¿Qué puedo decir? ¿Qué palabras emplear? ¿Cómo describirlo?
Naturalmente, es imposible.
No se puede expresar qué se siente al pasar setenta días en nomadismo puro solo contigo mismo. No hay modo alguno de componer un relato fidedigno y genuino de todo cuanto ha acontecido, casi un universo entero de sensaciones y sentimientos.
Y, pese a todo, voy a intentarlo. No sé hacer otra cosa. Saldrá bien o mal, y poco importará.
“La Ruta Errante” es su nombre. Ha nacido hace unos minutos; dadle tiempo para que crezca y tome forma. Quizá haya algo en él que merezca ser conservado, o compartido. Ése es, desde luego, el objetivo; si no, al menos habrá servido para rememorar el gusto de unos días de inenarrable gozo y euforia vital.
Allá vamos…
La Ruta Errante
12 de junio de 2011
27 de mayo de 2011
28 de abril de 2011
Prosigue la aventura... (solo, extraviado y feliz)

Sólo unas pocas líneas, tras un mes a lomos de mi caracol andariego, para dejar constancia de que al fin lo hice (es innecesario decir por qué). Lo hice, sí, pese a mis reticencias, esos recelos a abandonar el nido que tan bien te trata, que tanto ampara y protege, y salir a la carretera desprovisto de cualquier seguridad, excepto la que anida dentro de ti mismo. El cariño lo ofrece la tierra que te rodea; la confianza surge de las estrellas que se abren en abanico sobre tu cabeza; y sólo el corazón (y la billetera, no olvidarlo...) decidirán el regreso.
No pude dar cuenta del inicio de esta etapa viajera, subido en mi santuario rodante, a causa de un desafortunado incidente relacionado con el suministro de Internet. Me tocaron las pelotas con saña, se quedaron bien a gusto, y a mí me dejaron sin poder saborear muchos de los detalles que esta aventura autocaravanera podía ofrecerme. Les debo una, claro está, porque no fue justo (yo sé de qué me hablo...). Esto merece una pequeña revancha... o una fría venganza. En todo caso, ya urdiré algo para compensar.
Pero no importa. Lo que cuenta son estos paisajes, estas carreteras infinitas, las ermitas en lo alto de la nada, las ciudades encantadoras y llenas de gracia, sus templos solemnes (aunque hayan "turistizado" todo, hasta las catedrales, hasta los horarios de las iglesias, hasta el paseo por las calles, parece que todo ser extranjero que camina debe pagar entradas, comprar tickets, y residir en hoteles...), los pueblos y sus gentes, las muchachas que se sientan en un parque a la luz crepuscular a escribir en sus diarios y te miran, o te sonríen; las caminatas a través de los senderos, los ortos y ocasos, que señalan la actividad diaria, y el cielo, con esos gruesos nubarrones de tormenta, los cirros lacónicos o las brumas matinales...
He pasado un mes inenarrable, acompañado por el hermano de armas, el que siempre está, el que siempre dice sí. Ahora él se ha ido, y yo quedo solo (es decir, muy bien acompañado: yo, mi santuario móvil y preciado [casi una persona, una hija, un ser que merece cuidado y atención y al que venerar por todo lo que me está dando...], y todo el mundo a mi alrededor). Estaré no sé cuánto tiempo: quizá una semana o dos; puede que un mes, o hasta que el verano llegue. Depende de "ella", de mí, y de lo que venga a partir de ahora.
Veo claro que se trata de ir tanteando el terreno, ir, no buscando, sino palpando la tierra, oteándola. No hay nada que encontrar (todo está ya en ti); lo que venga, lo que el cosmos brinde, es lo que vivirás. Pero no anheles demasiado; sólo deja que el camino avance, a ver qué surge. Poco a poco aprendes a dejarte llevar, a no aguardar una sorpresa en forma de pueblo, un bello campo abierto o una torre románica. La carretera dicta todo lo existente; tú sólo vas de aquí para allá, movido por las olas del asfalto y guiado por el recorrido solar.
Ignoro cuando será la próxima vez que deje unas palabras por aquí. A mi vuelta abriré tal vez un blog hermano, parido de éste y que contendrá su esencia, sólo que en vez de narrar andanzas, pesares y dichas ancladas en el terruño de mi patria chica, describirá estos devaneos aventureros e irrepetibles(un lujo nacido de la humildad, un éxtasis continuo, agotador y renovador) por las sendas de la Hispania que tanto desconozco.
Ahora saldré de esta biblioteca de Salamanca, cobijada en el interior de la Casa de las Conchas (por cierto, maldita mi suerte... aún no he podido hallar mi bienamada "Casa de los Gatos"...), atravesaré el puente romano que salva el bravo río Tormes, me dirigiré hacia mi antigua y apreciada caracola, me prepararé un buen caldo con fideos y, luego, me echaré una pequeña siesta. Más tarde volveré a pisar el suelo de la capital charra, deambularé por estas calles tan sugestivas (repletas de grupitos de nipones, viejos y estudiantillos del tres al cuarto...), y quizá a la noche penetre en algún antro para escuchar algo de jazz mientras me ceno a base de bien, antes de volver a dormir junto al río.
Esto, amigos, es "demasiada" vida. No estoy acostumbrado a tanta dicha, casi podría llorar de bienestar... Desde luego, todo ello no puede durar mucho; pero, al menos, tengo la convicción de que, durante el tiempo que me sea dado, seguiré pateándome estas tierras, seguiré vagabundeando por los caminos abiertos por el hombre y bendecidos por Dios.
Cierro ya, que tengo hambre. Hasta la próxima, disfrutad de vuestra suerte y sed todo lo felices que podáis.
Ea!
(Fotografía: El Hermitaño)
23 de marzo de 2011
¿Ir o no?

Estoy loco. He perdido la poca cordura que aún retenía en las entrañas de mi personalidad. Y lo peor es que no me importa. Como si no fuera a vivir más, como si la existencia tuviese fecha de caducidad próxima, y disfrutara de la absoluta licencia y autonomía del que sabe que va a morir y arroja al cubo de la basura la prudencia, el raciocinio y la sensatez...
No hay forma de tener dinero; pero lo gasto, a cuentagotas, lenta e inexorablemente. La cantidad residual es reconfortante, pero no cesa de menguar. Y encima me he agenciado mi nueva casa con ruedas, una necesidad perentoria tanto como un derroche inasumible para mi inexistente economía. Aquí persiste la contradicción, y la inquietud de no llegar a tiempo de sacarle todo el jugo que contiene en su interior. Se lo merece, pero desconozco hasta dónde estoy dispuesto a sacrificar, porque mi capital es exiguo, mis talentos escasos, y mi locura no ayuda nada a discernir qué debo hacer...
En unos días partiré durante dos meses con ella, pidiendo-exigiendo-suplicando al hermano vital que corra con los gastos, y eso que su caso es aún peor que el mío y debe recurrir a altas estancias y esferas paternales para sufragar tal dispendio. No se merece esto, ni yo tener que recordárselo. Trataremos de diminutizar la sangría monetaria de modo que expandamos el tiempo de disfrute y podamos cubrir el plazo máximo con dignidad, sin penurias... Habrá que compensar la pobreza billetaria con otros valores, los nuestros: emoción, aventura, libros, paseos, naturaleza, templos y santuarios para el intelecto (léase bibliotecas...) y para el espíritu (léase iglesias, ermitas, conventos, monasterios...), silencio, amistad, compañía (esa que podamos hallar en la carretera) y soledad... En fin, lo de siempre.
Por otro lado, ¿y si me quedo? ¿Y si pospongo el viaje para cuando las arcas inicien un pausado despertar, y pueda afrontar la estancia nómada respaldado por la comodidad de una cierta recuperación salarial? ¿Y si permanezco aquí, en esta tierra que todo me lo da, aspirando la primavera, pateando las costas, las montañas, los centros de paz y meditación que Diània brinda a poco que explores? ¿Merece tanto la pena ir hasta allá lejos, a mil millones de pasos de casa, yendo en busca de algo que no sabes qué será, abrasar el erario propio y del prójimo y, además, volver sin apenas esperanzas de que puedas recuperar parte de la sangría monetaria sufrida?
El tópico señala que corren tiempos dificiles para todos. Claman, porque andamos mal (y la travesía se presenta cada vez peor...), pero no dejan de señalar que la solución es la de volver a gastar, a quemar, a consumir. Y yo, en estos momentos, lejos de mostrar la espalda a los voceros del apocalipsis como siempre he sostenido y hecho, y proseguir mi particular senda de economía material, la que insta a dejar en casa los billetes a buen recaudo en una caja y olvidarte de ellos para no perder ni uno que no proporcione pitanzas emocionales, ilustradas, o paganas, lo que hago ahora es precisamente ponerlos en circulación, dar alimento a los buitres carroñeros del sistema, rellenar sus tripas mientras yo adelgazo y me entra un temor espantoso y visceral de que voy directo a la expiración financiera y la defunción material...
El tiempo del devenir presenta nubarrones tan espesos y amenazantes como los de la fotografía. Pero, como en ella, hay algo más allá del horizionte que no sé qué es... y que pronuncia mi nombre. Lo miro y siento que debo ir. No lo puedo explicar. La razón no me sirve, la cautela se ha hecho añicos, y la ponderación hace meses que no anida en mí. Únicamente soy consciente de la necesidad, de que preciso esa inyección de vida, aunque después tenga que reponer fuerzas en cama, o quizá muera en ella a consecuencia de mis actos imprudentes, por haber malgastado fuerzas y recursos en noches largas y errantes viajes.
El suicidio y la locura se unen al deseo, inextinguible e inmortal, de ir allá. Quizá acabe mal, muy mal. Tal vez sea el fin, porque no es honesto inflar la vida mientras los demás sacrifican la suya, mientras ellos se esfuerzan y recorren su camino laboral para que tu admires amaneceres, ansíes hallar labios y mentes por el sendero de la aventura, y las demás prerrogativas del andariego del asfalto.
No es justo y, sin embargo, no puedo evitar sentir que estoy haciendo lo que debo. La perversidad de esa conciencia me carcome, pero no soy capaz de hacerle frente y reinvertirla, así como tampoco pensar en otra posibilidad. Si no voy, una parte de mí morirá; si voy, otra lo hará.
De modo que no hay elección. Voy a morir de todos modos. Pongámonos en marcha, entonces. Y no pensemos en el mañana. El féretro espera. Pero, antes, viviré lo que me sea dado, según mis reglas. Morir, para entonces, no será tan trágico. Ya habré cumplido, ya estaré, ya seré. Y nada más.
¡Ea!
(Fotografía: El Hermitaño)
26 de febrero de 2011
Paraísos cercanos...
Estoy seguro de ello. No necesito realizar grandes viajes, ir al otro lado del mundo, moverme hasta el último rincón del planeta. Sería glorioso hacerlo, desde luego: viajar y entrar en contacto con países y culturas distintas es la forma más sublime de vivir. Pero quedarme "aquí", en estas comarcas levantinas, e ir lentamente abrazando parajes, descubriendo los ambientes que me rodean (ignoro casi todos ellos, todavía), ya es un obsequio más que suficiente para mi espíritu.
A veces huímos, nos alejamos todo lo que podemos, tratamos de llegar cuanto más lejos mejor; y, sin embargo, al otro lado de casa a veces (estoy tentado de escribir "siempre", porque así lo siento) podemos hallar todo lo que necesitamos. Paz, silencio, amistad, naturaleza, belleza, y amor.
Eso no obsta a realizar algunas grandes rutas, viajes titánicos en tiempo y espacio (pretendo cubrir los dos próximos meses a lomos de mi casa rodante y a mil kilómetros de esta tierra costera... veremos cómo acaba esa locura...), pero sepamos, tengamos consciencia de ello: junto al hoyo en donde metemos la cabeza día a día, en donde residimos de ordinario (y de donde, tan a menudo, queremos tontamente salir) ,es ahí en donde podemos satisfacer casi todas nuestras inquietudes y necesidades.
Y si, además, disponemos de un medio de disfrutar al máximo de los parajes que hollamos, un medio que permite sentir, otear, paladear, meditar, dormir y soñar en ellos, un medio que te protege, que es tu santuario móvil, entonces el placer es gloria, y la felicidad, puro éxtasis.
¡Salut, y buenos viajes para todos!

Gaianes, febrero de 2011

Castell de Perpuxent, L´Orxa, febrero de 2011

Embalse de Beniarrès, febrero de 2011

Mirador de la Vall, Vall de Gallinera, febrero de 2011

Beniarbeig, febrero de 2011

Cementerio de Pego, enero de 2011

Castell de Forna, enero de 2011

Platja de Piles, enero de 2011

Alqueria del Duc, enero de 2011

Ermita de la Xara, enero de 2011

La Drova, solsticio de invierno 2010

Platja de Piles, diciembre de 2010

Barx, diciembre de 2010

Gaianes, noviembre de 2010
(Imagen: El Hermitaño)
A veces huímos, nos alejamos todo lo que podemos, tratamos de llegar cuanto más lejos mejor; y, sin embargo, al otro lado de casa a veces (estoy tentado de escribir "siempre", porque así lo siento) podemos hallar todo lo que necesitamos. Paz, silencio, amistad, naturaleza, belleza, y amor.
Eso no obsta a realizar algunas grandes rutas, viajes titánicos en tiempo y espacio (pretendo cubrir los dos próximos meses a lomos de mi casa rodante y a mil kilómetros de esta tierra costera... veremos cómo acaba esa locura...), pero sepamos, tengamos consciencia de ello: junto al hoyo en donde metemos la cabeza día a día, en donde residimos de ordinario (y de donde, tan a menudo, queremos tontamente salir) ,es ahí en donde podemos satisfacer casi todas nuestras inquietudes y necesidades.
Y si, además, disponemos de un medio de disfrutar al máximo de los parajes que hollamos, un medio que permite sentir, otear, paladear, meditar, dormir y soñar en ellos, un medio que te protege, que es tu santuario móvil, entonces el placer es gloria, y la felicidad, puro éxtasis.
¡Salut, y buenos viajes para todos!

Gaianes, febrero de 2011

Castell de Perpuxent, L´Orxa, febrero de 2011

Embalse de Beniarrès, febrero de 2011

Mirador de la Vall, Vall de Gallinera, febrero de 2011

Beniarbeig, febrero de 2011

Cementerio de Pego, enero de 2011

Castell de Forna, enero de 2011

Platja de Piles, enero de 2011

Alqueria del Duc, enero de 2011

Ermita de la Xara, enero de 2011

La Drova, solsticio de invierno 2010
Platja de Piles, diciembre de 2010
Barx, diciembre de 2010

Gaianes, noviembre de 2010
(Imagen: El Hermitaño)
13 de enero de 2011
"Lost and found" (perdido y encontrado)

¡Qué extraña situación! Se fue sólo para unos pocos días, abandonó el nido materno apenas un abrir y cerrar de ojos, pero a causa de una concatenación de circunstancias y hechos desfavorables, increíblemente absurdos y sin relevancia ninguna, algunos creyeron que ya no regresaría nunca más. A largo de unos instantes de aterradora y convincente realidad le consideraron ausente, es decir, muerto, desaparecido para siempre, sospecharon que la había palmado, o que, en el mejor de los casos, se había abierto el cráneo en el fondo de un barranco... y yacía inconsciente a la espera del rescate.
Unos salieron en su busca como si fuera un perrito perdido en el bosque, desvalido, inválido, aturdido por la soledad, la foresta y el aislamiento; examinaron cada palmo de terreno entre la ciudad y el monte, esperando divisar las marcas de neumáticos, captar el olor del gasóleo quemado, descubrir alguna señal que indicara que "él" había estado allí, y tratando de adivinar dónde se ocultaría entonces, en la noche profunda; los teléfonos no se pusieron de acuerdo: unos llamaban a destiempo, otros habían cerrado por vacaciones, y los que estaban disponibles no eran recordados; hubo quienes lloraron su extravío eterno, y cavilaron cómo sería su existencia sin la presencia de la suya, imaginando un panorama gris de aburrimiento y hastío en su devenir diario; se pusieron en contacto personas distantes, se acordó un plan para tratar de comunicarse con el "fugado", quien mantenía un espeso silencio, y se armaron los preparativos con el fin de iniciar una "caza y captura" que, o bien revelaba el paradero del sujeto en cuestión, o bien dilucidaba definitivamente su fallecimiento. La hora prevista: las siete de la mañana.
Mientras tanto, ausente, perdido (gustosa y libremente), aislado, convertido en un punto de luz blanca enmedio de las montañas otrora eternas y calladas de Forna (hoy estridentes, magulladas y acuchilladas por las bárbaras canteras), el fugitivo descansaba en un alto, a los pies del castillo, masticando sus avellanas, afrontando la delicada hermenéutica gadameriana y aventurándose en los meollos del postestructuralismo derridiano. Volteaba por el sendero, arriba y abajo, mirando, eclipsado por la belleza, sin saber quién era él y de dónde había surgido todo aquel manantial de delicadeza y perfección natural.
Más tarde saboreó el ocaso con una mágica presencia de la niña selenita, bajo cuyo rostro remoloneaba Zeus. La luz de las esferas gaseosas distantes hicieron acto de aparición, y sin otras en un millón de kilómetros a la redonda, el banquete fue puesto sobre el telar cósmico. Estaba perdido, en efecto. Ya no era él, él no era nada. Le dolía el cuello de tanto mirar hacia arriba (es decir, hacia dentro...), pero no podía detenerse, ni desviar sus ojos. No entendía nada, tampoco, ni le hacía falta, sólo sentía, embargado, transportado, huido de sí mismo, cómo aquello que le envolvía vivía dentro de sí, cómo no había distinción, ni separación, ni clasificación posible. Una misma esencia, una realidad ontológica única, una configuración existencial idéntica, en todos los sentidos.
Y, con ello, abrió los ojos (cerrando los de su interior). Recordó que no estaba solo (allí sí, pero no allá); se acordó de los otros, de que quizá trataban de saber algo de él. Y se puso en marcha. Arrancó, dejó el descansillo de hormigón sobre el que había dormido, y a las seis, mucho antes de que naciese el sol, iniciaba el viaje de regreso. Al poco lo encontraron, y él a ellos (quizá fueron "ellos" los perdidos, pensó), y las lágrimas, la desazón, y la angustia dejaron paso a sus opuestos. La comida, opípara y sensacional, fue la recompensa por la espera y la separación; los rostros, algo disgustados pero reconfortados, fueron destensándose. Y, al final de la jornada, todo volvió a ser como antes.
Excepto que, en lo más hondo del fugitivo, algo había cambiado. Allá, en la morada que había descubierto, permanecía una parte de sí mismo. Y debía recuperarla. Debía perderse de nuevo, si se quería encontrar. Y lo haría, sin duda.
El extravío es la mejor forma de saber de sí. El "Piérdete" que alguien espeta no es sólo una fórmula despectiva; es, también, una invitación al autodescubrimiento.
(Foto: El Hermitaño)
24 de diciembre de 2010
Travelling en las alturas
Hice este vídeo seis meses atrás, casi en el solsticio de verano, en el pico del Molló de la Creu, a unos 490 metros sobre el nivel del mar.
Me gusta recordar lo bien que se está en las alturas, cómo se siente uno allá arriba, solo, aislado, extraviado.
Es una sensación extraña, como si nadie más existiese, y el mundo estuviera abierto a tus pies...
23 de diciembre de 2010
12 de diciembre de 2010
En la otra dimensión

Últimamente escapo sin cesar de mi choza y atravieso parajes deshabitados y rincones olvidados. No voy lejos; al lado de casa casi siempre está lo mejor. A poco que busquemos hallaremos paraísos perdidos y enclaves de leyenda sin tener que recorrer grandes distancias ni maldecir los aumentos en el precio de hidrocarburos. Quien viaja demasiado lejos huye de algo; nosotros, por el contrario, es ese "algo" lo que justamente perseguimos.
Me juré a mí mismo que sólo me estaba permitido disfrutar del lujo (mi único lujo hasta el momento, antítesis de mi forma de vida austera y frugal en lo material) a condición de que, con él y en él, "crecer como ser". Así de simple. Todavía es pronto para saber si lo he logrado ya. Creo que no; pero esto apenas acaba de empezar.
Me aseguré de mantener a raya a los bancos y empresas crediticias (zorras con ansias insaciables de bocados suculentos...); me obligué a no pedir nada mejor; me dije, también, que una vez la tuviera olvidase, por completo, lo que me había costado. Y lo he conseguido. Nunca he destinado mejor mis (escasos) billetes, y ahora, por mucho que me den las mejores riquezas o las más refinadas joyas, sé que no podría cambiarla por nada. ¿Por nada? Por nada.
Uno de los motivos es éste: En mi choza marxuquerense, esa "llar" de vivencias antiquísima, que me ha visto pasar de la niñez a la adolescencia y finalmente a la madurez, yo gozaba de la mayor de las bienaventuranzas: la libertad temporal total, que empleaba a mi gusto, solo, sin nadie mandando, sin nadie hablando, sin nadie pensando, siquiera. Pero, ahora, con mi xiqueta de ruedas de caucho y rostro de fibra antigua, esa libertad, esa independencia, se vuelve espacio-temporal. Se me abre un espacio propio (pero, también, para todos los de mi bando), en el que ser todo lo que soy, aquí, allá y acullá, y aspirar a ser lo que todavía sueño que seré.
Si antes, en la choza, un perraco ladraba, nada podía hacer (excepto lanzarle algún 'cudol'); si algún lelo machacaba mis nervios con excrecencias musicales, tampoco (excepto soltarle un par de tortazos); si las luces trucadas invadían mi noche y ofuscaban la visión de las auténticas, nada podía hacer; si deseaba cambiar de estampa, ver otro cielo o tener una ermita a mi lado por la mañana, o una callejuela solitaria y anónima, era del todo imposible. Ahora, grandeza de las grandezas, ya no: unos minutos y cambia por completo el panorama, la fauna, el horizonte, la orientación, la vida a tu alrededor.
Y, entre esto, el tiempo. Es otro, más suave, se desliza; ya no trota, es más sereno. Una hora parece un día; un día, toda la semana. Ya no sabes si lo hecho por la mañana corresponde a hoy, al ayer, o a dos días atrás... La nueva dimensión espacial noquea la temporal, como si al aumentar el espacio disponible lo hiciera el tiempo. A espacio (casi) infinito, tiempo (casi infinito); seguro que es una idea que hubiese agradado a Einstein...
Por otro lado, la compañía (la de los hermanos y hermanas, quienes saben que pueden contar conmigo) siempre es esperada, y bienvenida, una compañía que es presencia, mutismo, afecto e inteligencia. Pero a veces las almas amigas no pueden acudir a la ruta, y la casa que rueda se queda vacía de otros alientos; sin embargo, entonces, ella misma y su desocupado interior favorecen como nunca tu misma identidad solitaria (si es lo eres), o bien facilita tu unión con los otros (si los necesitas).
Es en esta soledad viajera y existencia, al abrigo de las inclemencias emocionales (debidas a aquéllos, para bien o para mal), cuando está uno consigo, lo que para mí es el momento cumbre del bienestar: reposas en la cabina, escuchas a los Zeppelin, a Dylan, a Velvet o a los Straits, o te dejas llevar por el rumor de los planetas holstianos, o por las piezas flautistas mozartianas; el sol muerde las montañas y la luna aparece entre los cirros; descansas en el comedor contemplando el espectáculo; abres la puerta y recibes un soplo de viento frío nocturno; oteas las estrellas a través de tus ventanas de plástico, buscando la constelación de la existencia; te acurrucas en el lecho y oyes el caer del día, un día todo tuyo (somos amos de nuestro tiempo, recordémoslo); escoges tus libros y los penetras como si tu mente no captara nada más que las palabras impresas; comes tan a gusto tus garbanzos o tus sopas de fideos, cocinados en los diminutos infiernillos de tu auto; abres la luz, por la noche, y tratas de plasmar en papel algo de todo ello...
Y luego, como siempre, regresas. La choza espera: hay saludos gatunos y maullidos hambrientos; hay hojarsca que recoger, leña que apilar, agua que bombear y una monstruosidad de timbales, bombos y platillos que exige ser sacudida, para hacer estallar el silencio eterno de ese espacio tan finito que es tu cabaña... Nunca puede uno ser blanco o negro; cuanto más silencio crees, más conviene en ocasiones destruirlo y metamorfosearlo en una orgía de salvajes rugidos y ruidos febriles. Ya sabéis, el yin y el yang. Algo de equilibrio para evitar el trastorno...
Al regresar, te es más sencillo volver a tus textos de estudio, es más placentero hacer un favor a tu madre, más fácil llevarte bien con tu hermana, y abrazar la sencillez y bondad de la vida doméstica (nunca domesticada...). Regresar es siempre otro inicio; porque irte es, de algún modo, querer regresar; y regresar es querer marchar de nuevo. Y, en el ínterin, mientras vas y vienes, mientras vives, ya sea entre paredes gruesas o delgadas, en una morada cimentada o móvil, te vas haciendo, vas siendo, y tratas de atrapar tu devenir.
Cada arrancada, cada vez que introducimos la marcha y soltamos un poco el pie derecho, nos acercamos a la plenitud. La de encaminarse a la mayor de las aventuras posibles: conocernos, y después, mucho más tarde, superarnos.
No hay dimensión que se nos resista...
(Foto: El Hermitaño)
2 de diciembre de 2010
Ciclos...

Hoy, dos de diciembre, han rozado el suelo las postreras hojas... Lo han hecho con delicadeza, con gracia, mientras el mistral arreciaba y las despegaba de su enclave arbóreo, el que han conocido desde su nacimiento. Ahora, tapizada la tierra con un follaje amoratado, espera el duro invierno, que hará estremecer los troncos hasta las benignidades de la primavera inefable... Y, más tarde, aparecerán las viandas dulces colgadas como ofrendas para la vista y el paladar...
¿Dónde estaremos cuando aparezcan las primeras hojas, dentro de tres meses? ¿Y cuando se despidan del árbol las últimas, más o menos un año a partir de ahora? ¿Qué será de nosotros, y con quién lo compartiremos, en el instante en que broten los nacientes frutos?
El mar del tiempo es infinito, bañado en aguas eternas. Consuela saber que, una vez marchitos y mezclados con la tierra (quiero decir, nosotros, no las hojas), un nuevo ciclo aguarda para arrancar de nuevo, y que es imparable, como lo es el calor del sol y la luz de las estrellas. No estaremos para entonces, pero puede que de algún modo una parte nuestra permanezca... en los otros, esos que vendrán, que nos enlazarán con el pasado y el futuro.
Otoño, invierno, primavera y verano. Los cuatro jinetes (del génesis, de la creación). Dedicádles un segundo, contempladlos mientras avanzan (por ejemplo, en el curso del sol, en las sombras a mediodía, en los árboles, en las cumbres de las montañas...). Y luego meditad qué vale la pena... hasta dónde cabe llegar. Porque tampoco nosotros nos libramos de él.
Recordad las palabras del gran Robert Plant, en That's the way: "No olvides que todo lo que vive nace para morir...". También, si se quiere, podríamos decir que "todo lo que muere ha nacido para vivir (de nuevo)". Es un ciclo sin fin. Creación y destrucción; amanecer y ocaso; día y noche. Muerte y resurrección.
Y vuelta a empezar...
(Fotografías: El Hermitaño)
26 de noviembre de 2010
A bordo (ya está...)

Produce una extraña sensación lograr, por fin, aquello que tanto soñaste, aquello que acudió día tras día a tu mente y tu corazón. Un deseo que creció a cada amanecer, que vivió contigo y te hizo distinto. Desconoces lo qué significa: sólo puedes sentirlo. Y, con ello, basta.
Sentado sobre sus rodillas de madera, tela y metal, te sientes bienvenido, como si hubiese sido tu casa desde siempre. De hecho, lo ha sido: en tu sueño siempre ha existido, y has imaginado cómo sería descansar mirando al vacío, notando su sola presencia. Que ella vive es obvio; poca gracia requiere descubrirlo. Quien ve en ella un simple objeto no entiende nada; ahí "hay" algo. Y, si no, siéntese en su regazo y capte: si a los pocos minutos no ha percibido algo más que un batiburrillo de cables, electrónica, muebles y plásticos adorablemente ensamblados, es usted (con perdón) un tarugo, un necio, o un simple: o las tres cosas a la vez.
En la proa un diablillo rojo y blanco, esponjoso y simpático, saluda a quienes nos encontramos en la carretera. Un par de mapas sobre el salpicadero, algunos discos, un paño y una pequeña linterna en la guantera. Hay dos figuras en la cabina: una es insoslayable; siempre estará ahí; la otra puede variar con el tiempo: sólo el dinero y las ganas, el sentimiento y la implicación, lo dirán. Atrás queda la morada: el parqué, las ventanas, los comedores, las luces, el baño, la ducha, la cocina, los armarios, el frigorífico, la calefacción, las claraboyas, la cama... todo en unos metros cuadrados, todo entrañable, todo inmejorable. Modesta, acojedora, encantadora.
Nació, ella, cuando me salieron los primeros granos en la cara, cuando el sueño aún no existía, justo hace media vida mía. No sé quién la ha hollado antes, y tampoco me importa; sólo sé que soy yo quien la siente ahora. Imagino cuántas palabras habrán escuchado sus paredes; las discusiones sufridas, sin poder tomar parte por ningún bando, los maltratos de los niños (y los que no lo son tanto...), las sonrisas bajo sus halógenos, el amor destilado sobre sus sencillos colchones...
Uno arranca, coloca las marchas, y empieza a ver el camino. Es infinito. Nadie te dirá hacia dónde, cuándo parar, qué comer, bajo qué árboles dormir. Es todo decisión tuya. hojeas el mapa, piensas un segundo, y hacia allá. Qué importan hostales o posadas, restaurantes o bufetes, tú mandas. Mientras no molestes, mientras no cometas imprudencias tontas o sonrojes a los pueblerinos con tus torpezas, eres (un poco más) libre. Aunque, cuidado, porque habrá quien querrá arrebatartélas (a ellas, la libertad y aquello que te la proporciona...), así que cabe andar con prudencia.
Viajemos adonde viajemos, siempre encontraremos lo mismo: naturaleza, paisaje, rincones de humanidad, belleza, silencio (aunque también algún monigote rídiculo acelerando a fondo junto a tu casa, sabedor de que sólo puede existir yendo rápido...). Cambias de destino a cada paso, improvisas, no te decides, y dejas que sea el sol y el gasoil quiénes lo hagan por ti. Mandas un recado a tus padres, coges un cuerno de la luna, lo atas a tu baca, y te adentras en la oscuridad del asfalto. Miras las marcas de la carretera, blancas y discontinuas, que avanzan sin cesar y señalan hacia dónde debes ir...
Al regresar, al concluir un periplo de aventura, no dices nada, no puedes. Quedan las imágenes, las experiencias, las meteduras de pata y los excesos, pero también el triunfo, la bondad, los rostros de la felicidad. Vuelves al punto de partida absorto, perdido: el silencio es la melancolía del recuerdo, dejó dicho un amigo, como testimonio de tal andanza. Y no hay más que decir. Tan sólo, si cabe, que el mutismo es transitorio. Porque se abrirán nuevas oportunidades.
La morada aguarda ser habitada de nuevo; requiere nuestra presencia para sentirse viva. Y, nosotros, también debemos residir en ella para sentirnos (un poco más) vivos. Adónde iremos no cuenta: sólo, que iremos, y que, mientras tanto, (lo) seremos.
Arrancamos ya (y, ahora sí, es un hecho). El motor ronronea como un gato dichoso, sabe que le espera un buen rato de placer... Como a nosotros.
Ya está (por fin...).
(Foto: El Hermitaño)
16 de noviembre de 2010
Ocio del tiempo (distracciones)
Llevo dos meses así... admirando las hojas de la parra sobre el fondo azul del cielo.
Dos meses desde que terminé mi segundo libro, que envié a un concurso de divulgación para tratar de pescar algún dinero... Quizá por eso no lo gané: por pensar demasiado en la recompensa, y no disfrutar del proceso, del resultado por sí mismo, y por esas palabras impresas en la hoja. Cuando uno antepone la satisfacción del premio, reconocimiento o compensación a la maravilla del tecleado, al lento chorreo de letras encadenadas, al milagro de poder expresarte y que los demás entiendan, entonces el arte desaparece, el gusto te abandona y la vocación se corrompe con la plaga del beneficio, el billete y la cuenta corriente...
Bien mirado, lo del premio lo deseaba más por mis padres, para que vieran que sé hacer lo que me gusta y que hay alguien lo bastante tonto para pagarme por ello... Pero supongo que no es posible. Además, los triunfadores aparecen, en la solapa, con sus largas descripciones personales: licenciados, doctores, investigadores, expertos masterizados, catedráticos, experiencia docente, publicaciones, etc. ¿Qué dirían de mí, del autor, en caso de ganar el concurso? Se limitarían, seguramente, a poner mi fecha de nacimiento, decir que me gusta mirar el cielo, sentarme con mis amigos, hablar de todo lo que nos importe, escribir memeces (como ésta...) y leer hasta quemarme las pestañas...
No tengo estudios (yo sólo poseo aprendizajes...), ni títulos (suelo tirarlos a la basura...). Aborrezco tanto estudiar que incluso siento la filosofía (que me atrae como una voluptuosa ninfa abierta de piernas esperando mi epifanía líquida) marchita y privada de encanto cuando se me obliga a seguir la enseñanza universitaria establecida; y sólo recupera su belleza y misterio al coger, en el momento que me dé la real gana, sus fabulosos volúmenes, sin esperar nada más a cambio que el placer de descubrir, e interpretar, las intrincadas y racionalmente exhuberantes argumentaciones... Por eso no estudio... porque me cansa no aprender, sino sólo memorizar. Tiempo vacuo, perdido, soso y estúpido. Y luego podrán venir los ceros, los insuficientes, las segundas matriculaciones (o terceras, o...), pero yo seguiré siempre igual.
Subo a la azotea de la casa, me espatarro cuán largo soy (y lo soy bastante...), con un cojín bajo la testa, con músicas pegadas a las orejas y un gato al que atrae la idea de dormitar cerca de ellas (oigo un ronroneo, siento un ligero rozamiento peludo...), me acomodo, cruzo las manos sobre mi barriga, y empiezo a contemplar: nubes que avanzan y se detienen, evanescentes; soles brillantes que abrasan la mirada; aviones que dejan rastros extraños en el cielo; halcones que surcan el azul y se dejan llevar por los ascensores de aire; una media luna perfecta que oculta mil secretos en su superficie de polvo más antigua que todo ser...
Y, mientras todo ello sucede, mientras repito la ceremonia casi todos los días (adjunten también caminatas, películas, lecturas, miradas a las chicas guapas [pero no a las sólo que aparentan serlo...], charlas con seres queridos [a tu lado o a miles de kilómetros] y alguna cosilla más...), mientras todo ello sucede, digo, me voy citando cada día con una recién aparecida en mi vida, a la que estimo como si la conociera desde siempre, y la voy mimando, limpiando, adecentando, poniéndola bella y dándole todo lo que necesita... Una amiga que ya ha entrado a formar parte de mi existencia (y yo de la de ella), y con la que espero correr algunas juergas en la carretera dentro de bien poco... Juergas, digo, sí, pero de las mías... no se me malinterprete.
Por cierto, una amiga que poco me ha costado conseguir. He tenido que pagar, desde luego, no porque su amistad sea comprada, sino porque estaba encadenada en una sucia casa de compraventa y su amo exigía dinero a cambio de su libertad. Y sentía que me llamaba... que me pedía a gritos librarla de su cautiverio. Y no pude resistirme. Ahora vive junto a mí, y aguarda brindarnos aventuras inconcebibles... Y lo hará mejor que con cualquier otro, por agradecimiento, porque la he salvado de unas garras avariciosas, y sabe que conmigo está a salvo.
Así llevo dos meses, mirando la parra, absorto, haciendo pequeños planes, ignorando mis obligaciones y paseando de continuo con mis devociones, con el otoño dentro de mí, recogido, pero despierto, con el zurrón casi lleno (es lo que tiene no dejarse atrapar por los bancos, y ello aunque no recoja billetes desde hace más de un año...) pese a mis gastos, olvidando el futuro lejano y pensando en el ahora (al contrario que he hecho casi siempre).
¿Irresponsable? No, ocioso, en el sentido magno de la expresión, por poseer tu tiempo y emplearlo como mejor te plazca, sin ataduras, sin ligas ante nadie (ni siquiera ante ti mismo). Luzco como un ermitaño, desde luego, porque el euro nunca se destina a la estética, sino al esteticismo, porque no debo dar las gracias a ningún capo, a ese jefe henchido de peloteos, y porque al sentirse ocioso uno deja de lado las chorradas de esta vida moderna y llena de lo vacío, y empieza a saborear cómo es el vivir sin exigirse nada.
Y uno sólo puede crecer enmedio de la quietud, en un paisaje que deje que respires a tu aire, que no reclama nada, que es y está y evoluciona a su ritmo. Ociosidad no es sinónimo de pereza, de aburrimiento, de sentarte en la butaca ante la tele, sino de percepción, de sentimiento, de gozo, porque abre las puertas del universo que se complace ante sí mismo, y no del que siempre pide y reivindica. Éste universo está podrido, lo han podrido los hombres con sus ansias de crecimiento sin fin, de ganancia sin término. El dinero, el mismo con que he liberado a mi amiga, es el responsable, pero sobre esto ya se hablará.
Lo dijo ya Stevenson (claro): "Y para qué, Dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son asuntos de poca importancia para el mundo". Que un hombre sea licenciado, gane millones, sea un atleta del ADO, maneje la política de un país, o se envilezca cada mañana sentado en su oficina amasando peniques... ¿tiene alguna relevancia cósmica?
Ésa es la estafa: creer que debemos hacerlo. Sentir que si no, perdemos la dignidad, la humanidad. Quien no sabe qué hacer con su tiempo no es un ocioso; es un torpe. Quien sabe cómo gestionar (perder) el suyo es un sabio. El tiempo es nuestro.
Y quien no lo tiene es el esclavo, el indigno, y el inhumano.
(Fotografía: El Hermitaño)
Suscribirse a:
Entradas (Atom)