21 de octubre de 2007

El camino del hombre



Nuestro sendero vital se engarza con el de las estrellas. Tanto nosotros como ellas partimos de un único punto de energía, en el primer instante de la eternidad. Tomamos forma a partir de la creación sideral, y la conciencia prendió por fin en el etéreo espacio casi sin sustancia. A muchos eones vista, el destino es el mismo origen; fusionarnos con la materia y la imaginación del Cosmos. Somos los descendientes de las estrellas, pero ¿cuántos de los hombres se atreven a brillar con luz propia? Muchos de los que nos rodean prefieren brillar con luz opaca, existiendo como simples reflejos inútiles de portentosos fuegos ajenos. Si procedemos, en efecto, de lo alto, de lo más alto y glorioso que jamás haya existido, hay que honrar a nuestros ancestros, y nada mejor para hacerlo que resplandecer por nosotros mismos.

9 de octubre de 2007

Felicidad



Media vida pasa la gente hablando de la felicidad, y la otra media se escurre mientras tratamos de alcanzarla. ¿En qué consiste? Para Emerson era el arte, no tan simple como parece, de llenar las horas, pero nadie lo sabe, nadie puede dar una definición, tal vez ni siquiera importe hacerlo. En todo caso no es un estado mental decidido por la psique, una cima escalable según la voluntad; más bien, parece ser un sentimiento, un estremecimiento involuntario al que los hados nos llevan sin que sepamos cómo; en ocasiones nos sentimos felices en momentos y lugares insospechados: en la ducha, en el supermercado, al ver un rostro feo, o cuando echamos la basura. Sin embargo, cuando no hay motivo alguno para estar feliz, porque no lo hemos deseado, porque no pedíamos ser felices, es a la sazón cuando más sentimos la felicidad, cuando más pura parece ser. Como decía Voltaire, "la felicidad nos espera en algún sitio, a condición de que no vayamos a buscarla".

2 de octubre de 2007

'Morir a lo grande' (relato corto)

Nada más amaneció salió Tomás de su vieja y austera cabaña, saludando al nuevo día. Llevaba, como siempre, unos amplios pantalones, sandalias de cuero y un sombrero de paja. En su rostro, vetusto y surcado de arrugas, sobresalían sus ojos saltones y su más que respetable nariz. Tomás era un hombre pobre, más pobre que cualquier otro habitante de su pueblo. Ahora bien, su pobreza era voluntaria; reservaba toda la fortuna acumulada, que no era poca, para cuando muriese. Desde hacía veinte años, más de un tercio de toda su vida, su obsesión había sido vivir trabajar al límite, vivir pobre y morir a lo grande, edificando para cuando llegase el momento un mausoleo de colosales dimensiones que atestiguaría el paso glorioso de Tomás hacia la otra vida. Anhelaba Tomás algo mucho más importante que un simple, vulgar y anodino bloque de hormigón con una superficial inscripción en la que rezara: ‘vivió aquí, desde tal año, y murió allá, tantos años más tarde”.

Tomás trabajó duro a lo largo de dos décadas. Limpiaba cuadras, arreglaba desperfectos en casas y talleres, vivía en las fábricas, ayudaba a cualquiera que lo necesitase y, a veces, incluso a aquellos que no pedían ser ayudados. A cambio, pequeñas sumas iban amontonándose en la mesita de noche del viejo. Comía muy poco, descansaba sólo lo imprescindible, y había ocasiones en que pasaba días enteros trabajando sin cesar. A su regreso, de noche, el sueño que con tanto ahínco perseguía estaba un poco más cerca de hacerse realidad.


Las gentes del pueblo siempre preguntaban a Tomás por qué quería malgastar su dinero en algo que él no llegaría a ver; le instigaban a que disfrutara de la vida, que hiciera realidad otro tipo de sueños, más gozosos y útiles: comprarse una casa grande, un coche caro, vestir trajes de firma, degustar las delicias de los restaurantes de calidad, etc. Sin embargo, Tomás se mantuvo terco, obstinado como una mula, decidido a no gastar un céntimo en algo que no fuera destinado a su futuro mausoleo. La gente acabó por no entender nada de lo que hacía el viejo, y poco a poco Tomás se quedó solo.

Había quien se burlaba de Tomás, por sus excentricidades y extrañas ideas. Otros evitaban hablar con él, dirigirle la mirada siquiera. Al ermitaño de barba blanca llegó a importarle muy poco; hubo veces en que intentaba explicar el por qué de su conducta, que si bien era insólita, tenía una razón de ser; probaba a narrarles sus ideales, sus motivaciones, y por qué tendía a alejarse de la vida ordinaria, más ellos no comprendían nada, nada en absoluto. Para las gentes del pueblo, la vida de Tomás era una tontería sin sentido. “¿Para qué tanta miseria, Tomás, para qué vivir pobre pudiendo tener todo lo que deseas?”, le preguntaban, ya sólo muy ocasionalmente. “Para seguir viviendo después de muerto en las mentes de muchos”, respondía él. “¡Pero si a ti no te conoce nadie, Tomás!”, replicaban ellos. “Me conocerán”, aseguraba orgulloso el viejo.

Llegó el día en que Tomás reunió el dinero suficiente para su mausoleo, y mucha gente supuso que no tardaría en morir; había estando esperando ese momento toda su vida, de modo que muchos dieron por seguro que el viejo Tomás no duraría mucho más. Para él, en cierto sentido, seguir viviendo una vez su sueño ya era una realidad era, en efecto, un sinsentido. Sin embargo, esperó pacientemente su turno, y sólo cuando consideró que su fin podía estar cerca empezó los trámites administrativos y legales necesarios. Los responsables del cementerio no pusieron objeción alguna; siempre era bueno recibir una bonita suma por la idiota excentricidad de un viejo solitario. El mausoleo tomó forma en un par de semanas, y para cuando Tomás cumplió sesenta y cuatro años, a finales de septiembre, ya estaba todo listo para el gran momento en la vida del poco querido y aún menos apreciado anciano de la colina.

Mientras, las otras gentes del pueblo, gente mayor en su mayoría, morían a su vez, y eran sepultadas en un montón de tierra convencional y amorfa: lápidas grises y casi anónimas atestiguaban su fin. Por el tipo de mausoleo en el que yacían, la enorme mayoría de la población era indistinguible a ojos de un visitante externo. Únicamente eran relevantes unos pocos, que representaban a los cuerpos de difuntos políticos o benefactores, sabios o misioneros, sacerdotes o alcaldes. Pero, junto a ellos, se erigía el enorme y noble edificio fúnebre, ya ocupado, que contenía los restos mortales de Tomás. A su entierro acudieron pocos vecinos; un sacerdote, inevitablemente, y un par de viejas mujeres con largos vestidos negros.


Pero, tal y como él había supuesto, aquellos que nunca habían acudido al cementerio, por los motivos que fueran, acabaron sintiendo cierta curiosidad acerca de ese ignorado personaje, desconocido para ellos, que había recibido tamaña sepultura. Preguntaban a los empleados del cementerio, a los responsables del ayuntamiento, pero estos nunca les informaban adecuadamente: las respuestas más habituales hacían referencia a un viejo ermitaño de barba blanca, modales extraños y pantalones holgados, viviendo en una choza a las afueras del pueblo, pero se trataba de una respuesta a todas luces absurda; un ermitaño no tendría recursos para aquello, y si los hubiese tenido, ¿quién querría morir rodeado de lujos pudiendo vivir con ellos? La respuesta, a veces cansada, era invariable: “Tomás Cervera de Tormes”.

De esa manera, Tomás fue conocido por mucha más gente una vez muerto que durante su gris y triste vida. Circulaba por los pueblos vecinos la historia de un viejo loco cuya fortuna se empleó por completo en la construcción de su propio templo funerario, y que en nada se parecía a los mausoleos convencionales. “Vale la pena verlo, es un edificio increíble”, decían algunos. Hubo quienes vinieron de muy lejos para saber de la vida de ese extraño personaje.

Con el tiempo, el pueblo donde nació, creció y murió Tomás fue llamado “el pueblo del ermitaño rico”, y gracias a la existencia de su mausoleo, la memoria de Tomás, a quien nadie había comprendido, permaneció mucho más viva que la de prósperos hacendados, militares, políticos y grandes propietarios, a quienes el paso de los años sumió, para siempre, en el más absoluto de los olvidos.

23 de septiembre de 2007

Thoreau, el genio

"Este mundo es un lugar de ajetreo. ¡Qué incesante bullicio! Casi todas las noches me despierta el resoplido de la locomotora. Interrumpe mis sueños. No hay domingos. Sería maravilloso ver a la humanidad descansando por una vez. No hay más que trabajo, trabajo, trabajo. No es fácil conseguir un simple cuaderno para escribir ideas; todos están rayados para los dólares y los céntimos. Un irlandés, al verme tomar notas en el campo, dio por sentado que estaba calculando mis ganancias. ¡Si un hombre se cae por la ventana de niño y se queda inválido o si se vuelve loco por temor a los indios, todos lo lamentan principalmente porque eso le incapacita para... trabajar! Yo creo que no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar".

Henry Thoreau (1817-1862), La desobediencia civil.

16 de septiembre de 2007

El silencio y la soledad

Visión en sombras.
Llora una anciana sola,
la luna como amiga.

(omokage ya
oba hitori naku
tsuki no tomo)


Matsuo Bashō, poeta y místico japonés (1644-1694)

9 de septiembre de 2007

Los monopolos

En Física, los monopolos (magnéticos) son aquellas partículas que tienen tan sólo un polo magnético (esto es, norte o sur). Dichas partículas aún no han podido ser creadas, ni siquiera en las condiciones extraordinarias de los aceleradores de partículas. Lo habitual es hallar partículas con dos polos; incluso rompiendo un imán hasta su constitución atómica, siempre obtendríamos dos polos. Los monopolos se nos resisten.

En la vida diaria sucede justo al contrario. Los monopolos nos invaden, son el azote de la modernidad: monopolos mentales, por supuesto. Las gentes, todos nosotros, encerrados en un esquema mental fijo del mundo, somos inusitadamente reacios a abandonarlo. Pero unos más que otros.

Me refiero especialmente a individuos que pululaban a mi alrededor, en la playa mediterránea, en los días pasados de agosto. Iban con sus sombrillas, con sus chanclas, los bronceadores y las toallas pegadas a su cuerpo. Apenas salían del apartamento, al contemplar el tiempo, feo, gris, lluvioso (como ha sido este agosto, para mi regocijo), maldecían al divino y ofendían a sus muertos, y se quedaban allí, en recepción, con cara de atontados, superados, inútiles, sin saber qué hacer, amputadas sus ilusiones.

Otros son los machacantes del sábado noche, los jóvenes putrefactos que danzan al ritmo de las babosas de música escandalizada y alcohol mohoso, penetrando en el reino de lo inconsciente, que también son superados por el ruido y su propia idiotez. Deslizándose en masa hacia la sodomización social, penetrados hasta la médula por las doctrinas y visiones de otros, tienen a su vez una perspectiva única, de recreo, de patio de colegio -ir dónde van los demás-. No les des alternativas, no les ofrezcas una posibilidad innovadora, no les hagas ver que hay algo más; escupen, te escupen, hasta se escupen ante esa ocasión: para ellos, todo y todos son reducibles a su panorama mental, a sus gustos relamidos y consumidos. Aunque llueva, aunque haga frío, aunque haya habido un atentado a diez metros, un asesinato en la esquina, pese a que el mundo se desmorone y acabe convertido en pedazos de roca, ellos seguirán marchando en grupo, arropados, confiados y seguros de que el sábado noche es su peculiar epifanía de la vida, incluidos botellones, polvos mágicos, y la demolición de su frágil identidad.

También nosotros, quienes no llegamos a esos extremos remotos de desmayo mental, también tenemos momentos de confusión, en los que no sabemos hacia dónde dirigir los pasos. Pero, tal vez por una gracia divina, o porque la vida no ha sido del todo ingrata, pensamos raudamente, y se nos acuden a la quijotera alternativas a las que abrazarnos de inmediato; no nos aturden, o por lo menos no completamente, las tejemanejes del destino, de la sociedad, del puñetero tiempo. Siempre hay algo que hacer, algo en lo que meternos de lleno. ¿Mal tiempo, puertas cerradas, ilusiones perdigonadas? Tras un instante de desconsuelo, de rabia o de impotencia, llega el pensamiento, la acción o un deseo nuevo, y hacia él nos encaminamos, con bríos renovados y ansias de extraer jugos sabrosos a lo que hace sólo un segundo no existía para nosotros. Una nube, un libro, una mirada, un lugar, y todo cambia.

Mientras, y no me gusta ser condescendiente, los playeros se quedan allá, aún pensando cómo han podido tener tan mala suerte, y los escupitajos del histerismo nocturno permanecen anclados, encadenados, a su monopolo, a su único, especial y singular espacio, ignorando lo que se agita más allá, en ese otro polo opuesto. Hay que superar los monopolos, destrozarlos, pulverizarlos. ¿O acaso queremos convertirnos en uno de ellos?

14 de agosto de 2007

Sabidurías

El conocimiento habita
en mentes repletas de los pensamientos de otros;
la sabiduría, en mentes atentas a los suyos.

John Keats, poeta inglés (1795-1821)

18 de julio de 2007

Extravíos de humanidad

Jamás había leído unas palabras tan acertadas, por su concisión y precisión, acerca de la situación humana en nuestro actual mundo civilizado. Corresponden a la obra "La filosofía, desde el punto de vista de la existencia", del filósofo y psiquiatra alemán Karl Jaspers (obra de la que he comentado algunos pasajes aquí y aquí).

No parecen originales, novedosas, no aportan una revelación y, sin embargo, son contundentes por su impecable (e implacable) definición de esta sociedad nuestra. Así es, en efecto, cómo vivimos, hay demasiados ejemplos a todo alrededor nuestro para duda de su realidad; a poco que nos iluminen, estas palabras deben servir para empezar a cambiar el estado de las cosas. Si no, se convertirán en otro fragmento de sabiduría perdido, como tantos otros, en medio del océano de la estupidez y el oprobio humanos.

"Este mundo reglamentado por el reloj, dividido en trabajos absorbentes o que corren vacíos y que cada vez llenan menos al hombre en cuanto hombre, llega al extremo de que el hombre se siente parte de una máquina, que es llevada o traída alternativamente de aquí para allá, y que cuando queda en libertad no es nada ni sabe qué hacer de sí misma. Y cuando empieza justamente a volver en sí, el coloso de este mundo le hundirá de nuevo en la omnidevoradora maquinaria del trabajo vacío y de un vacuo goce del tiempo libre". (Karl Jaspers, "La Filosofía", FCE, 1993).

26 de junio de 2007

En la calle lluviosa, un día cualquiera



En el pavimento recién asfaltado la lluvia caía con fuerza. Las gotas, que repicaban en los techos y tejados metálicos, se oían como piedras lanzadas desde el cielo. En ese momento la calle, otrora dominada por una comunión de rostros y cuerpos a la búsqueda de una estrella hoy olvidada, parece muerta; nadie la usa, nadie se atreve a transitar por ella. Mas, por las obligaciones, al fin aparece alguien.
Es una chica, veinteañera, con un buen físico e impecablemente vestida. Maquillada y cuidando hasta el más mínimo detalle de su atuendo, se apresura a refugiarse del diluvio, y lo hace justo delante mío. Se detiene y extrae de su bolso un móvil, con el que juguetea e intenta matar el tiempo hasta que la lluvia conceda una tregua. Entretanto, un viejo con aspecto desaliñado se acerca con paso lento hacia ella. Es, para ella, todo un espectáculo: cubierto por un chubasquero que parece de papel, acarrea a su espalda un par de bolsas de plástico, además de otros bártulos no identificados, que se funden casi en su figura diminuta y arrugada. Con una gorra gastada, se arrastra calzado con unas chanclas de euro, pero si hay algo que destaca en él son sus calcetines, grandes y estirados al máximo, que a esas alturas ya deben estar algo mohosos.
La chica mira al viejo, primero con sorpresa, luego frunciendo el ceño, y por último divertida. Le divierte tanto la visión del viejo que coge su móvil último modelo, y le brinda una instantánea, para inmortalizar el paso bajo la lluvia de un personaje tan pintoresco; en su mirada puedo percibir que parece observar al hombre como si fuera un pobre desgraciado, como si estuviera perdido en el mundo y su propio mundo se limitara a ir a pescar todas las mañanas, provisto de chanclas baratas y calcetines. Noto cierta condescendencia en la mirada, cierta lástima e incluso pena. La chica debe pensar "qué futuro tan gris tiene ese pobre hombre, si es que viviendo de esa manera tiene algún futuro". Al poco viene un coche deportivo recién estrenado; ella le hace una señal con la mano, el vehículo se detiene y la chica se introduce en él.
Justo en ese momento, extraigo yo de la mochila mi móvil (imaginario) y, mirándola, asqueándome y por último divirtiéndome, divirtiéndome tanto, le brindo a mi vez una instantánea (igualmente imaginaria). Y, entonces, pienso: "qué futuro tan negro tiene esa pobre muchacha, si es que viviendo de esa manera tiene algún futuro".
Mientras, el hombre de las chanclas con calcetines atraviesa la calle y se dirige al puerto, indiferente a lo que una mojigata pueda pensar de él, o para el caso, lo que piense de él el mismo universo. Una de las definiciones de felicidad, quizá la más certera, es que se trata de ese estado en el que uno ya no ansía nada más, que se siente satisfecho con lo alcanzado y no abriga deseos de llegar más lejos o más alto, no porque no sea posible, sino porque no va a reportar nada que no poseas ya. A nivel material, la felicidad debe llegar pronto; de lo contrario, uno corre el riesgo de ser esclavizado. Eso parecía ignorarlo la chica del deportivo, pero no el hombre encorvado que, unos instantes después, desaparece en un mar de cortinas de agua.

21 de junio de 2007

Hibernación



Al contrario que las demás especies, en mi caso hibierno en verano. Es ahora, y no en los rigores invernales, cuando estoy bajo mínimos y la actividad se limita a la simple supervivencia. Quedo, pues, a la espera de lo que el transcurrir de los días otorgue, mientras llega mi momento de regreso, al término del verano.

Y, como sucede tras cada hibernación, la vuelta a la vida es mejor, mayor y más profunda. Aunque el letargo sea prolongado, tras él vendrá la catarsis.

12 de junio de 2007

La cárcel



Siempre he creído que, pese al carácter abierto, solidario, amistoso y bienintencionado de una sociedad como la nuestra, que semeja dar cobijo, respeto y amor a todos sus integrantes, en realidad vivo (vivimos) en una gran penitenciaria, donde estamos cautivos.

Nuestras casas son celdas, nuestros trabajos son las actividades forzadas a las que nos someten a diario para lavar los actos denigrantes que otros han cometido.

Salimos a dar paseos desentumecedores (algunos lo llamarían ir de vacaciones), pero al poco regresamos al presidio, para proseguir, atados y cohibidos, nuestras vidas de ilusioria libertad.

Nos ofrecen algunos regalos, como un paquete de cigarrillos, libros para quien sepa leer, e incluso, si eres alguien importante, un retrete en condiciones higiénicas (algunos pensarían en coches, riquezas y un buen cúmulo de gente a la que llamar cuando te sientes sólo).

Allí (es decir, aquí) no existe el individuo, sólo el grupo de reclusos. La individualidad se diluye en el mar de la masa, y uno pierde su identidad. Se forman guetos, los diferentes se marginan, el yo se escinde y desaparece. Emerson hablaba de la cárcel (quiero decir, de la sociedad) como algo que es "en todos los sitios, una conspiración contra la personalidad de cada uno de sus miembros".

La mayoría permanece de por vida en esas mazmorras, las catacumbas de la humanidad; otros aguardan impacientes, a la espera de ser corregidos y devueltos a la sociedad. La única diferencia entre esa cárcel y ésta, en la que nacemos y morimos, es que aquí nadie nos dice que si nos portamos bien, si cumplimos las normas, seremos liberados.

Eso es, sin duda, lo peor de vivir en esta prisión, colmada de buenas intenciones, de promesas y de esperanzas, pero hueca de la humanidad que se le supone: si seguimos en ella, si no escapamos, el cautiverio no tendrá fin, seremos prisioneros de por vida.

2 de junio de 2007

La fatalidad del desubicado

Lo intento, pero no lo consigo. Se supone que es algo sencillo: coger unos libros, leerlos, sacar su jugo, luego plasmarlo en una hoja de papel, y esperar un resultado acorde con tu esfuerzo. Pero no soy capaz.

Cuando sigo el método me hastío, el aburrimiento es excesivo, y aunque los resultados son buenos, generalmente, obtenerlos así carece de todo valor; es como escribir un libro dictado por otro, o como pintar en un lienzo vacío, siguiendo una mano que no es la tuya. Si, por el contrario, dejo que sea mi voluntad la que mande, la que me guíe según sus deseos, complaciendo una sed de saber que no está marcada por nada ni nadie, que se satisface a cada paso, desconociendo qué vendrá después, entonces los resultados son malos, malísimos, o bien no superan el corte necesario.

Hablo de exámenes, claro. En todo caso, haga lo que haga, hay desilusión, porque o bien no me gusto por lo que hago, o bien no me gusto porque no cumplo ciertas expectativas. Lo veo como una fatalidad, porque no importa lo que elijas, siempre acabas perdiendo. La disyuntiva es clara, y no permite errores: o te marcas la dirección a seguir, por tí mismo, o bien dejas que otros la elijan por tí.

Quizá he hecho mal empezando un camino de cinco años de aprendizaje perfectamente estructurado, perfectamente modulado año a año, perfectamente marcado. Porque nunca he sido un buen estudiante, ni creo que lo sea jamás. Yo sólo sé que me gusta aprender, pero no según lo que toque cada semana, sino lo que nazca de mí a cada instante. Así que puede que lo mejor sea desistir, buscar una alternativa que no suponga el hastío de un '¿qué toca hoy?', y sí el '¿qué deseo saber hoy?'.

No superaré el corte, no cumpliré expectativas, no superaré cursos y no satisfaceré a quienes me rodean, porque habré vuelto a fracasar. Y sin embargo, será un fracaso dulce, como el que vivimos cuando dejamos un trabajo que no nos hacía humanos, o cuando decimos adiós a alguien con cuya compañía nos sentíamos solos. Es el fracaso que, a la larga y cuando menos te lo esperas, lleva al éxito.