23 de mayo de 2006

Punto (y seguido)



La rotación de la Tierra ha dejado en tinieblas medio hemisferio de exámenes, agua pasada que se pierde en el olvido. Por el horizonte, a días vista, viene otra andanada, la última, la que cierra el ciclo.

Aparte de las lecturas, otra de las necesidades inmediatas en época de controles es el pateo, caminar entre naranjos, rodeado por montañas y el frescor de la primavera. Hoy era día para recorridos a pie, pues el poniente ha dejado paso a un fresco levante y el cielo se ha cubierto de gris, hundiendo las temperaturas y brindando paseos interminables.

La suerte de tener coche propio (aunque renquee y tenga más o menos tu edad...) es la posibilidad de estar en un santiamén allá donde quieres, sea la playa, el monte o ese refugio en donde te escondes para huir de todo, menos de tí mismo. En esta ocasión las cuatro ruedas me han llevado a una zona boscosa, tan sólo alejada de la ciudad unos pocos kilómetros. Pese a esa separación tan escasa, ir allí es entrar en otro mundo, un universo de paz, silencio, árboles y vida. Me siento afortunado de vivir en una tierra que dispone, en unos pasos, tantas alternativas, tantas opciones, paisajes y sensaciones.

Caían gotas de lluvia mientras iba yo despedazando el tiempo a cada paso; no oía una alma, apenas escuchaba el rumor lejano de una excavadora, que bien podía estar en el confín del mundo. De repente, un par de conejos aparece enmedio del camino, sin percatarse de mi presencia. Parece una madre y su cría. Me detengo, mientras mis pasos llegan hasta donde estaban ellos; entonces se ponen en marcha, esfumándose. Sigo adelante, y unos metros más adelante, vuelvo a parar. No están, han entrado en su madriguera o están en el otro lado del desfiladero. Pasan unos segundos, absorbiendo yo ese silencio único, arrollador, casi mareante. Cuando echo la vista al camino, los veo de nuevo: están comiendo algo, no sé qué. Se olisquean, se persiguen un momento y, oscilando sus graciosos traseros entre el gris y el blanco, desaparecen para siempre. Me quedo un instante allí, quieto por si se les ocurre regresar, pero por lo visto prefieren seguir entre la maraña arbustiva que lo llena todo.

Un familia de conejos; ni misterios cósmicos, ni problemas filosóficos, ni supuestas intelectualidades peripatéticas, ni leches en vinagre: una familia de conejos encierra toda la belleza, toda la verdad y toda la esencia de la vida, resumida en unos tallos de hierba para comer, un retoño a tu lado a quien enseñar y amar, y el inmenso tapiz del mundo exterior, ajeno e indiferente, sobre tu espíritu. Ellos no lo saben, pero han abierto un poquito más los ojos a alguien desgarbado que los observaba con curiosidad desde la distancia.

Ahora, claro, de vuelta a los libros.

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