11 de junio de 2006

Testigos de dogmas, creyentes de lo absurdo



Hoy, apenas nacidas las nueve de la mañana, un par de simpáticos viejetes han hecho acto de presencia en mi lugar de trabajo (y disfrute, al menos por el momento, dado que dispongo de tiempo libre, tanto que he leído tres libros en cinco días...). Estos yayos en cuestión (de quienes ya he hablado, aquí, hace casi diez meses), pulcramente vestidos y documentados hasta las cejas, me ofrecían amablemente unos folletos acerca de las actividades de los Testigos de Jehová, folletos a los que suelo echar una (brevísima) ojeada. Me hace gracia -y siento cierta curiosidad, también- sobre lo expuesto en ellos: el tufo a verdades reveladas, irrefutables, dictadas por los grandes héroes de la religión, acompañadas por una inevitable y curiosa alusión constante a la moral, a lo aceptable y a lo bueno (todo es una misma cosa, por supuesto).

Al mismo tiempo, logro reconocer que tienen algo de positivo: muestran, más allá de paparruchas teológicas y pestilencias éticas, el deseo de un mundo mejor, de un intento por evolucionar y dar al traste con la sociedad que nos rodea, podrida y manifiestamente perniciosa para el bienestar humano libre e integrador. Lo triste es todo el rollo acerca del Armagedón y el posterior paraíso en que se convertirá la Tierra, habitado por los siervos de Dios, dóciles como la manada de borregos y felices en sus mediocres y organizadas vidas.

Ahí es donde encuentro la basura, el olor a podrido, a nociones humanas trasnochadas y directrices religiosas decadentes. Y ahí es donde paro de leer esos panfletos y vuelvo a la filosofía, a la literatura y al ensayo. Vuelvo, por lo tanto, a la libertad de pensamiento, al océano de independencia que proporciona el hallar nuevos mundos por descubrir; ya sea empleando el raciocinio, la imaginación o la inspiración, pero nunca los dogmas ofrecidos como respuesta a todo.

Las grandes verdades no fueron reveladas a gentes de hace más de dos mil años: se nos revelan cada día (y de forma distinta) a cada uno de nosotros, tras cada amanecer o crepúsculo. Las verdades de Verdad surgen de nosotros mismos, no vienen de fuera, y nos sirven para ser más libres, para abarcar más perspectivas, para expandir el sentimiento que tenemos de la vida, de los hombres y mujeres y del Universo en el que vivimos.

Los simpáticos abueletes domingueros, carpeta en mano y respuesta divina en mente, seguirán su viaje en pos de nuevos miembros a los que afiliar; tal vez se hayan hecho muchas preguntas en su vida, pero seguramente no se habrán cuestionado acerca de por qué motivo dejan que sean otros los que decidan y respondan por ellos, por qué permiten que otros les revelen las verdades (sean verdaderas o no) y por qué razón han abandonado todo espíritu crítico ante lo dicho por las autoridades religiosas. Ésas son las preguntas que deberían hacerse, más que las relacionadas con Adán y Eva y la manzana, el Armagedón o qué plegarias realizar antes de irnos a dormir.

Pero, por supuesto, toda especulación intelectual en torno a la religión es perniciosa para los propios creyentes. Las reflexiones filosóficas o científicas representan un peligro, ya que conducen a la herejía o causan incertidumbre entre aquellos que profesan una fe pura y ciega; así, no hay que reflexionar, no hay que razonar, no hay que cuestionar los preceptos y los dogmas. Y eso es lo que hacen los dos viejecitos que me han visitado hoy, amables y considerados hasta el aburrimiento. Y es lo que harán hasta que mueran, llevando consigo la felicidad de una existencia dirigida y orientada por otros, manipulada y mancillada por los intereses de unos pocos.

Es la mácula de todas las religiones, la peste de la Humanidad. Pero ahí siguen ellas, infectando, carcomiendo y matando.