9 de agosto de 2010
Noches...
Sábado por la noche. Casi las diez. Oigo cornetas de ritmos repetitivos brotando de vehículos que circulan a toda velocidad por la carretera. Más cerca, grupitos de gente moderna atraviesan la calzada persiguiendo garitos y antros de moda. No los veo; los presiento. “Pero qué borregos”, me digo, y al instante siguiente: “Olvídalos. Tienen lo que quieren. Como tú. Después de todo, no hay tanta diferencia”.
Y sí, es cierto. Cada cual persigue su sueño, elige (es un decir, pero este es otro tema...) sus movidas y vive según ciertos principios. Mejores o peores. No me cabe duda de que todos escogemos lo que pensamos que nos más conviene. Algunos acertarán; otros sólo creerán que lo han hecho.
Sólo hay una (bien, hay mil, pero dejósmolo...), una diferencia que no separa, y un “pero” que les tengo que reprochar: que no se enteren de que hay algo más que hacer, que lo hecho por ellos no es imperativo en absoluto, que existen otros modos de vivir ese lapso de tiempo. Porque sentía una ligera escozor cuando, en años juveniles (y aún en los que no eran tanto), me preguntaban a menudo si yo “salía”, si iba “a algún sitio” los viernes y sábados noche. A veces respondía con un molesto y simple “no”, otros les aseguraba que aquello no me iba nada, que lo encontraba aburridísimo (rostros estupefactos, sonrisillas de suficiencia y, enseguida, te encontrabas a solas...). En pocas ocasiones la conversación seguía y alguno, tontorrón a más no poder, demandaba una explicación: porque claro, si no ibas allí y hacías“eso”, entonces ¿qué óstias hacías un sábado noche?
Algunos ejemplos: Leer, escribir un poema (o un texto como éste...), disfrutar de alguna película, cenar con alguien que te importe (o no), echar un polvo (pero sin ritual previo), pasear por un camino no iluminado, conversar con un amigo o amiga (pero no charlar ni chismorrear, sino conversar, sacar las entrañas para que el otro las examine y decida si vales la pena o no eres más que una mierda...), contemplar la Luna (no un minuto, sino tres horas, sentirla, amarla, penetrarla...) o las estrellas (pensar en ellas, recordar que eres ellas, notar cómo están en ti...), no hacer nada (pero nada en absoluto, nada de nada, para saberlo todo y ser consciente de TODO), sentarte a tu lado (¿se puede?) y estar al tanto de lo que hay “aquí” (allí), mover las figuras del ajedrez hasta que se configuren en algo con sentido (y leamos sus mensajes), dar vida a las piezas del puzzle, ver las artimañas de la araña o los brincos gatunos tras los ratones, extasiarte ante el rumor del viento, observar el ondular de la parra mientras sueñas despierto, anhelar una presencia tanto hasta que sientas dolor, rememorar ese pasado perdido que te hizo hombre (o mujer), abrir los trémulos brazos hacia lo alto (no hacia las montañas ni las estrellas, sino hacia lo que está aún más allá, lo que está más allá de todo y de ti...) y sentirte unido, cosido al mundo, amado por él, y saber que nunca estarás solo, aunque siempre lo estés...
Y así hasta mil cosas más. O mil millones. Poned una moneda en el tocadiscos, y elegid vosotros. Entonces el tontorrón cierra la boca (la había abierto mientras duró nuestra respuesta...), asiente con su cabezota y empieza a comprender el “algo más” que hay, aquí y en todas partes, además de lo que él supone que “debe” hacerse el viernes y sábado por la noche.
Soporto muchas cosas, hasta la mayor imbecilidad posible, pero no que un petardo quinceañero ignore esto, que su mollera fofa y aún poco densa no entienda que lo decidido por él no pasa de ser una opción, no “la” forma de vivir la juventud. Y aún más asco da que, después, los cochinos seriales televisivos (españoles, quiero decir) reproduzcan hasta el vómito el cliché juvenil (la juerga y el mogollón, el alcohol y el sexo, como sus señas de identidad), mientras la otra juventud, esa que existe sin hacer ruido, sin romper contenedores o emplear armas blancas, que no acude a la llamada del poder ni la chusma, esa que disfruta sus noches de mil modos diferentes (y uno puede ser, y es, acudir a las catedrales del histerismo, de vez en cuando), esa otra juventud pasa desapercibida, sin que nadie la oiga (aunque tanto diga, y tanto tenga que decir). Aunque merecía ser escuchada, quién sabe si quizá en su silencio esté su fuerza.
Una elección vital jamás debería degenerar en dogmatismo, en el fanatismo propio de los intolerantes.
Ya son casi las doce. Les oigo en la distancia. Ellos a mí no. Salen a la calle; subo a la terraza. Se besan, saludándose; miro al gato, que dormita silencioso. Buscan afanosos con la mirada un rostro cómplice; contemplo las luces que brillan sobre mi cabeza, buscando un guiño. Cierran la puerta, al entrar en el antro; cierro yo también la mía. Apago las teas; ellos las encienden. Cierro los ojos; ellos hacen brillar los suyos.
Sábado noche. Tienen lo que quieren; tengo lo que quiero.
(Imagen: El Hermitaño)
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2 comentarios:
Yo tambien tengo lo que quiero...estoy aqui...todo esta bellicimo.
Pues me alegro... :)
Saludos y gracias por el comentario.
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