3 de marzo de 2006

Tomás Moro, 500 años después

Desterrad del país estas plagas nefastas. Ordenad que quienes destruyeron pueblos y alquerías los vuelvan a edificar o los cedan a los que quieran explotar las tierras o reconstruir las casas. Frenad esas compras que hacen los ricos creando nuevos monopolios. ¡Sean cada día menos los que viven en la ociosidad; que se vuelvan a cultivar los campos, y que vuelva a florecer la industria de la lana! Sólo así volverán a ser útiles toda esa chusma que la necesidad ha convertido en ladrones o que andan como criados o pordioseros a punto de convertirse también en futuros ladrones. Si no se atajan estos males es inútil gloriarse de ejercer justicia con la represión del robo, pues resultará más engañosa que justa y provechosa.

Porque, decidme: si dejáis que sean mal educados y corrompidos en sus costumbres desde niños, para castigarlos ya de hombres, por los delitos que ya desde su infancia se preveía tendrían lugar, ¿qué otra cosa hacéis más que engendrar ladrones para después castigarlos?


Estas palabras cumplirán medio milenio dentro de diez años. Pero el problema persiste. La educación general es pésima, escasa la voluntad por parte de los gobiernos en formar y edificar a las personas. Y, estas mismas, hinchadas de pereza y ociosidad, se pudren en los sillones mientras ven pasar el tiempo. ¿No es triste estar dotado de inteligencia y conciencia y mantener y engordar una vida superficial y alejada de cualquier estímulo intelectual o cultural? Y, ¿quién tiene la responsabilidad en esto? ¿Nosotros mismos, ahogados en el materialismo doméstico de la comodidad diaria, o la sociedad actual, que nos dirige y manipula a su antojo para que así no dedicamos nuestros esfuerzos en mejorar nuestra existencia, sino tan sólo en pagar letras, conseguir un coche más caro y gozar de placeres efímeros y fútiles?

De modo que, tras dejar penetrarnos con facilidad, resulta que ahora los ladrones no somos nosotros, sino la misma sociedad. Ella es la que nos roba, la que aliena esto llamado vida. Gracias a ella todo es más complejo, más absurdo, más alejado de la esencia verdadera. El monstruo quiere comernos. Algunos ya han sido engullidos, y ni siquiera lo saben. Dentro de la apacible existencia social algo carcome los cimientos de la humanidad. Y lo peor es que estamos dispuestos a dejar que nos devoren.