7 de junio de 2008

Sobre las personas y sus vidas

Cuando estuve de viaje través de las tierras valencianas, con la compañía de un buen amigo, solíamos hablar y discutir a la puesta del sol; quizá por ese ambiente calmado que nos envolvía, plagado de serenidad y silencio, salían a la superficie algunas cuestiones interesantes. No era una dialéctica excesivamente elaborada, como es de esperar, pero una de las veces hablamos acerca de un tema en el que manteníamos, y mantenemos, una posición opuesta. En realidad apenas dijimos unas frases al respecto, pero ello bastó para formarnos una idea de la opinión del otro (son muchos los años que nos han visto juntos y nos conocemos bien). Expondré la postura de mi amigo, según yo la entiendo, y a continuación ofreceré la mía. De entrada tengo que decir que, con seguridad, no haré justicia plena a los razonamientos que presentaría mi "adversario dialéctico", de estar presente él mismo en esta discusión. Pero trataré de situarme en su lugar y ofrecer un punto de vista lo más depurado posible, pese a que no sea el mío.

Su postura puede entenderse, de forma directa y sin rodeos, como sigue: "Hay vidas mejores que otras". Por mejores hay que entender, como es lógico, vidas más llenas, más completas, estimulantes y enriquecedoras para las personas que las viven. Obviamente no hablamos de mayor valor intrínseco, pues huelga decir que ninguna vida es superior a otra, sino qué tipo de vida puede ser más humana y provechosa. Cabe decir aquí que mi compañero considera su vida como especial, por cuanto se dedica a los asuntos del intelecto y del espíritu a tiempo completo, brindándose a sí mismo una existencia que él percibe como total e insuperable: el tiempo centrado en la lectura, el descubrimiento, la creación literaria, la contemplación y demás actividades similares, le incitan a suponer que ésa vida, la suya, es la mejor posible, o más exactamente, que es mejor que la de muchos otros.

Esta conversación surgió a raíz de observar, mientras comíamos en un bar, a un tipo que estuvo prácticamente dos horas consecutivas encadenado a una de esas máquinas tragaperras, ausente de todo lo que le rodeaba y de cualquier realidad externa. Sus hábiles dedos manipulaban los botones con experiencia, y sus ojos chispeaban, según pude ver aún en la distancia, con la expectativa de una hipotética recompensa económica.

Fue entonces cuando mi amigo susurró algo como esto (no recuerdo exactamente cuáles fueron sus palabras):

- Joder, que vida más miserable. ¿Cómo puede perder su tiempo de manera tan estúpida?

Ambos reconocemos, naturalmente, que los ludópatas -aquel sujeto parecía ser uno de ellos, aunque era imposible asegurarlo- tienen un problema, sufren una enfermedad, por lo cual resulta difícil que ese rato que estuvo allí fuera representativo de su vida, de cómo vive y lo que valora. Pero imaginemos, tomándonos gran libertad, que ese tipo supiera controlarse, sin acabar obsesionado ni superado por el ansia de juego constante, y supongamos también que es un hombre corriente, currante, como tantos otros, de nueve a siete, y que al llegar a su hogar se dedica a ver la televisión, cenar y dormir unas pocas horas, hasta que el dia siguiente la historia se repite, una y otra vez. Algunos podrán verse identificados en este tópico cliché de ciudadano medio, y pese a la tosquedad de su descripción, seamos generosos e imaginemos que, en efecto, su vida es realmente así, a grosso modo.

La pregunta es: ¿qué vida es mejor, más llena, más humana, incluso? ¿Es la que disfruta mi amigo una existencia de mayor alcurnia, de mayor valor? ¿O la de aquel yonqui de las máquinas es igualmente fructífera, útil y sabia?

Yo sostuve, y sigo sosteniendo, que no hay forma objetiva de discriminar entre vidas mejores o peores; mi amigo me increpó, y quiso hacerme ver que eso equivalía a un peligroso relativismo. Si no hay manera de discernir qué existencia es mejor, ¿para qué demonios ha servido, entonces, toda la corriente filosófica de corte práctico que, desde un tal Platón, hace algunos miles de años, ha llenado millones de páginas con la intención de hacer más sabias a las personas en sus vidas diarias, orientándolas hacia lo que, en cada época, se consideraba como el tipo de vida ideal y virtuoso? Si todas las vidas son igual de valiosas, ¿para qué perder el tiempo buscando cuál es la mejor, si ésta no es más que una idealización superflua e irreal?

Con todo, mi postura es la siguiente: "Ninguna vida es mejor, más plena, fecunda o humana que otra, siempre y cuando todas ellas hayan sido elegidas voluntariamente y las personas que las viven sean, por tanto, plenamente conscientes de sus carencias y bondades". Si el ludópata de turno es consciente de su categoría de vida y sabe lo que se está perdiendo al no abrazar otras, y aún así sigue decidido en vivir la vida a su manera, está realmente viviendo de la mejor forma posible para él, por lo que no habrá otra vida mejor que pueda vivir ni experimentar.

Para que esto sea posible se necesitan, lógicamente, seres humanos conscientes de lo que hacen y de lo que se pierden a cada paso que dan. Yo soy consciente (espero que plenamente) de que mi modo de vida, ermitaña, solitaria, algo misántropa e independiente, tiene sus puntos fuertes, que valoro como imprescindibles, y sus aspectos negativos, carencias que no puedo llenar por la misma naturaleza de mi elección, que ha sido propia y no influenciada por factores externos determinantes. Tiene sus compensaciones, sí, pero también sus lagunas. Según mi tesis, ésta es mi mejor vida posible, hoy por hoy. De la misma forma, el currante que saboree su existencia, que disfrute su trabajo, las horas que se pasa frente al televisor y hojeando el 'Marca', y que sea consecuente con ella, que perciba otras posibilidades y las deseche porque no le resulten atractivas, entonces es un sujeto que está viviendo con la máxima conciencia de su existencia. Y en esas circunstancias no cabe nuestra crítica a su vida o nuestra paternal condescendencia, porque se halla al mismo nivel cognitivo que nosotros.

Podríamos sintetizar todo esto en tres puntos referenciales, a los que deberemos remitirnos para saber si una persona está viviendo su mejor vida posible, sea cual sea ésta (y siempre, claro está, que con ella no haga daño a otros). Estos tres puntos son:

1) Consciencia; es decir, saber qué significa vivir como vivimos, cuáles son las virtudes y defectos de nuestra elección, y ser conscientes de que hay alternativas, pero que las ignoramos porque suponemos que la manera en que vivimos es la más adecuada para nuestros intereses.

2) Elección; o sea, haber sido tú mismo quien haya decidido qué vida vivir. Parece fácil, pero en muchas ocasiones no está muy claro el límite entre ello y la influencia que la sociedad (esto es, medios, amigos, familiares, etc.) ejerce sobre nosotros, de modo que podríamos pensar que nuestra vida la hemos elegido nosotros cuando en realidad ha sido algo externo a nuestra voluntad...

Y, 3) Responsabilidad; si somos conscientes del tipo de existencia que llevamos debemos, paralelamente, ser responsables de ella. No podemos, por tanto, despreciar nuestra vida o las circunstancias que la rodean porque en gran parte es resultado de nuestra elección, y si la criticamos estamos dando a entender que hemos fracasado en dicha elección, y que hay vidas mejores que podríamos vivir. Si lo hacemos, estamos entonces estableciendo diferentes niveles de vida, y con ello, aceptamos que hay vidas mejores que otras.

Cabría, por supuesto, matizar mucho más estas posturas, adobarlas con argumentos más elaborados y dotarlas de una mayor firmeza conceptual, si es que merecen realmente tales desarrollos y son algo más que ideas peripatéticas sin demasiada profundidad, pero me parece que ambas visiones están bastante claras. Tampoco se trata de elegir entre una u otra, no hay una buena y la otra mala, o una acertada y la otra equivocada; estas cuestiones no pueden solucionarse tan a la ligera, y a partir de una conversación casual entre amigos a la lumbre solar.

Podemos aceptar, por ejemplo, la idea de que efectivamente hay otras vidas más intelectuales, más artísticas o más espirituales que las nuestras, vidas que están repletas de sabiduría o de experiencia, de entendimiento o de aventura. Podríamos, incluso, llegar a aceptar que son mejores en uno u otro sentido, en el que nosotros queramos darle a ese término 'mejor', pero ni siquiera desde esa posición nos veríamos obligados a reconocer que son existencias a las que debamos aspirar, dado que pueden no ser necesariamente las que más nos convienen. Porque, repito, si somos conscientes de qué vida vivimos, si somos responsables de ella y la hemos decidido por nosotros mismos entre un abanico de existencias posibles, entonces es la mejor para nosotros, por lo menos durante un cierto periodo de nuestras vidas.

¿Alguien está dispuesto a opinar?

(Publicado en Apuntes de Filosofía el 12 de abril de 2008)

31 de mayo de 2008

La insignificancia del estudiante

Tengo que decirlo. Y debo hacerlo ya.

Los estudiantes son unos sodomizados. Unos gallinas siguiendo el esquema predeterminado, que abren los libros, los cierran y los incineran cuando otros se lo piden. Pero ellos, por sí mismos, carecen de toda iniciativa, voluntad o deseo. Empollan y memorizan, con el ánimo de superar aprobados o lograr notas altas. Piensan en títulos, créditos, licenciaturas y otras mierdas.

Pelotean al profesor, sonríen cuando los resultados cumplen las expectativas. Lloran si no lo hacen. Permiten que una prueba o calificación oriente sus intereses, sus curiosidades y sus vidas. Delegan todo mérito a un papel. Sueñan, a veces con pesadillas, acerca de los controles, despertándose en sudor frío si el inconsciente les juega una mala pasada.

No saben lo que es aprender. Jamás han tenido el hábito de leer por el sólo hecho, grandioso, majestuoso, de la lectura, de lo que implica abrir una novela, un ensayo o un manual. Nunca han entrado a la biblioteca, o a un museo, si no es con el fin de cumplir la obligación académica. Desechan el saber y el aprender, y el estudio, por el contrario, se convierte en su aliado, su amigo, a quien abrazan y besan.

Pero vosotros no sóis así. No, vosotros no. Nunca dejéis o permitáis que os llamen "estudiantes"; cuando algún imbécil os pregunte "¿estudias o trabajas?", debéis decir, sencillamente, que "vivís". El trabajo, si no nace de ti mismo, es una cárcel. El estudio, por sí, ya es una prisión, que anula el gusto por aprender y orienta y manipula al futuro adulto.

Sólo debe existir el aprendiz, el ser abierto cada día al mundo. A cada instante, un libro, una página aleatoria, un descubrimiento. No a la enseñanza programada. No al sistema de educación sodomizante y alienante. A los cinco años nuestra curiosidad alcanza el Universo entero; a los quince se limita a una nota pegada a un papel. Y a los treinta... televisión, aburrimiento y apatía ante el mundo.

Liberémosnos de esa prisión. Sus grilletes son débiles. Todo depende de nosotros.

23 de mayo de 2008

Ante el espejo

"Tantos años he vivido lejos del mundo,
Extraño en este mercado de mujeres y placeres,
Salvaje, descuidado, independiente,
Hermano de los árboles, amigo de los lagos y ríos.
Ahora aprendo a malgastar las tardes
Cuidando el peinado, la corbata, la camisa y la
piel.
A salir en «smoking» y zapato de charol,
Aprendo a pasar junto al botones hacia la música de
baile.
En el espejo veo sonreír mi cara,
Un poco cansada, un poco más gris, más pálida,
Un poco más depravada también y con más arrugas,
En otro tiempo la mirada era clara, la frente
luminosa,
Mejillas y labios más risueños y suaves,
Entonces no necesitaba polvos ni pomada.
¡Ahora viejecito, peínate con primor la raya,
Afeítate bien y ponte la camisa de gala!
Seguramente todo tu esfuerzo será inútil,
Seguirás siendo un extraño en este mundo.
Y un día te reclamarán el bosque,
El arroyo, la lluvia, las estrellas, las montañas,
los lagos,
recorrerás otra vez los viejos caminos,
Podrás caminar de nuevo, vagar, mirar,
Beber hasta el fondo el cáliz de la soledad
morir sin ser visto en el desierto."


Hermann Hesse, Escritos sobre literatura

14 de mayo de 2008

A vivir, por uno mismo



Decía Joseph Campbell que el privilegio de una vida es ser quien uno es. Entonces, ¿qué nos hace querer permanentemente ser otro, lograr lo que otros logran y actuar, hablar y hasta incluso sentir como lo hacen los demás, sobretodo si éstos rezuman fama, poder, o dinero (tres variables estrechamente ligadas)?

Por suerte no es mi caso. Quizá peque de arrogante y afectado, pero vivo tal cual quiero ser. No me quedo boquiabierto ante las hazañas deportivas, humanitarias, sociales o culturales de los demás, por muy elevadas y relevantes que éstas sean. No abrigo esperanzas de parecerme a nadie (no tengo ídolos... aunque quizá Thoreau y Hesse, por su literatura y formas de vida, me atraigan especialmente), en la adolescencia no llené de pósters mis paredes con melenudos rasgueando una guitarra eléctrica, ni con atletas dándole un puntapié a un balón. Ni siquiera entre los grandes pensadores, literatos o artistas, con quienes más congenio, he sentido el anhelo de la semblanza hacia sus personas.

Mi gurú, por mal que suene, nunca ha estado más allá de mi. Pese a mis infinitas carencias, cegueras, mis incapacidades y mis vergüenzas, aunque sepa que no poseo mucho de lo sublime, lo excelso y lo genial, que será bien poco lo que quedará para la posteridad o el retrato, pese a todo esto, digo, y para bien o para mal, mi héroe soy yo mismo.

6 de mayo de 2008

El hombre universal

"Si nuestra cultura transforma a cada uno en un especialista, entonces la grandeza hoy consiste en ser universal; si este mundo debilita la voluntad entonces la grandeza hoy consiste en la fuerza de la voluntad; si esta cultura desarrolla el animal de rebaño entonces la grandeza consiste en vivir solo, desprovisto de instintos gregarios y dotado de una voluntad irreductible que le permite conocer numerosas metamorfosis y sumergirse insaciablemente en las profundidades siempre nuevas de la vida".

Friedrich Nietzsche, Nachgelassene Fragmente.

26 de abril de 2008

Per les terres de Diània (I)


Zarpamos. Naranjales y montañas, ávidas
de ser exploradas. Villalonga



El símbolo de la comarca: Circ de la Safor


Surtidor de agua, brotando
desde el corazón de la sierra


Valles encajonados, agua y gente con suerte


Assut del Serpis. Cinco meses desde la última
lluvia. ¿Alguien dijo algo de sequía?


Colores, olores y belleza. Naturaleza
total

El esqueleto polvoriento de un templo de
sufrimientos. En segundo plano, el
Castell de Perputxent

Ocaso entre olivares


El Sol abre el día, a los pies del Castell de Perputxent

21 de abril de 2008

La locuacidad del silencio



En el budismo hay una desconfianza imperecedera hacia las palabras. Se las entiende como simples convenciones lingüísticas que carecen de toda realidad. Pero no sólo aquellas pronunciadas por nosotros; las que dijo el mismo Buda, si es que lo hizo (porque muchas son aún las incógnitas acerca de su legado y su forma de transmitirlo), deben comprenderse únicamente como revelación provisional, palabras vacías y falsas incluso, en último termino. Un tal Devadatta lo concisa así: "Si todos los dharmas [cosas, en este contexto] son mentira, sin localización ni dirección, todas las palabras son en verdad la última verdad". Verdad y falsedad, pues, son una sola cosa en realidad; las palabras no pueden distinguir entre ellas.

El problema es suponer que las palabras, los pensamientos por ellas expresados, y los conceptos que estructuran el pensamiento poseen una realidad propia, una independencia respecto a nosotros. Esto lleva al apego por las palabras y su resultado es la confusión, por creer que reflejan la realidad cuando en realidad, "cualquier cosa que se diga dice algo sólo porque no dice nada". Toda palabra es vacuidad, vacío. Son tanto verdad como falsedad. Somos sus esclavos, pero si las abandonamos seguiremos siéndolo.

No podemos huir de ellas, pero sí limitar su expansión inútil empleándolas eficazmente. Y, a la vez, abrazar ese amigo maltratado llamado silencio, del que escapamos, cobardes, a diario. Sólo llega a uno a saber lo que es vivir cuando las palabras justas y el silencio profundo cohabitan dentro de nosotros.

13 de abril de 2008

La Aventura; luces y sombras



El Anhelo: salir de un mundo y entrar en otro. Salir y entrar en ti mismo. Descubrir, explorar, abarcar, percibir y sentir. Formar parte de lo que no es la realidad y olvidar ésta, porque es falsa. Huir de las palabras y de quienes son por ellas.

El Recorrido: liso y áspero, seco y chorreante, descansado y agotador. Ora corto y liviano, ora interminable y fastidioso.

El Cuerpo: acaba magullado pero curtido, abrasado por sus límites y sediento. Implora por unas gotas de agua, rezando por fuentes imaginarias. Igual calmado que excitado, indispuesto pero decidido a todo.

La mente: deseosa y frustrada, encorsetada por lo uno y liberada por lo otro. Agresiva e ingenua, permisiva e intolerante.

La meta: idealizada desde la distancia, en verdad no la había, o todo era una meta por sí mismo. ¿Había entre nosotros una competición, una carrera, también? Siempre tras la mejor idea, el mejor pensamiento, las palabras más grandilocuentes, con el afán de ser el mejor, y demostrarlo. Discusión, rabia, furia, a veces con razón, otras imputando cargos inventados.

El Fin: llegó el final, y se le deseó. La necrológica estaba ya en la lápida; "el viajante muere cuando quiere regresar al lugar del que partió". Nada (o todo) transcurrió según lo esperado: ni el trayecto, ni la aventura, ni el aliado, ni uno mismo. Así debe ser toda verdadera andanza por el mundo, es cierto. Partimos en la seguridad, avanzamos con tiento, temerosos, y a la postre nos extraviamos, completamente. Voilà, eso es vivir la aventura. Así se forjan las hazañas, sencillas e individuales, de los trotamundos, cuyo sino es el camino a los pies y esa gavota de astros sobre suyo. El clan de los andariegos con petate al hombro y sandalias de goma, que observan los kilómetros para gozar a cada paso. Solitarios montaraces del sendero, que maman los fluidos que el mundo expele.

¿Alguien quiere una crónica del viaje? Sencillo. Coged un saco de dormir, unas almendras y partid. Estad allí; sed allí. Y, a vuestra vuelta, tratad de narrar con palabras vuestras vivencias, si podéis. A cada noche, dormir junto a la tierra, rozando su aroma y humedad. A cada día, marchar sobre ella, estimándola. Rocas, hierbas, árboles, montes, cielos y espíritus. Jamás nadie pudo describir todo ello como merece, pues el discurso humano no alcanza a representarlo. Se halla más allá de toda palabra, lengua o imagen.

Uno ve, mientras está allí, cómo palpita la vida en la Tierra, y cómo se aviva ésta también en ti. Que el viaje apenas ha comenzado, y que cada día se inicia otro nuevo, siempre a la espera de ser saciado. Vivir es viajar, viajar es vivir.

25 de marzo de 2008

A perseguir el Sol (interludio andariego)



Sabemos que partimos de Villalonga. Sabemos también que (el así llamado) destino está próximo a Almansa. Intuimos por donde transitaremos entre ambas urbes, por lo menos a grandes rasgos. Y esperamos no tardar mucho más de unos diez días (el recorrido es, naturalmente, con el único auxilio de nuestros pies, piernas, brazos y mentes). El resto, prácticamente todo, lo dejamos en manos de la sabia (y, a veces, algo maliciosa, como sabemos) Providencia.

Habrá mucho que disfrutar (seguramente también algo que sufrir, lo cual no es nada malo), momentos especiales y vivencias hoy inimaginables. Pero este tipo de viajes brindan algo que, más allá de senderos, paisajes, monumentos o gentes, es para mí especialmente valioso, algo que llevo demasiado tiempo sin degustar: se trata del placer inigualable de desconocer, por completo, dónde vas a extender el saco para dormir cada noche, cuál será el rostro del planeta al día siguiente cuando, aún dominado por la somnolencia, despiertes.

Acaba de brotar la primavera, recién nacida y ansiosa ya de vida y Aventura. Eso es, también, lo que nos espera a nosotros: Vida y aventura -son la misma cosa, en realidad-, y a todo aquel que quiera y se arriesge a buscarlo: Camino, Sol y lo que el mundo ofrezca.

Nos veremos, pronto.

19 de marzo de 2008

Alienación

"Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la comida, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Sólo que un día se alza el «por qué» y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. «Comienza»: esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la continuación. La continuación es la vuelta inconsciente a la cadena o el despertar definitivo. Al final del despertar viene, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento".

Albert Camus, "El mito de Sísifo".

12 de marzo de 2008

El arte del Caminante



Echo a andar apenas lo permite el tiempo y mis escasas obligaciones (la única, realmente obligada, vivir y saber cómo). En estos días suelo hacerlo más aún, y no sólo de cara a preparar el cuerpo para una próxima aventura andariega, sino porque la ciudad empieza a verse invadida por lo que parece un sempiterno estallido de cohetes, petardos y demás fauna explosiva, que acaba por aquejar al alma en cada calle o esquina. Es la locura habitual en tierras valencianas, la cultura ruidosa, una forma estridente de existir, para así no escucharse a uno mismo. Ante tal ambiente urbano los pies deciden ir en dirección contraria, saliendo (y, a veces, sin querer regresar) de la infestada -e infectada- metrópoli.

Pero no camino por estos motivos. El acto de andar, de pasear, merodeando por recovecos y senderos desconocidos o pisados miles de ocasiones, es una condición necesaria para conservarnos con buena salud. Se camina, o por lo menos a mí me sucede así, no por deporte, ni por motivos estéticos o de disfrute de la naturaleza, sino para lograr un estado mental y espiritual único. En eso consiste, a mi juicio, estar sano.

He transitado por un mismo camino miles de veces, y cada día es diferente, él y yo. Él, porque cambia siempre la luz, el color, la temperatura o las condiciones, aunque el aspecto sea el mismo por mucho que pase el tiempo. Yo, porque mi estado de ánimo muda también día a día, porque mi yo de ayer guarda, tan sólo, alguna similitud con mi yo de hoy, y me permite apreciar lo que hace unas horas, en el mismo sitio, no distinguí ni supe valorar.

Y ese estado mental especial al que se llega caminando parte de una premisa, el antecedente fundamental de todo paseo o caminata verdadero: el ansia de experimentar, de aventura, de descubrir o reencontrarse con lo conocido. Allí fuera está la vida, y el proceso de andar nos acerca a ella. El descubrimiento de una senda ignota, un riachuelo serpenteante entre moles de roca, un tajo enorme a tus pies o la cabaña medio derruida de un ermitaño perdida en el bosque, todo esto proporciona una especial felicidad, engrandecida por la ausencia de prisas debido a la huida que sufre el tiempo.

Y está, además, la cuestión del riesgo: a veces, un paso en falso implica caer por un barranco, golpearte y magullarte en la dura piedra o en zarzas hirientes. O quizá, ese paso en falso signifique tu muerte. No la buscamos, pero al igual que la vida, también está ahí. No hay que olvidar lo bien que te hace sentir esa perspectiva de exponerte a todo peligro que el mundo ofrezca.

Pero no todos pueden llegar a apreciar el camino de esta forma. En muchas ocasiones veo a gente mayor (la juventud no camina, sólo hace deporte en pos de un cuerpo repugnante e impuesto) que marcha a la par que habla de política, platos culinarios, o ropa para el fin de semana. Eso no es caminar; es sólo trasladarse de un lugar a otro, sin ser consciente de lo que medra a tu alrededor. No perciben nada, porque su mente está fija en pensar, en hablar y discutir. Caminar es experimentar, no reflexionar; eso vendrá después, si acaso. De ahí que Thoreau, genio y figura de los nómadas, crea que para ser capaz de vivir el arte del Caminante no baste con desearlo. En su relato Pasear, afirma:

"No hay dinero que pueda comprar el imperativo tiempo libre, la independencia y la libertad, el capital de esta profesión de andariego. Sólo la gracia de Dios lo proporcio­na. Para convertirse en un caminante hace fal­ta una dispensa directa del Cielo. Hay que na­cer en la familia de los Caminantes. 'Ambulator nascitur, non fit' ("Caminante se nace, no se hace")" .

Desconozco si pertenezco a tal familia (me he visto huérfano demasiadas veces en esta vida para creer que tengo una), pero presiento una consanguinidad con sus miembros. El lejano eco de hermanos y hermanas que me reclaman.

4 de marzo de 2008

El universo en un rompecabezas



Una imagen, el escenario de una batalla entre dos navíos del siglo XVIII descompuesta en mil pedazos, marca el inicio de la aventura.

No se trata de ir a ninguna parte, sino de permanecer quieto ante ese mosaico de pequeñas piezas revueltas y crear algo que antes no existía. Parece trivial, algo infantil, inapropiado para mentes sofisticadas y elevadas que se empapan de librotes escolásticos y kantianos; y sin embargo, ese rompecabezas naval invita a palpar sus encantos, a buscar el retrato arquetípico, buceando entre grises, negros y ocres, porque su llamada es como el retorno al cosmos puro y encantador de una época ya vencida: la de olvidar el mundo y lo que se mueve con él, desapareciendo a su vez el tiempo, verdugo de la vida. Y es una llamada poderosa.

Imbuido en el placer de un buen puzzle, estás más allá de todo, y nada existe más allá de ti. Y, poco a poco, la creación toma forma. Pero el deseo no es, no debe ser, concluir. La imagen reproducida es un calco, un simple clon de cartón, una caricatura, y así, carece de valor. Por ello, también carece de todo sentido. Como el arte, lo que cuenta es el proceso. Hay ciertos creadores que, tras un prolongado y denodado esfuerzo, destruyen su obra; sienten la necesidad del desapego, de separar arte y artista y dar sentido al mero acto de crear.

Así nosotros, una vez la aventura llegue a su fin y coloquemos la última pieza, sólo necesitamos echar un rápido vistazo a la estampa duplicada, para a continuación estrujarla, desintegrarla. Nada de marcos, nada de recuerdos siquiera, esa imagen debe morir, su destino es volver a ser, sólo, un amasijo caótico de piezas multicolor.

Y tras ello, superada la catarsis, quedaremos a la espera de otra invocación.