa o indirectamente, resultan del consumo de todo eso..."

Henry David Thoreau, Walden, 1854.

(Imagen: El Hermitaño)