3 de diciembre de 2006

Abriendo una senda



La Naturaleza siempre está dispuesta a dar a veces algunas sorpresas. Olisqueando el ambiente, brumoso y opaco, del día de ayer, marché a las montañas, mis montañas (entendidas no como posesión, sino como parte de ti mismo). Enfilé un camino muy bien señalizado, de interés ecológico, y de una cierta importancia para los andariegos que se pierden en la espesura del bosque sin más motivo que el existencial. Yo mismo lo había trillado antaño, como parte de un programa (impensado e inconcluso) para paterame todos los rincones de mi querida y cada vez más devastada comarca. Casi nunca tengo un plan para adentrarme en las montañas: simplemente el vehículo me acerca hasta ellas, y luego todo es cuestión de un giro rápido de volante o una decisión espontánea.

Una vez penetro en el tapiz de rocas, árboles y flora arbustiva, el mundo cambia. Sólo unos metros más atrás hay cierto jaleo de perros ladrando, gentes con motosierras, y los signos de civilización. Tras avanzar unos pasos, a uno le invade la selva. El valle se encajona, el cielo parece oprimirte, y el silencio nace de repente. Es una sensación agradable, hechizante. Del gris y brumoso firmamento aparecen aves en las alturas, algún conejo surge del suelo fangoso, y todo lo que hay a tu alrdededor se reduce a lo que la Naturaleza ha creado. Vida, silencio, y espacio.

La verdad es que en ese momento he tenido la impresión que era la primera persona en mucho tiempo que se arrastraba por allí. Parecía que nadie hollaba esas tierras... casi desde la creación del propio Universo. Unos pasos más y la propia tierra me lo confirma: las zarzas y arbustos que, de ordinario, se limitan a los márgenes adyacentes del camino, descansan ahora sobre el trazo del mismo. Quizá, un par de años antes, cuando visité el lugar por última vez, fui en realidad el postrero visitante... . No obstante, y pese a los daños que otras veces las zarzas ocasionan, no he amilano y sigo adelante. Con las manos, los brazos, los pies, la mochila, a veces con la nariz, voy quitando las hierbas y me abro paso, no sin dificultad. Las zarzas hieren un poco, las botas se llenan de fango y agua, el corazón se acelera y sudas para avanzar un par de metros.

Una sensación maravillosa y terrible, al unísono, es la de saber que en la mochila, mi única compañera, no descansa ningún móvil, el aparatejo más enojoso y, al tiempo, salvador que uno pueda imaginar. Yendo entre desmontes, con tajos enormes a uno y otro lado, la cosa más sencilla del mundo es despeñarte y acabar hecho puré en el fondo de un barranco anónimo. Pero ahí reside, en efecto, la aventura, el riesgo, la conmoción que supone estar solo en medio de toda esa enormidad y sin nadie que pueda echarte una mano. No se trata de despreciar la vida, más bien al contrario; de la soledad (verdadera) surge la estima hacia tu existencia, y ello te hace asirla con fuerza, para darle la mayor significación posible. Y esto sólo es realizable si eres consciente de que puedes perderla al menor descuido.

Hay muchas maneras de abrir una senda. Uno puede ir a la montaña y a manotazos abrirse camino por entre la maraña; pero también puede hacerlo en la vida "corriente". Es más, quizá deba hacerlo, porque quien no lucha, quien no siente deseos de arrancar la pobredumbre que infecta a raudales este mundo no me parece humano. Como el sendero por el que apenas pude avanzar ayer, hay caminos dificiles en esta miserable y espléndida vida; pedregososos, fangosos, llenos de peligros y solitarios, que sólo recorren unos pocos. Los hay, también, tan limpios de zarzas como las grandes autopistas, por las que circulan casi todos: vías seguras, iluminadas, que nos llevan fácil de un lugar a otro.

En función del carácter de cada cual, nos movemos por unas sendas u otras. En función de lo que para nosotros representa la vida, decidimos lo fácil o lo dificil, lo limpio o lo sucio, lo usado o lo inmaculado. En función de cómo somos, penetramos en el sendero lleno de zarzas, o nos limitamos a regresar a casa donde, calentitos y bien abrigados, al amparo de un mundo domesticado, continuamos nuestros quehaceres en la civilización. A salvo de peligros incontrolables y barrancos escarpados, sólo con los riesgos creados por el hombre en su pompa artificial, nos limitamos al consumo y a la concurrencia.

Y, ahí, ése es el mundo en el que nos hallamos, impersonal, frío, distante para todos nosotros. Entro en Internet, abro el blog, empiezo a escribir estas líneas. Y miro hacia afuera, a las montañas, a la Madre. Quizá deba ir, quizá deba volver a penetrarla, y hacerme suyo. Tal vez, sí, deba volver a abrir una senda.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Joder,me has echo casi hasta llorar con tu narracion de lo que es ir al monte,montaña o naturaleza,como cada cual lo quiera llamar,a mi me encanta el ir a zona semi virgen y si me puedo meter por un zarzal para conseguir mi objetivo,alla que voy..alli me siento libre de verdad,bueno yo y mi fiel amigo Boluca,que aunque se arañe todo el morro no se despega de mi...felicidades por sentir esto que es tan bonito,la naturaleza como bien dices es nuestra madre,aunque muchos ya renuciaron de ella.

Nos vemos por el monte.

elHermitaño dijo...

Me alegra que te haya gustado el post. Gracias por la visita y hasta pronto.

Saludos.