12 de marzo de 2009

Caminata nocturna



Deambular por la montaña, por los valles o estepas, praderas o páramos, campos y colinas, caminar, en fin, rodeado por todo aquello que un día fuimos (lo que una vez vimos como una amiga, una madre, una amante, y hoy sólo como una enemiga a batir, una empresa que es necesario rentabilizar, un entorno que es menester transformar...) proporciona, de ordinario, un estado de paz interior y congratulada satisfacción; tal vez por conectarnos, en efecto, a lo que fuimos antaño, a aquello que aún nos llama, y también aquello a lo que, por mucho que huyamos, estamos destinados a volver algún día.

Hallar de día esa conexión, fácilmente alcanzable a poco que trabajen nuestros sistemas perceptivos, es fascinante. Pero si uno tiene suerte y puede escapar hasta allí de noche, una vez callan los vehículos, las motosierras, inclusive los caninos guardianes de hogares opulentos, tal vez comprenda que penetra en un mundo nuevo; porque si bien nos puede ser un paraje conocido, la oscuridad preña y adorna el ambiente hasta volverlo irreconocible. Y si la Luna ilumina, con tez redonda y amarilla, el sendero, y unas nubes desagarradas amplifican dicha luz entonces puede que creas, que creamos, haber entrado en un universo distinto. La huida del Sol nos permite estos juegos; y, si uno quiere divertirse, hay que aprovecharlos.

Si el territorio está aislado cabe equiparse con un buen báculo de ermitaño (o de peregrino), protección útil contra visitantes inesperados (o indeseables) en casos extremos; nos ayudará, también, en nuestro brincar por riscos y tajos entre barrancos, y con él podemos apoyarnos en circunstancias adversas. Pero desechad, se os ruega, las linternas, focos y demás aparatejos eléctricos productores de haces de luz; la luz sólo debe proceder de astros y estrellas, so pena de romper, para siempre, el hechizo que la madre teje cada noche.

Imaginemos que llegamos allí (allí, dondequiera que sea, dondequiera que queráis). Apagamos los faros y el motor de ese coche nuestro, querido, vejete, pero cuya presencia allá arriba, allá abajo, parece inadecuada. Así que, ya, nos adentramos por el camino (si lo hay; los más osados, o temerarios, crearán el suyo propio). Poco a poco nos percatamos, primero, del mutismo. En condiciones diurnas se aprecia, se anhela, se busca y se absorbe. En las nocturnas penetra como un cuchillo en carne fresca, hasta tu mismo fondo. Te sacude, te impacta, y después te aterra. Oyes como vive a tu alrededor, como alcanza una existencia cercenada en la ciudad. Lo disfrutas, sí, pero enseguida te pones en marcha, sigues avanzando para que no sea tan profundo, para que su paradigmática afonía no te envuelva hasta enloquecer.

El reposo del ruido agrava todo sonido ajeno a tus propias pasos. Si el viento está en calma, cualquier leve rumor de ramas, cualquier crujido detrás de ti, toda la sinfonía callada interpretada allende tus límites se convierte en una amenazadora, y maligna, presencia, orgánica, animal o humana. Recuerdas viejos relatos de persecuciones en bosques, de muertes y horribles crímenes perpetrados por extrañas y espeluznantes criaturas de la noche, y te estremeces, temiendo que algo así pueda sucederte. Todo nace, y muere, en la imaginación, desde luego, pero su ontología parece más que real. Es la noche, la oscuridad, el aislamiento y la sensación de vulnerabilidad. Espanta, por supuesto, pero es tan estimulante y excitante como el mismo frío nocturno.

Dejas atrás el miedo y, entonces, surge la magia, aunque ha estado todo el tiempo a tu lado. Reposas en el tocón rocoso, echas un vistazo al cielo, un viejo amigo con historias siempre novedosas, y admiras la brumosa luz lunar, que pugna por inundarlo todo sumergida aún en las cortinas nubosas. No demasiado, pero lamentas no tener a nadie al lado para que vea, sienta y perciba todo aquello. Nutrirse en soledad suele ser beneficioso, pero hay platos que precisan ser compartidos, bocado a bocado.

Pero, piensas, ¿alguien querrá hacerlo, alguien querrá adentrarse en sitios oscuros, remotos y mudos sin nada ni nadie a quien encontrar, nada más que lo de arriba, que titila y brilla, lo de abajo, aquello que supura vida, y, poco o mucho, todo lo que halles en ti mismo?

Crees que no. O quizá sí. Quizá estén ahí, allí, aquí, esperando el momento, el toque de diana. Puede que un día vengan, o vayas. Tal vez la llamada, y la reunión, no tarde en ser una realidad .

(Fotografía de Laurent Laveder)

6 de marzo de 2009

El árbol



Nuestros antepasados más primitivos (hace algunos millones de años) solían balancearse y columpiarse de rama en rama, persiguiéndose, jugando, en ocasiones por diversión, otras por necesidad. A veces tales volteretas concluían dramáticamente, con un accidente, un miembro roto, o incluso con la misma muerte, si la suerte no era propicia. Pese a estos peligros, algunos aseguran que esta actividad arborícola de los primitivos humanos fue clave para desarrollarnos como tales. Según Carl Sagan, "el intelecto humano lo debe esencialmente todo a los millones de años que nuestros antecesores pasaron colgados en solitario de los árboles".

Tal vez por ello, por la ayuda desinteresada que los árboles nos brindaron en tiempos remotísimos, con sus troncos, copas, ramas y tallos, les tenemos tanto aprecio. Sentimos algo especial cuando nos hallamos cerca de ellos, un sentimiento de gratitud, de bienestar; tal vez esos espontáneos y amorosos abrazos que algunos de nosotros prodigamos a los árboles tengan una explicación más prosaica, aunque no por ello menos impresionante, de lo que imaginamos: quizá no sea sólo porque nos parecen bonitos o elegantes, sino porque esos apretones afectuosos son, además, rememoraciones de antiguas siestas que realizamos abrazados al tronco de nuestros hermanos vegetales, mucho antes de Cristo, de Buda, de la ciencia y del lenguaje.

¿Quién no ha experimentado un gozo inenarrable cuando, recostado sobre el vertical cuerpo de un árbol, ha leído un libro, reído junto a una buena compañía, o contemplado, tan sólo, el paisaje que nos rodeaba? ¿Quién no ha percibido algo mágico en ese momento, casi un instante de comunión mística con esa floresta embriagante? ¿Quién ha podido evitar, entonces, el pensamiento de que había tomado contacto con 'Dios'?

Algunas de mis mejores vivencias las pasé bajo (o encima de) un árbol. Había, en el pedazo de tierra que mi abuelo trabajaba junto a la playa, una higuera baja a la que, de pequeño, me subía para sentirme mayor a los demás, mayor a los propios mayores. Me acuerdo de las paellas a la luz de un sol poderoso, del olor a madera quemada y de aquellas vistas desde mi atalaya vegetal, a modo de rey diminuto sentado en un trono de madera. También bajo la sombra de un árbol decidí, hace más de una década, abandonar el instituto tras (otro) fracaso académico y entrar a faenar en una fábrica. Aquel día persiste en mi memoria como si fuese hoy, y marcó a fuego todo lo que vendría después. De no haber existido, si no hubiese invocado al árbol, a un amigo espiritual y a mí mismo bajo la copa del primero, lo más probable es que estas palabras jamás hubieran tenido lugar. A los pies de los pinos he dormido al raso miles de veces, desde luego. Un cielo despejado, visto a través de sus ramas raquíticas movidas por el viento, es uno de los regalos más valioso que cabe hacerse. En más de una ocasión me he refugiado de un repentino chaparrón bajo la frondosa copa de los pinos, y también más de dos veces los árboles han actuado como auxiliares para otear algún horizonte a una altura desde la que poder orientar nuestros próximos pasos.

Claro que los árboles también ofrecen algún peligro; ciertas ramas y brazos no son tan resistentes como crees, y puedes acabar por los suelos tras trepar a sus frágiles extremidades. En un día de mucho calor recosté mi espalda sobre un tronco de pino antiguo, abierto y lleno de agujeros. Me adormecí un instante, cerré los ojos y enseguida noté un cosquilleo que me recorría los brazos y las piernas. Miré y eran hormigas, rojas y pequeñas, y con mandíbulas intimidantes... Me picaron varias veces, desde luego (dí saltos como un loco manoteando sin parar, tratando de quitarme de encimas aquellas 'bestias'; la escena tuvo que ser graciosa, vista desde lejos...), y acabé dolorido y con algo de fiebre. Pero esos contratiempos son minucias sin importancia.

Parece ser que los sueños en los que creemos caer desde una cierta distancia, y en los que nos despertamos tras un repentino y brusco movimiento de miembros, son reliquias de mecanismos de atención que poseía nuestro cerebro cuando solíamos dormir acurrucados en los árboles, y cuya función era evitar precisamente dichas caídas. Estamos, por tanto, aún unidos a los árboles, de manera muy profunda. Los recordamos como un hábitat, un marco físico en el que nos hicimos (o dimos los primeros pasos para llegar a ser) humanos. Además, hay estrechas alianzas entre ellos y nosotros: nosotros exalamos dióxido de carbono, que ellos recogen y que, junto a la luz solar, emplean para su crecimiento; y ellos exhalan oxígeno, que nosotros empleamos para respirar y sobrevivir. Utilizamos, pues, lo que ellos desechan, y viceversa.

Le damos vida al árbol, y él nos la brinda a nosotros. Quien quema, tala, desprecia o elimina un árbol, sin saberlo está, en realidad, matándose a sí mismo.

26 de febrero de 2009

El destino del héroe



"Tu deber auténtico es irte de la comunidad para encontrar tu bienaventuranza. La sociedad es el enemigo cuando impone sus estructuras sobre el individuo. Sobre el dragón hay muchas escamas. Todas ellas dicen “debes”. Mata al dragón “Debes”.

[...]

Rebelarse es seguir la huella de su bienaventuranza, abandonar la casa, empezar la jornada del héroe, seguir su bienaventuranza. Te sacas de encima el ayer, como la serpiente su piel. Sigue tu bienaventuranza. La vida heroica es vivir la aventura individual
".

Joseph Campbell, "Reflexiones sobre la vida", Ed. Emecé, 2001.

(Fotografía de Tunç Tezel)

20 de febrero de 2009

'Northern Exposure' (Doctor en Alaska): episodio 2x05, "Requiebro primaveral"



La primavera (de la que nos separa escasamente un mes) tiene el poder, casi prerrogativo, de alterar estados de ánimo humanos y animales y desatar en nosotros actitudes, comportamientos y actos fuera de lo que llamamos "normal". Esto, desde luego, se manifiesta en unos más que en otros, pero en Cicely, la ciudadela (¿imaginaria, idealizada, real?) de gentes extrañas y extravagantes, es una transformación especialmente intensa y metamorfoseante. Porque la primavera trae, en aquellas lejanas tierras del norte, el deshielo de la cobertura helada de la tundra, y es un fenómeno que amenaza la estabilidad emocional, física y sexual de sus habitantes.



A unos (Joel y Maggie) les lleva a obsesionarse con los placeres de la carne; a otros (Ed) les modifica su personalidad, otrora retraída e introvertida, conviriténdoles en detectives sagaces y preguntones; a alguno más le altera su masculinidad [o lo que ellos consideran tal] (Maurice) hasta el punto de hacerles planchar ropa o preparar cenas románticas; otros más (Holling) sienten ansias de golpear rostros, oir romperse los huesos ajenos y bajar a tierra algunos dientes. E incluso hay quienes (Shelley), sin haber leído un libro en su vida, sienten la llamada de las letras y son incapaces de abandonar la lectura de ese tomo que, hasta entonces, descansaba bajo la pata de la mesa para evitar su cojera. Y también encontramos a los que (como Chris) no pueden evitar volver a sus tiempos de antaño, recuperando instintos delictivos reprimidos largo tiempo.

El capítulo narra, entre todas estas historias, la sucesión de una serie de episodios de robos en Cicely, sustrayéndose sin cesar equipos de radio, reproductores de discos compactos y minicadenas de música. El ladrón, sea quien sea, no tiene reparo alguno en penetrar a hurtadillas en casas ajenas o escarbar en salpicaderos de coches para lograr su tecnológico trofeo. Cada primavera sucede lo mismo, aunque en ocasiones son transistores, cepillos eléctricos u otra artillería similar.



Será Ed, el nuevo investigador privado, quien resolverá finalmente el "caso". El culpable, Chris, por supuesto, reconoce su delito cuando ve al indio llegar a la emisora sosteniendo una caja repleta hasta los topes con sus hurtos.



Cuando Chris se confiesa, Ed le pregunta por qué lo ha hecho, por qué todo ese cúmulo de saqueos ilegales, con el consiguiente enfado, frustración y rabia de aquellos que han sufrido sus atracos. Sus palabras (aproximadas, porque la memoria puede fallar), aclaran todo: "¿Por qué lo hice, amigo? Por lo salvaje, Ed, por lo salvaje. Se nos está perdiendo. Incluso aquí, en Cicely (léase, cualquier lugar del mundo), a la gente hay que recordarle que el mundo es un lugar inseguro e impredecible, lleno de peligros, y que pueden perder todas sus pertenencias en un abrir y cerrar de ojos. No lo puedes predecir. Lo hago para recordarles que el caos y lo desconocido están siempre cerca de nosotros, y que acechan siempre más allá del horizonte".



Y luego añade, para concluir su monólogo: "Bueno, lo hice por eso y porque a veces Ed, a veces necesitas hacer algo prohibido para saber que estás vivo". Por fortuna, en ocasiones algunos de nosotros no precisamos actuar de esa forma, digamos ilegal, para cerciorarnos de nuestra existencia y sabernos no-muertos. Pero entendemos, desde luego, la intención en las palabras de Chris, y su más que razonable aplicación a gran parte de la sociedad que nos rodea...

Pero este episodio de la segunda temporada, del que desde aquí recomendamos encarecidamente su visionado, no se cierra sin antes ser testigos de una singular carrera por las calles de Cicely. Un recorrido no competitivo, en cualquier caso, porque no hay ganador ni perdedor alguno. Se trata de una carrera para dar un abrazo a la primavera, a la nueva vida. No hay interés en ser el más rápido, el mejor, sino en percibir que uno, efectivamente está vivo.



La singularidad de esta carrera es que sus participantes trotan todos ellos desnudos, como corresponde a una especie de catarsis física y espiritual ante la llegada del nuevo ciclo vital. Es otra forma de decir adiós al requiebro primaveral, antes de que las cosas vuelvan a su racional y rutinaria actividad; la despedida al rígido y recogido invierno y la bienvenida a la explosión (ontológica, física, mental) que la primavera nos trae.



Hay que volverse un poco loco cuando ella llega. Cambiar el registro, romper los moldes, quebrar los esquemas. Si no, como decía el locutor, será dificil saber si estamos vivos o no. Y, si no lo sabemos, si no somos conscientes, entonces, efectivamente, es que estamos muertos.

13 de febrero de 2009

El sendero de la lluvia



Todos los días efectúo un pequeño recorrido, de algo menos de tres kilómetros, entre mi casa y mi Casa. Ambas son mis residencias, mis moradas, pero sólo una es mi hogar. En una vivo; en la otra soy. En una duermo; en la otra sueño. En una como; en la otra me alimento. Separadas apenas un paso, casi a la vista la una de la otra, salir de la primera y entrar en la segunda es escapar de un lugar bonito, agradable, digno, a uno hermoso, estimulante, noble, donde la vida se maximiza y penetra. Mis torpes palabras no atinan a expresarlo bien. Dejémoslo, pues.

Sin embargo, si valioso y enriquecedor es mi estancia allá, en Ella, casi tanto, y a veces más, lo es el trayecto hasta allí. Lo habré realizado algunas miles de veces (entre ida y vuelta, diez a la semana, durante diez años... sí, aproximadamente unas cinco mil...). Y no sólo no me aburre el recorrerlo día a día, mes a mes, año a año, sino que cada vez me deleito más. Además, en ocasiones las tretas de la Amiga tiñen de nuevos colores el camino, sorprendiéndote con fuertes ventiscas, enjambres de abejas esforzadas en sus dulces faenas, ocasos de ensueño, nubes cinceladas, y otras maravillas de las que hablar estropea su recuerdo. En otro momento hablaré también de la fauna, (fauna humana, claro) que uno puede hallar por ese sendero polvoriento, anejo a la ruidosa autopista del Mediterráneo. Es un bestiario variado, y algo estrafalario, también. Merece, por tanto, una reseña aparte.

No voy a narrar ahora nada extraordinario. Casi nunca lo hago. De hecho, todo lo que recogen estas páginas nos sucede a todos, en cualquier momento y lugar; a veces lo ignoramos (suele pasarme en demasiadas), en otras no le damos relevancia (aunque la tenga, y en ocasiones mucha), y sólo en unas pocas advertimos que es ahí, en ellas, donde podemos hallar no sólo un tema del que hablar, sino una experiencia humana que compartir. Puede parecer vacía, pueril o insignificante; no obstante, de su ocurrencia puede brotar algo inesperado: un recuerdo, una imagen, un estado de ánimo al rememorarla, una sonrisa, un sentimiento de gratitud por haberla vivido.

Sucedió hace unos días. El cielo, diáfano, era del azul más intenso que uno pueda imaginar. Ni una nube, ni una mota de polvo enturbiaba ese tapiz cerúleo increíble. El trayecto de ida hacia mi Casa fue una bendición, un regalo divino absoluto. Jamás me sentí mejor. Era como un orgasmo, pero mucho más emocional que físico. Había una pureza infinita en el ambiente; una combinación de olores, colores y armonías que las palabras eluden definir con corrección. Es inútil continuar; ya sabrán de qué hablo quienes hayan vivido algo parecido.

Una vez allí, todo fantástico. Lecturas, ronroneos gatunos cerca de tus piernas, el brillo de un sol cegador, pero suave, y la continua sensación, de irrealidad. Empezaba a percibirse, en el aire, como una cierta electricidad ambiental, incluso diría que podía olerse un aroma a azufre, o algo parecido. Un olor como de algo que comienza a quemarse, el orden presto a romperse, la tormenta abatiendo la calma. Adormecido, busqué con la mirada ese azul pintado allá arriba, y entonces la vi. Vi esa majestad nubosa que se avecinaba por el norte, aproximándose sobre el pico velado del Montdúver. Era gigantesca. Blanca como la nieve, algodonada y elevada con forma de yunque en su cima. No veía relámpagos, pero era fácil imaginarlos, crujiendo en ese tejido nuboso inmenso.

Llevo mucho tiempo tras las nubes. Aún no sé nombrarlas bien (cúmulos, cirros, túmulos y demás), pero son mis buenas compañeras, las conozco, y sé que un abejorro de vapor de agua como aquel no se dispone a nada bueno. Así que recogí a toda prisa los trastos, metí a Espinoza en la mochila, me despedí de la buena felina y corrí, entre los naranjos, con el corazón en la garganta. La noche pedía paso ya, yo no suelo contar entre mis bártulos con un paraguas, un chubasquero ni chirimbolos de ese estilo, y los móviles no sé ni lo que son. Me arriesgaba a tener que pasar la noche allí, si la lluvia se prolongaba, con unas galletas, sin calefacción y rodeado de humedades que brotaban de las paredes.

Pero la lluvia corrió más que yo. Cuando enfilaba ya el camino principal, las primeras gotas golpearon mi testa, y supe que había reaccionado tarde. Casi de improviso, y con un dolor en el costado de tanto trotar, un derrame líquido similar al diluvio me abalanzó sobre mí. Chaqueta de lana, mochila y servidor acabaron, en cuestión de unos pocos segundos, no mojados, sino gratuitamente duchados por obra y gracia de la Amiga. Por suerte, sobre el camino circulan varias carreteras, así que los puentes sirvieron para detenerme y recuperar el aliento. En uno de ellos me encontré con dos simpáticos viejecitos, bastón en mano y boina bien calada, que habían decidido echar su paseíllo ante la serenidad del día.

Collons, que m´ofegue! ―les dije, mientras me sacudía los ríos de agua.
Açò va pa llarg, ja voràs ―respondió uno de ellos, con un puro en la boca.
Crec que hui soparem açí, jaja... ―auguró el otro.

Estuvimos un rato en silencio, viendo cómo torrentes líquidos desfilaban ante nosotros, barranco abajo. El arco iris hizo aparición súbitamente, burlón. Un minuto después, la tormenta cesó. De repente, en seco, como si el grifo hubiera sido cerrado al instante por el Altísimo. Sacamos las cabezas del túnel, temerosos e inseguros.

Bé, sembla que ja està ―afirmé, aunque ni yo mismo me lo creía.
Jo no me´n refiaría massa, xicon ―me aconsejó el amigo del puro.

Con tiento, salimos del refugio improvisado y nos separamos. Les vi alejarse, encorvados, como con miedo, aunque con paso rápido y decidido. Parecían saber, sin embargo, que todo había pasado ya. Y así fue. Al poco entraba en casa, me sacaba toda la ropa pegajosa y reposaba mi cuerpo con otra ducha, ésta caliente y algo más sosa.

La moraleja es bien clara. Si no quieres imprevistos, sorpresas o desgracias, pon siempre un paraguas en tu bandolera. Es una regla que habrá que cumplir. Aunque, desde luego, yo no seré quien lo haga.

31 de enero de 2009

El cambio y el clima



Hace unos meses se hizo público este Manifiesto acerca del debate (sí, sigue habiéndolo, por fortuna) del cambio climático. En este blog ya he hecho algunas reflexiones al respecto (quien quiera echarles un vistazo que teclee "cambio climático" en el recuadro de la esquina superior izquierda), y aunque no esté completamente de acuerdo con el contenido del Manifiesto en cuestión (por ejemplo, tengo entendido que el CO2, al ser un gas termoactivo, sí puede influenciar el clima de nuestro planeta [al incrementar la temperatura terrestre], y de hecho, lo ha venido haciendo en los últimos cuatro mil millones de años...), me parece loable una iniciativa de este tipo.

Es justo lo que necesitamos rodeados, como estamos, de noticias catastrofistas, horribles futuros, desaparición de grandes ciudades bajo las aguas oceánicas y temperaturas achicharrantes. Puede que estos escenarios acontezcan algún día, y puede que antes de lo deseado, pero la tarea periodística debe ser difundir las investigaciones científicas con el máximo rigor, imparcialidad y ajenos a sensacionalismos y amarillismos. El problema seguirá existiendo mientras un titular con tintes dramáticos sobre el clima esté mucho mejor visto y tengo prioridad a otro que augure dificultades más llevaderas.

Podremos, y haremos bien, en criticar el contenido del Manifiesto. Que coincidamos o no con sus puntos es secundario; lo relevante es disponer de opiniones alternativas y no creer que todos sostienen la misma postura ante un tema de tanto calado, científico, social y político. La discusión es el alma de la ciencia; y ésta muere en cuanto se llega a la unanimidad.

(Por cierto, en Rostros del Cosmos he colgado un artículo acerca de mi particular visión de esta cuestión. Puede ser algo tendencioso, lo admito. Desde luego, estaré encantado de debatir con quien quiera hacerlo... :))

15 de enero de 2009

La Luna sobre tu cama



Apago la luz a medianoche, tras una vaga jornada (por dispersa, no por vacua), y me dispongo a cerrar los ojos. Pero algo estorba, una extraña luminosidad que penetra por los poros de la persiana. Es ella, naturalmente. ¿Cómo pude olvidarla? Qué formas ante una dama, Dios mío...

Hay gente privilegiada por muchos motivos, aunque ellos mismos no lo sepan. Uno de ellos era yo, mas ahora ya soy consciente. Mi habitación, que da a los patios interiores del bloque de pisos donde moro, tiene su ventana orientada al este, que es, desde luego, la vía de escape de los astros. Por allí nacen, brotando cada día, sus luces, casi siempre apagadas por las urbanas, más numerosas y menos sutiles. Cuando los cielos, barridos de humedades y nubes, se oscurecen y llega el momento del catre, a veces esas luces titilan con fuerza, y uno alcanza el sueño en su compañía... a falta de otra mejor.

Pero cuando es la Luna la que saluda desde lo alto, hay que rendirle tributo. Así que coges un par de cojines, reorientas tu cuerpo en dirección contraria, para que esa luz que filtran desechos nubosos impacte de lleno en tu rostro, y puedes incluso conectar un poco de música para ambientar (no importa el género, desde Tchaikovsky y su 'Patética', que va de perlas, hasta los riffs de Jimmy Page en 'Danzed and Confused', por ejemplo) o, si lo prefieres, te limitas al silencio. Mientras se van oscureciendo las viviendas contiguas, mientras la Luna llena eleva su cara manchada, permaneces echado, como hipnotizado, y no piensas en nada. No puedes, porque aquello, lo que estás viviendo, está por encima de tu propia mente.

Entonces llegan las nubes. Pasan a través de nuestra confidente, trasgrediendo su haz luminoso a la vez que se colorean sus propias esencias. Debe gustarles, porque parecen aminorar su recorrido por la faz lunar. Se desprenden chispas de colores vistosos, y grumos de nube prenden como fajos de paja reseca. Con la claridad lunar se aprecian formas y figuras en ellas: animales, monstruos, deformidades, todo un bestiario nuboso que la imaginación estimula. Después, emasculada la pigmentación, los cúmulos (quizá fueran estratos, quién sabe) se enfrentan a las constelaciones, que vencerán con comodidad.

La Luna recupera su tez prístina justo cuando vuelves a pensar, no sabes si afortunada o inoportunamente. Recuerdas las clases de astronomía (aquellas en las que tú mismo hacías, al alimón, de profesor y alumno...) y te viene a la memoria que lo mismo que hizo a la Luna tal cual es, hace tanto tiempo que da pereza escribirlo, te ha hecho a ti, también. Es el momento de la especulación. ¿Será alguno de los átomos de mi pie un residuo que antaño estuvo en la cima de alguna de las montañas lunares? ¿Los `Montes Teneriffe' quizá (por lo del patriotismo)? ¿Conservo en mi mano un registro atómico de la lava surgida en la Luna, y que inundó su superficie? ¿Será parte de mis ojos materia procedente de un meteorito que, impactando en la fría cara lunar, rebotó hasta la Tierra cuatro mil millones de años ha?

Creo que no, pero es bonito pensarlo. Y aún más lo es creer que tu mismo cuerpo, una vez termine su periplo en la Tierra, y si no cometes el error de enjaularlo en un féretro estanco, partirá a reunirse con sus átomos primordiales de los que formaba parte en tiempos indescriptibles. Vida y muerte son una misma cosa allá arriba. Mientras, nosotros nos empeñamos en dicotomías absurdas, aquí abajo. Queremos matar la muerte, sin darle vigor a la vida. Como dijo una vez por aquí, en el colmo de la lucidez, una amiga (perdón, una Amiga), "es jodido vivir cada dia sabiendo que podemos morir, en cualquier momento; pero más jodido es morir y darnos cuenta en el ultimo momento que no hemos vivido".

Palabras duras, pero muy ciertas, que a la luz de esa Luna grande, redonda y amarillenta aún saben mejor. Ahora, cuando su disco tropieza con el cemento de un edificio cercano, me retiro a dormir, que por hoy ya está bien. Mañana, Ella vuelve a salir, aunque un poco más tarde.

Yo, al menos, la esperaré despierto.

(Fotografía de Jay Ouellet)

10 de enero de 2009

Ayer tarde (más de lo mismo...)



Lloviznaba apenas en las calles, con la lenta caída de gotas perezosas que hacían presagiar nieve y nuevos tiritares. Las madres llevaban a sus hijos al colegio: su tierno pelaje envuelto en gruesos tabardos, manos enfundadas en guantes de lana y molleras bien resguardadas del frío con los acostumbrados gorros. La impresión era de vivir en algún remoto pueblo de Alaska, Siberia o Groenlandia, incluso. Demasiado exceso; excesivo en demasía.

Quería degustar la nieve. Después de meses ahogados entre tanta agua, el encanto de esa materia blanca, congelada y grumosa era irresistible. Sin amenguar la preciosidad del líquido vital, ayer era el turno de la nieve. Pero la puñetera se me resistió. No pude hallarla en parte alguna, y eso que trepé hasta altas cumbres y me encaramé a empinados riscos, elevando las manos para recogerla recién exprimida. Pero nada; sólo logré mojarme, vagar ansioso tras ella de monte en monte y paladear algo similar a aguanieve, que ni era agua, ni mucho menos nieve. Por suerte, siempre queda el recurso de la contemplación, el dejarse llevar ante la maravilla que se abre ante ti y, como es norma, dar gracias por ello. Amiga Natura nunca defrauda, es el lenitivo ideal para los que no logran lo buscado. Aunque a veces, lo que no se halla y lo que andábamos buscado viene a ser, sin nosotros saberlo, la misma cosa.

El paisaje parecía extraído de un sueño brumoso. La sierra estaba coronada, en todo su alargado recorrido, por una crin nebulosa gris oscura, hecha de jirones desperdigados pero movidos, todos, con la misma intensidad y dirección; adheridos por algún extraño pegamento invisible, remataban las montañas plomizas y desenfocadas. En segundo plano, un mar de nubes blancas, homogéneas e insípidas, que exhalaban vahos y vomitaban virutas líquidas algo molestas. A nuestros pies, por el contrario, brillaba el verde, multiplicado miles de veces gracias a las diminutas gotitas que perlaban ese tapiz de hierbas; infinidad de babosas peregrinantes, trotamundos autosuficientes, medraban por el suelo húmedo. Anduve con cuidado, tratando de no pisar con mis botas antediluvianas ninguna de esas bellezas enroscadas sobre sí mismas.

Y, claro, había aquel silencio atronador, que dejaba perplejo y aturdido. Suele, ese rincón, rodearse de pocos individuos: algún cazador con sus caninos y fieles compañeros de tretas; parejas que, buscando intimidad, se detienen con su vehículo bajo un pino protector; gente mayor tratando de recuperar la salud perdida, que efectúan caminatas a lo largo y ancho de los senderos agrícolas. También se puede ver algún camión que traslada los cítricos, y grupos de inmigrantes con afanosos brazos recolectores. Pero sólo aparecen de tanto en tanto; el protagonista, allí, siempre es el silencio. El frío, la lluvia y la (nunca apresada) nieve evitaban, hoy, que las almas anduvieran por allí. Tampoco hacían acto de presencia ardillas, conejos, halcones o los jabalís, de cuya existencia dejan testimonio sus excavaciones en la tierra. Toda la vida estaba recluida en sus hogares; sólo un sujeto larguirucho, de aspecto desaliñado y apoyándose en su caminar con un báculo arqueado, rompía la quietud y la anacrónica consigna de silencio.

Un último vistazo y una postrera absorción de todo aquel espectáculo, que me servirán de fulcro durante los venideros días de obligaciones académicas, cierra mi estancia en esa tierra de nadie y de todos. No quise prolongar más mi trance, ni privar de ese letargo mudo bien merecido a los seres que han hecho del paraje su nido, sabedores de los beneficios que habitar allí supone. Me retiré sigiloso, volví a la madriguera de cuyas paredes emana esto que ahora escribo, y como tantas veces he dicho (hasta la saciedad, supongo), espero que llegue el día de regresar allí y no tener que volver. La ciudad es pasto de cuerdos; yo prefiero la locura, que sólo se alcanza allende aquella. Pero es una locura dócil, controlable y embriagante; no nace de ti, en absoluto, sino que viene de fuera. De un lugar inconcreto, intangible.

Ya sabéis cómo se llama. Y lo que os pide.

(Fotografía de IVáN.N.M.)

8 de enero de 2009

La tinta y el alcohol



Dada mi prolongada atrofia post-navideña, producto a buen seguro del empacho de ron y roscón de vino, amén del cava, champán y otros espumosos que me acompañaron con amabilidad a lo largo de estos días, apunto unas frases sobre el arte, el oficio, la ocupación, la tarea o como quieran ustedes llamarlo, de aquello que nos mueve cuando todo es estático, que nos ama cuando los demás nos detestan, que nos sonríe, pícara, entre el mar de rostros y cuerpos indiferentes. Hablo, naturalmente, de Ella.

Si crees que eres capaz de vivir sin escribir, no escribas (Rainer Maria Rilke)

Porque rico y feliz me considero
en teniendo papel, pluma y tintero (Juan Martínez Villegas)

Ser escritor es robarle vida a la muerte (Alfredo Conde)

Escribir para comer no es comer ni es escribir (Anónimo)

Si nunca has sufrido la angustia por no escribir, jamás sabrás qué es escribir (¿?)

23 de diciembre de 2008

Ritual de solsticio



"En el solsticio de diciembre (invierno en el hemisferio norte), se celebraba el regreso del Sol, en especial en las culturas romana y celta: a partir de esta fecha, los días empezaban a alargarse, y esto se asociaba a un triunfo del Sol sobre las tinieblas, que se celebraba encendiendo fuegos. Posteriormente, la Iglesia Católica decidió situar en una fecha cercana, el 25 de diciembre, la Natividad de Jesucristo, dándole el mismo carácter simbólico de renacer de la esperanza y la luz en el mundo y tratando así de solapar al mismo tiempo la festividad pagana previa".

En todos nosotros anida la Navidad, ya sea secular o sagradamente, ya esperemos con ansias las reuniones familiares y las Misa del Gallo o detestemos ambas, ya nos maravillen sus luces, colores y olores o las odiemos a muerte, viéndolas como grotescos despedicios. En todo caso, siempre persiste algo del carácter navideño en nuestro interior, lo queramos o no.

Personalmente, dado que no comulgo con los excesos usuales de las compras, las loterías, las cenas de empresa y los conciertos religiosos (aunque suelen enternecerme los pesebres, los villancicos, los momentos en que mis sobrinos abren sus regalos, el adornado árbol y la ceremonia recogida), una buena forma de intimar con las connotaciones propias de la época puede ser rememorar las celebraciones añejas de culturas hoy extintas, aquellos cultos que nuestros antepasados ideaban para contentar a las deidades, realizando ofrendas al dios de los dioses. Unos le llamaban Ra, otros Huitzilopochtli o Aditya, Helios o Inti algunos más, y nosotros Sol.

Pero sería un anacronismo, y una locura, volver a edades de piedra, cuando se sacrificaban cabras o, peor, se le brindaba a la estrella la sangre de los enemigos humanos capturados. Lo que cuenta hoy, naturalmente, es el espíritu del ritual, el simbolismo, el acto mismo de hacerlo, no tanto cómo. Por ello mismo las palabras solemnes, los discursos y las expresiones que encierran deseos materiales, anhelos de objetos que queremos poseer, cantidades que esperamos recoger o corazones a conquistar son, todas ellas, aspiraciones superfluas e inadecuadas. Hay que celebrar, creo que más atinadamente, la vida misma, estar vivos y saber que lo estamos, ser conscientes de lo que hemos hecho y poner toda la carne en el asador para disfrutar de un futuro libre, abierto y cercano, pero nunca igual, al elegido.

Por ello, el lugar adecuado para mí, como solían hacer los compatriotas de eras pasadas, quizá aquellos que moraban en la cueva del Parpalló o la de las Malladetas, es el Montdúver. Me acompañaba el camarada, como siempre, bandadas de urracas (¿o eran cuervos?) que apenas batían sus alas en las espirales ascendentes de aire, y supongo que también algún espíritu de los de antaño. Buscamos el sitio, corrimos cremalleras de abrigos, nos enfundamos guantes de lana, y aguardamos. El Sol bajaba con lentitud, fluyeron las palabras y rememoramos otras ascensiones similares, cuando pasábamos la noche allí, sacos en ristre y rostros hacia las estrellas, siempre solos, siempre dos, para bien o para mal. Imaginamos una tercera presencia, ignota, que cerrara el círculo, que compartiera y nos hiciera partícipes de su mundo. Quizá venga algún día, le dije. Quizá.

Y, entonces, el Sol se dispuso a dormir. Un cirro con aspecto dragonítico le secundaba en las alturas, y pasó del blanco al amarillo y al rojo sin solución de continuidad. El astro inundó el cielo de tonos ocres, verdes, y anaranjados, y cuando besó el horizonte pudimos mirarle directamente. Oíamos algunas voces cercanas, que descendían ya, perdiéndose el clímax, el apogeo, el orgasmo. Era como retirarse justo antes del final de la película, abandonar la función cuando llega el desenlace. Incomprensible.

A continuación aparecieron las tinieblas. Nieblas y vahos serpenteaban en los valles, mares de nubes bajas blancas y deshilachadas. Arriba, la Diosa refulgía, como diamante, en el oeste, y un poco más allá, Zeus. Miré por si vislumbraba a Hermes, pero debió escabullirse bajo el horizonte; siempre fue demasiado tímido... Sobre nuestras testas, la Vía Láctea, lechosa como nunca. Las siete hijas de Atlas, muy jóvenes pero escasamente impúberes, también nos saludaron desde el cenit; siempre me gustó Mérope, quizá por su celibato ante los dioses, quizá por estar aún envuelta en jirones de gas, misteriosa y deseante.

Había otros hermanos y hermanas gaseosos, la familia etérea de la que todos procedemos, familia de cuya sangre hemos bebido siempre. Mi deseo, mi único deseo, es poder estar allí arriba, de nuevo, cuando el mundo se abra y la vida rebrote. Y poder abrazarme con ellos, esos hermanos de allá, o de acá.

Asi acabó el 22 de Diciembre, día en que muchos fueron ricos. Por supuesto, yo también.

(Fotografía de Josep Lluis; texto de la Wikipedia)

17 de diciembre de 2008

Sagradas palabras



"Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha".

Víctor Hugo.

(Fotografía: Terry Holdsclaw)

12 de diciembre de 2008

Resonancias



Desde que me sugirieron hace dos semanas una resonancia magnética para descartar una hipotética presencia tumoral imbuida en mis intersticios cerebrales, como una criatura fatal agazapada por los surcos del lóbulo parietal, me encadené a una percepción del yo y el mundo aciaga e infausta. Las tiniebas se cernieron, invencibles, sobre mí, y tuve la seguridad de que existía efectivamente tal ente, que había medrado en los fluidos de la testa desde hacía muchos meses y que ahora, harto de su silencio y anonimato, hacía su alevosa aparición pública, para desgracia del que esto suscribe.

Imaginando el más negro de los abismos por llegar, un funesto devenir plagado de visitas a hospitales, sesiones de quimio y radioterapia, anclado al brazo de mi madre, débil, achacoso y sin cabello, suponía que mi hora estaba al llegar. Extrañas dos semanas, sin poder echar ojo a los libros de texto (¿para qué estudiar, quién desea hacerlo cuando su vida ulterior pende de la interpretación de una resonancia magnética?), vagando en desdichadas brumas mentales, previendo lo peor y desamparado ante la firmeza de la rueda del karma; quizá era el momento de pagar, en efecto, por cuentas pendientes de otras existencias pasadas. Tal vez mis errores cuando lobo, mis excesos cuando secretario real, mis malas artes comerciales durante el Siglo de las Luces...

Pero no, no hay nada malo aquí dentro (y toco, a Dios gracias, mi sana sesera, para regocijarme del éxito). Sólo materia gris convencional -eso sí, algo lenta y torpe en sus disquisiciones, decisiones e ideas-, sin inquilinos inoportunos. Sólo espacio para ser llenado (o vaciado), sólo aquello que hace humanos a los humanos, que nos permite ser y continuar siendo, sin los impedimentos de malignas y pérfidas alimañas corroyendo nuestras entrañas.

La sola posibilidad de ese tumor, su eventual traza en la resonancia, fue suficiente para desbaratar una vida, tranformándola en vacía y estéril. Si la posibilidad se hubiese tornado en certeza, no sé qué hubiese pasado. Por eso aplaudo a quienes han sabido sobrellevarse a tal fatalidad, a quienes no han tenido tanta suerte como yo y se han visto golpeados por ella, a veces hasta el límite de sus fuerzas, hasta desfallecer de dolor, impotencia y amargura (tengo casos muy cercanos...) Requiere un valor que quizá yo no tendría, unas agallas que impiden nuestro desplome anta tanta adversidad. Muchos belomes, un coraje que, quizá, también nos muestra quiénes somos y dónde estamos dispuestos a llegar por seguir aquí, al pie del cañón.

Hay mucho aún por hacer. Si la Providencia no se entromete y deja correr el tiempo, habrá oportunidad de nuevos libros que escribir, de nuevas cumbres que escalar y de todo un mundo que compartir. Esto, amigos, apenas ha empezado aún.