25 de marzo de 2008

A perseguir el Sol (interludio andariego)



Sabemos que partimos de Villalonga. Sabemos también que (el así llamado) destino está próximo a Almansa. Intuimos por donde transitaremos entre ambas urbes, por lo menos a grandes rasgos. Y esperamos no tardar mucho más de unos diez días (el recorrido es, naturalmente, con el único auxilio de nuestros pies, piernas, brazos y mentes). El resto, prácticamente todo, lo dejamos en manos de la sabia (y, a veces, algo maliciosa, como sabemos) Providencia.

Habrá mucho que disfrutar (seguramente también algo que sufrir, lo cual no es nada malo), momentos especiales y vivencias hoy inimaginables. Pero este tipo de viajes brindan algo que, más allá de senderos, paisajes, monumentos o gentes, es para mí especialmente valioso, algo que llevo demasiado tiempo sin degustar: se trata del placer inigualable de desconocer, por completo, dónde vas a extender el saco para dormir cada noche, cuál será el rostro del planeta al día siguiente cuando, aún dominado por la somnolencia, despiertes.

Acaba de brotar la primavera, recién nacida y ansiosa ya de vida y Aventura. Eso es, también, lo que nos espera a nosotros: Vida y aventura -son la misma cosa, en realidad-, y a todo aquel que quiera y se arriesge a buscarlo: Camino, Sol y lo que el mundo ofrezca.

Nos veremos, pronto.

19 de marzo de 2008

Alienación

"Levantarse, tomar el tranvía, cuatro horas de oficina o de fábrica, la comida, el tranvía, cuatro horas de trabajo, la comida, el sueño y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes y sábado con el mismo ritmo es una ruta que se sigue fácilmente durante la mayor parte del tiempo. Sólo que un día se alza el «por qué» y todo comienza con esa lasitud teñida de asombro. «Comienza»: esto es importante. La lasitud está al final de los actos de una vida maquinal, pero inicia al mismo tiempo el movimiento de la conciencia. La despierta y provoca la continuación. La continuación es la vuelta inconsciente a la cadena o el despertar definitivo. Al final del despertar viene, con el tiempo, la consecuencia: suicidio o restablecimiento".

Albert Camus, "El mito de Sísifo".

12 de marzo de 2008

El arte del Caminante



Echo a andar apenas lo permite el tiempo y mis escasas obligaciones (la única, realmente obligada, vivir y saber cómo). En estos días suelo hacerlo más aún, y no sólo de cara a preparar el cuerpo para una próxima aventura andariega, sino porque la ciudad empieza a verse invadida por lo que parece un sempiterno estallido de cohetes, petardos y demás fauna explosiva, que acaba por aquejar al alma en cada calle o esquina. Es la locura habitual en tierras valencianas, la cultura ruidosa, una forma estridente de existir, para así no escucharse a uno mismo. Ante tal ambiente urbano los pies deciden ir en dirección contraria, saliendo (y, a veces, sin querer regresar) de la infestada -e infectada- metrópoli.

Pero no camino por estos motivos. El acto de andar, de pasear, merodeando por recovecos y senderos desconocidos o pisados miles de ocasiones, es una condición necesaria para conservarnos con buena salud. Se camina, o por lo menos a mí me sucede así, no por deporte, ni por motivos estéticos o de disfrute de la naturaleza, sino para lograr un estado mental y espiritual único. En eso consiste, a mi juicio, estar sano.

He transitado por un mismo camino miles de veces, y cada día es diferente, él y yo. Él, porque cambia siempre la luz, el color, la temperatura o las condiciones, aunque el aspecto sea el mismo por mucho que pase el tiempo. Yo, porque mi estado de ánimo muda también día a día, porque mi yo de ayer guarda, tan sólo, alguna similitud con mi yo de hoy, y me permite apreciar lo que hace unas horas, en el mismo sitio, no distinguí ni supe valorar.

Y ese estado mental especial al que se llega caminando parte de una premisa, el antecedente fundamental de todo paseo o caminata verdadero: el ansia de experimentar, de aventura, de descubrir o reencontrarse con lo conocido. Allí fuera está la vida, y el proceso de andar nos acerca a ella. El descubrimiento de una senda ignota, un riachuelo serpenteante entre moles de roca, un tajo enorme a tus pies o la cabaña medio derruida de un ermitaño perdida en el bosque, todo esto proporciona una especial felicidad, engrandecida por la ausencia de prisas debido a la huida que sufre el tiempo.

Y está, además, la cuestión del riesgo: a veces, un paso en falso implica caer por un barranco, golpearte y magullarte en la dura piedra o en zarzas hirientes. O quizá, ese paso en falso signifique tu muerte. No la buscamos, pero al igual que la vida, también está ahí. No hay que olvidar lo bien que te hace sentir esa perspectiva de exponerte a todo peligro que el mundo ofrezca.

Pero no todos pueden llegar a apreciar el camino de esta forma. En muchas ocasiones veo a gente mayor (la juventud no camina, sólo hace deporte en pos de un cuerpo repugnante e impuesto) que marcha a la par que habla de política, platos culinarios, o ropa para el fin de semana. Eso no es caminar; es sólo trasladarse de un lugar a otro, sin ser consciente de lo que medra a tu alrededor. No perciben nada, porque su mente está fija en pensar, en hablar y discutir. Caminar es experimentar, no reflexionar; eso vendrá después, si acaso. De ahí que Thoreau, genio y figura de los nómadas, crea que para ser capaz de vivir el arte del Caminante no baste con desearlo. En su relato Pasear, afirma:

"No hay dinero que pueda comprar el imperativo tiempo libre, la independencia y la libertad, el capital de esta profesión de andariego. Sólo la gracia de Dios lo proporcio­na. Para convertirse en un caminante hace fal­ta una dispensa directa del Cielo. Hay que na­cer en la familia de los Caminantes. 'Ambulator nascitur, non fit' ("Caminante se nace, no se hace")" .

Desconozco si pertenezco a tal familia (me he visto huérfano demasiadas veces en esta vida para creer que tengo una), pero presiento una consanguinidad con sus miembros. El lejano eco de hermanos y hermanas que me reclaman.

4 de marzo de 2008

El universo en un rompecabezas



Una imagen, el escenario de una batalla entre dos navíos del siglo XVIII descompuesta en mil pedazos, marca el inicio de la aventura.

No se trata de ir a ninguna parte, sino de permanecer quieto ante ese mosaico de pequeñas piezas revueltas y crear algo que antes no existía. Parece trivial, algo infantil, inapropiado para mentes sofisticadas y elevadas que se empapan de librotes escolásticos y kantianos; y sin embargo, ese rompecabezas naval invita a palpar sus encantos, a buscar el retrato arquetípico, buceando entre grises, negros y ocres, porque su llamada es como el retorno al cosmos puro y encantador de una época ya vencida: la de olvidar el mundo y lo que se mueve con él, desapareciendo a su vez el tiempo, verdugo de la vida. Y es una llamada poderosa.

Imbuido en el placer de un buen puzzle, estás más allá de todo, y nada existe más allá de ti. Y, poco a poco, la creación toma forma. Pero el deseo no es, no debe ser, concluir. La imagen reproducida es un calco, un simple clon de cartón, una caricatura, y así, carece de valor. Por ello, también carece de todo sentido. Como el arte, lo que cuenta es el proceso. Hay ciertos creadores que, tras un prolongado y denodado esfuerzo, destruyen su obra; sienten la necesidad del desapego, de separar arte y artista y dar sentido al mero acto de crear.

Así nosotros, una vez la aventura llegue a su fin y coloquemos la última pieza, sólo necesitamos echar un rápido vistazo a la estampa duplicada, para a continuación estrujarla, desintegrarla. Nada de marcos, nada de recuerdos siquiera, esa imagen debe morir, su destino es volver a ser, sólo, un amasijo caótico de piezas multicolor.

Y tras ello, superada la catarsis, quedaremos a la espera de otra invocación.

28 de febrero de 2008

La aspiración del solitario

"La soledad no te enseña a estar solo, sino a ser único"

E.M. Cioran, "El ocaso del pensamiento".

10 de febrero de 2008

Historia del libro viajero



Hará cosa de unos siete años, cuando apenas estrenaba los veinte, me encontré un día con un objeto singular. Por aquel entonces yo y un buen amigo (o quizá debería decir 'El' amigo) solíamos ir a un parque anclado en las afueras de la ciudad, a compartir ideas, masturbaciones mentales y demás desatinos de la lozana juventud. Desde allí había, y sigue habiendo, una panorámica amplia de nuestra pequeña urbe, coronada en segundo plano por picos montañosos apenas destacados sobre los edificios más altos. Siempre nos gustó esa combinación de cemento y naturaleza, esa visión mixta entre la metrópoli de muchedumbre y las cumbres abiertas y mudas.

El caso es que nos sentamos en un banco nuevo, que si no recuerdo mal aún olía a barniz, y de repente reparé, junto a mi lado, en un pequeño objeto rojo, que al principio no reconocí. Pensé que era una cajita de cerillas, pero de inmediato comprendí que, en realidad, se trataba de un libro... aunque uno de tal tamaño que cabía en la palma de la mano de un infante. El librito, de tapas rojas, se titulaba "Ternura". Lo cogí con cierto temor reverencial, perplejo aún del hecho de hallarlo allí, en medio de un parque casi desolado en una fría tarde de febrero, y lo hojeé rápidamente, examinando su contenido.

'Ternura' es una palabra fea. Es demasiado blanda, demasiado sensible para los tiempos que corren. No solemos utilizarla; si acaso lo hacen las mujeres, porque los machos la consideran cursi y afeminada. Y, sin embargo, parece que eso es precisamente lo que más necesitamos. Nos corresponde dar, ofrecer nuestra ternura a los demás, y que ellos hagan lo propio con nosotros. La noche de aquel día, en mi diario, escribí lo siguiente al respecto de nuestro casual hallazgo: "¿Quién lo ha dejado allí? ¿Le habrá caído de su bolsillo mientras conversaba o lo habrá dejado voluntariamente? ¿Qué significa el hecho de que lo hayamos encontrado nosotros hoy y no cualquier otro mañana? Quizá deba ser más "tierno" con los demás, aprehender algo de lo incluido en sus minúsculas páginas. Y, a mi vez, tal vez deba instigar a los otros a hacer lo mismo. No creo que sea una simple coincidencia, haberlo encontrado; hay presentes demasiados factores extraordinarios."

Posteriormente, mientras lo leía, admiré su enorme profusión de citas, refranes, máximas y pensamientos de toda índole, aunque muy orientados hacia el amor, la fraternidad, la comprensión y, por supuesto, la ternura entre todo ser humano. Lo cierto es que se trata de una obra bella, colorida, apta para ser releída una y otra vez, en distintos estados emocionales y mentales. Como todo libro que recoge reflexiones de otros, hay un poco para cada uno de nosotros.

Pero, tras su lectura, cometí un error, gravísimo, error del que ahora ya sólo puedo disculparme inútilmente, porque es un error irreparable. Mi equivocación fue depositarlo en el cajón (me parecía que estaba fuera de lugar hacerlo en la estantería, donde sería un David rodeado de muchos Goliath, mas no por su contenido, naturalmente), cajón en el que ha dormido "Ternura" desde aquel día de febrero de 2001. Ahora que lo pienso me lo imagino, triste y húmedo, olvidado en un lugar donde no jugaba ningún papel, donde nadie lo aprovechaba, quieto y ansioso a la espera de ser devuelto a la vida.

Me apena, sinceramente, todo este tiempo en el que he sido tan torpe de no ver que, en realidad, ese librito está destinado a pasar por varias manos, viajando entre mentes anónimas, y quizá cambiando a las personas que lo lean y disfruten. Dejar un libro así, perdido en un cajón mohoso, es un sacrilegio. Porque se trata de un libro viajero y, como tal, merece ser puesto en libertad, para que prosiga su camino.

Ayer fuimos al banco donde lo hallamos, tanto tiempo atrás. Pude elegir otro lugar, otro parque o ciudad, pero creo que es mejor que retome el viaje donde lo encontré.

Amigo viajero, ya eres libre otra vez.

(Foto de Emilia V. Talens)

4 de febrero de 2008

El examen

"Tratando de resolver un examen. Eso es lo que, en este momento, debería hacer. En efecto, se supone que debería enfrentarme, con alforjas llenas de sapiencia, a la metafísica aristotélica entendida como filosofía primera, o al fenomenismo y escepticismo de Hume, según rezan las cuestiones del enunciado.

Pero no, no puedo. Mientras un mar de testas se devana los sesos a mi alrededor, suspirando por una nota que colme sus aspiraciones, o en su defecto un "superado", me dedico a escupir estas palabras inconexas. El principal motivo de ello es, por supuesto, una extraña (por inhabitual, aunque esperada) carencia del conocimiento que, en teoría, debía poseer; pese a dedicar algunos días -no muchos, ciertamente- a la materia, no he logrado aprender nada, no he experimentado ningún estímulo o sensación especial. Es como si el tiempo transcurrido detrás de los libros jamás hubiese existido, o fuera un tiempo estéril, sin fruto y recordado hoy amargamente con el agravio de su pérdida.

La razón es bien sencilla. Soy incapaz de estudiar. Siempre he sido un fracaso escolar, y siempre lo seré. Lo primordial, en todo tiempo y lugar, es para mí aprender, arrancar a pedazos el saber, paso a paso, y abrirlo en todas direcciones. Un estudio que no sea provechoso en este sentido es completamente inútil; hasta ahora, sin embargo, unos resultados aceptables habían solapado esta carencia, y la poca voluntad por ese discurrir programado de contenidos a memorizar quedaba compensado por el éxito del cómputo global. Pero esto se debió a la novedad, al hecho de empezar ciclo; una vez se instala la rutina, las ganas menguan, el tiempo vuela, y mis recursos académicos se desvanecen. Sí, no tengo recursos para aprobar. Sólo, y a mi manera, para aprender.

En este tiempo vertido para la comprensión epistemológica debería haber alcanzado, se le suponía, una cierta cota de sapiencia, el grado suficiente de conocimiento para defenderme de los ataques de los amargados profesores y sus obtusas preguntas. Y, sin embargo, repito, nada, un cero a la izquierda, el vacío mental más absoluto. Y todo porque mi seso vagaba mientras estudiaba la aplicación cosmológica de la teoría platónica de las ideas, porque buceaba en pajas mentales sin prestar atención a las antinomias de Kant. Y ahora, pasmaos, si esta noche cojo el mismo libro y lo abro por las mismas páginas, sin imposición, sin obligación alguna, todo fluye desde el papel hasta mi cerebro como las aguas de un rápido. Lo absorbo, lo disfruto, y queda para siempre en el desván del saber.

'Menudo gilipollas', dirá alguien, porque esta actitud quizá sea vista por algunos como irresponsabilidad, cobardía, o una muestra de lo tarugo que uno puede llegar a ser, si se lo propone. Me importa una mierda, sólo sé lo que experimento, lo que siento, y así son las cosas. Admiro, por lo menos algo, a aquellos que siguen diligentemente un estudio marcado por otros, y encima, lo hacen con gusto. Por otra parte, tal vez haya quien si no es así, obligándole, no cogería un libro en su vida, de ahí el sistema, impuesto para evitar la proliferación -inevitable, en cualquier caso- de asnos estúpidos.

Parece que termina el tiempo para este 'exámen', momento por lo tanto de concluir este deslavazado exabrupto. Veo gentes cabizbajas que abandonan la sala con rostros de preocupación; otros lucen sonrisas arrogantes, satisfechos, oh sí, en sus ridículas aportaciones... .

Creo que es mi turno, también. Me levantaré, entregaré la hoja en blanco y volveré en tren hasta mi posada temporal. Veo el cielo a través de las ventanas del claustro; es bello, sereno y silencioso. Habrá un crepúsculo digno de contemplación, estoy seguro".

4 de diciembre de 2007

Espíritu en cueros

Imagina todo lo que posees o es tuyo. Todo lo que te has comprado, te han regalado u ofrecido. Todo aquello que está fuera de ti y que sientes como parte de ti mismo. En suma, todo lo que es una creación humana. ¿Te hace feliz?

Ahora imagina que lo pierdes todo, que nada de ello sigue a tu lado cuando abres los ojos. Ni casa, ni coche, ni aparatos eléctricos o libros, dinero o ropa. Estás completamente desnudo, expuesto, te lo han robado todo. Sólo posees lo que nace de ti mismo, aquello que no puede comprarse, venderse o exhibirse a los demás. ¿Serías feliz? ¿Creerías acaso que has muerto? ¿Podrías imaginar una vida así?

El más rico es aquel que no posee nada.

18 de noviembre de 2007

De regreso al hogar



Había pasado demasiado tiempo, años incluso, sin saborear las mieles de una aventura. Ansiábamos tanto volver a la carretera, al monte o la foresta virgen que nos importó más bien poco el destino, con tal de abandonar el legañoso encierro de la ciudad. Marcamos un rumbo, especificamos hacia dónde ir pero no hasta dónde llegar, y los kilómetros sirvieron de soporte para nuestras ilusiones.

Sin embargo, el hado estaba juguetón. Empezó cortando una calzada, cuando ya casi rozábamos con los dedos un lugar de prados frescos y colinas suaves, perdido entre lo que, a distancia, no era más que una miríada de pinos y matorrales punzantes. Frenamos y se impuso la marcha atrás. Volvimos a recorrer nuestros pasos sobre ruedas y encontramos, no muy lejos de allí, el buen augurio de unas marcas blancas y amarillas, señales inequívocas de un sendero hacia lo desconocido. Pero estábamos dubitativos, pues discurría a la vera de mansiones y casas de recreo, seguramente de gente bien y peces gordos, que agostados por su trabajo en la urbe, huían al campo buscando el consuelo de un silencio que ya les era indiferente. Aun así, nos envalentonó lo que pudiera haber más allá, una vez superado el plano residencial.

Pero la Providencia no cejó, y volvió a afrentar nuestros afanes. Esta vez no suprimió el camino, sino que literalmente lo pulverizó, en mitad de la nada, como si aquello se tratase de una cuchufleta de algún niño mal criado. Quería ver si nos enojábamos, si echábamos la mochila al suelo y abandonábamos, regresando al lugar de donde habíamos partido casi al amanecer. Sin embargo, la luz aún estaba alta y radiaba con fuerza. Nos sirvió de acicate. Resolvimos acercanos a un paraje que, si bien conocido, siempre sobrecogía nuestras almas, por su altura, por su riqueza y grandeza. Como los rayos de la rueda de una bicicleta, del Montcabrer partían multitud de atajos e itinerarios, la meta de los cuales nos resultaba por completo ignorada.

Mas, ay, por las razones que fueran, el duende de lo errático y lo inconcreto quiso aún hacer otra de las suyas, y no hallamos el acceso; el coche podía abreviar el ascenso, pero parecía que hubiesen trasladado la pista por la que se alcanzaba la cima. Así que hubimos de arriesgarnos a pie, pero el cuerpo, no acostumbrado a subidas demasiado pronunciadas debido a la inactividad, se rebeló pronto: ruidos estomacales, pinchazos en las piernas, jadeos rápidos y entrecortados, sígnos de que anhelo de la cumbre se esfumaba. Vimos el refugio a lo lejos y en lo alto, iluminado por la estrella, como un objetivo inabordable.

No obstante, apenas importó. La ladera de la montaña, cobijada por pinos esbeltos y tapizada con musgos y rocas salientes, nos proporcionó el descanso necesario, y de paso, nos devolvió, si es que la habíamos perdido, la conciencia de que era aquello precisamente, el hecho de estar allí y experimentarlo, lo que cuenta de todo viaje, no las cimas, metas o destinos que nos autoimponemos. Una delicia mediterránea, nuestro querido "pan de lembas", nos hizo recobrar las fuerzas, e iniciamos el camino de vuelta mientras el cielo iba perdiendo luminosidad. Pero no quisimos concluir la jornada sin antes echar un último vistazo a lo que nos rodeaba, y a sólo unos pasos de las casas donde vivimos decidimos esperar hasta el definitivo adiós de la estrella. Justo entonces alcé la cabeza y vi una comunión de copas de árboles y troncos luchando por los favores del sol. Hice 'click' enfocando hacia arriba y en ese momento la estrella desapareció junto al perfil del monasterio.

No muy lejos, unos adolescentes hacían cabriolas con sus motos, ajenos a toda belleza, ejectuando piruetas y danzas, infestando de ruido y gases el edén en que los hallábamos. Una piedra bailaba en mi mano; 'no, no es justo, no se lo merecen', pensaba, pero sentí un impulso bárbaro y por poco la lanzo. Se marcharon un minuto después, y cuando el azul dio paso al violeta, volvimos también nosotros a buscar el abrigo de un hogar caliente y confortable.

Y, sin embargo, es un hogar falso, de alguna manera. El real, verdadero y el que siento como mío sigue ahí fuera; desciende desde las montañas y abraza los valles, respira a través de los naranjales y trepa, como una enredadera, hasta el cielo. Eso es, tierra, cielo y carretera. Y todo lo demás no vale nada.

21 de octubre de 2007

El camino del hombre



Nuestro sendero vital se engarza con el de las estrellas. Tanto nosotros como ellas partimos de un único punto de energía, en el primer instante de la eternidad. Tomamos forma a partir de la creación sideral, y la conciencia prendió por fin en el etéreo espacio casi sin sustancia. A muchos eones vista, el destino es el mismo origen; fusionarnos con la materia y la imaginación del Cosmos. Somos los descendientes de las estrellas, pero ¿cuántos de los hombres se atreven a brillar con luz propia? Muchos de los que nos rodean prefieren brillar con luz opaca, existiendo como simples reflejos inútiles de portentosos fuegos ajenos. Si procedemos, en efecto, de lo alto, de lo más alto y glorioso que jamás haya existido, hay que honrar a nuestros ancestros, y nada mejor para hacerlo que resplandecer por nosotros mismos.

9 de octubre de 2007

Felicidad



Media vida pasa la gente hablando de la felicidad, y la otra media se escurre mientras tratamos de alcanzarla. ¿En qué consiste? Para Emerson era el arte, no tan simple como parece, de llenar las horas, pero nadie lo sabe, nadie puede dar una definición, tal vez ni siquiera importe hacerlo. En todo caso no es un estado mental decidido por la psique, una cima escalable según la voluntad; más bien, parece ser un sentimiento, un estremecimiento involuntario al que los hados nos llevan sin que sepamos cómo; en ocasiones nos sentimos felices en momentos y lugares insospechados: en la ducha, en el supermercado, al ver un rostro feo, o cuando echamos la basura. Sin embargo, cuando no hay motivo alguno para estar feliz, porque no lo hemos deseado, porque no pedíamos ser felices, es a la sazón cuando más sentimos la felicidad, cuando más pura parece ser. Como decía Voltaire, "la felicidad nos espera en algún sitio, a condición de que no vayamos a buscarla".

2 de octubre de 2007

'Morir a lo grande' (relato corto)

Nada más amaneció salió Tomás de su vieja y austera cabaña, saludando al nuevo día. Llevaba, como siempre, unos amplios pantalones, sandalias de cuero y un sombrero de paja. En su rostro, vetusto y surcado de arrugas, sobresalían sus ojos saltones y su más que respetable nariz. Tomás era un hombre pobre, más pobre que cualquier otro habitante de su pueblo. Ahora bien, su pobreza era voluntaria; reservaba toda la fortuna acumulada, que no era poca, para cuando muriese. Desde hacía veinte años, más de un tercio de toda su vida, su obsesión había sido vivir trabajar al límite, vivir pobre y morir a lo grande, edificando para cuando llegase el momento un mausoleo de colosales dimensiones que atestiguaría el paso glorioso de Tomás hacia la otra vida. Anhelaba Tomás algo mucho más importante que un simple, vulgar y anodino bloque de hormigón con una superficial inscripción en la que rezara: ‘vivió aquí, desde tal año, y murió allá, tantos años más tarde”.

Tomás trabajó duro a lo largo de dos décadas. Limpiaba cuadras, arreglaba desperfectos en casas y talleres, vivía en las fábricas, ayudaba a cualquiera que lo necesitase y, a veces, incluso a aquellos que no pedían ser ayudados. A cambio, pequeñas sumas iban amontonándose en la mesita de noche del viejo. Comía muy poco, descansaba sólo lo imprescindible, y había ocasiones en que pasaba días enteros trabajando sin cesar. A su regreso, de noche, el sueño que con tanto ahínco perseguía estaba un poco más cerca de hacerse realidad.


Las gentes del pueblo siempre preguntaban a Tomás por qué quería malgastar su dinero en algo que él no llegaría a ver; le instigaban a que disfrutara de la vida, que hiciera realidad otro tipo de sueños, más gozosos y útiles: comprarse una casa grande, un coche caro, vestir trajes de firma, degustar las delicias de los restaurantes de calidad, etc. Sin embargo, Tomás se mantuvo terco, obstinado como una mula, decidido a no gastar un céntimo en algo que no fuera destinado a su futuro mausoleo. La gente acabó por no entender nada de lo que hacía el viejo, y poco a poco Tomás se quedó solo.

Había quien se burlaba de Tomás, por sus excentricidades y extrañas ideas. Otros evitaban hablar con él, dirigirle la mirada siquiera. Al ermitaño de barba blanca llegó a importarle muy poco; hubo veces en que intentaba explicar el por qué de su conducta, que si bien era insólita, tenía una razón de ser; probaba a narrarles sus ideales, sus motivaciones, y por qué tendía a alejarse de la vida ordinaria, más ellos no comprendían nada, nada en absoluto. Para las gentes del pueblo, la vida de Tomás era una tontería sin sentido. “¿Para qué tanta miseria, Tomás, para qué vivir pobre pudiendo tener todo lo que deseas?”, le preguntaban, ya sólo muy ocasionalmente. “Para seguir viviendo después de muerto en las mentes de muchos”, respondía él. “¡Pero si a ti no te conoce nadie, Tomás!”, replicaban ellos. “Me conocerán”, aseguraba orgulloso el viejo.

Llegó el día en que Tomás reunió el dinero suficiente para su mausoleo, y mucha gente supuso que no tardaría en morir; había estando esperando ese momento toda su vida, de modo que muchos dieron por seguro que el viejo Tomás no duraría mucho más. Para él, en cierto sentido, seguir viviendo una vez su sueño ya era una realidad era, en efecto, un sinsentido. Sin embargo, esperó pacientemente su turno, y sólo cuando consideró que su fin podía estar cerca empezó los trámites administrativos y legales necesarios. Los responsables del cementerio no pusieron objeción alguna; siempre era bueno recibir una bonita suma por la idiota excentricidad de un viejo solitario. El mausoleo tomó forma en un par de semanas, y para cuando Tomás cumplió sesenta y cuatro años, a finales de septiembre, ya estaba todo listo para el gran momento en la vida del poco querido y aún menos apreciado anciano de la colina.

Mientras, las otras gentes del pueblo, gente mayor en su mayoría, morían a su vez, y eran sepultadas en un montón de tierra convencional y amorfa: lápidas grises y casi anónimas atestiguaban su fin. Por el tipo de mausoleo en el que yacían, la enorme mayoría de la población era indistinguible a ojos de un visitante externo. Únicamente eran relevantes unos pocos, que representaban a los cuerpos de difuntos políticos o benefactores, sabios o misioneros, sacerdotes o alcaldes. Pero, junto a ellos, se erigía el enorme y noble edificio fúnebre, ya ocupado, que contenía los restos mortales de Tomás. A su entierro acudieron pocos vecinos; un sacerdote, inevitablemente, y un par de viejas mujeres con largos vestidos negros.


Pero, tal y como él había supuesto, aquellos que nunca habían acudido al cementerio, por los motivos que fueran, acabaron sintiendo cierta curiosidad acerca de ese ignorado personaje, desconocido para ellos, que había recibido tamaña sepultura. Preguntaban a los empleados del cementerio, a los responsables del ayuntamiento, pero estos nunca les informaban adecuadamente: las respuestas más habituales hacían referencia a un viejo ermitaño de barba blanca, modales extraños y pantalones holgados, viviendo en una choza a las afueras del pueblo, pero se trataba de una respuesta a todas luces absurda; un ermitaño no tendría recursos para aquello, y si los hubiese tenido, ¿quién querría morir rodeado de lujos pudiendo vivir con ellos? La respuesta, a veces cansada, era invariable: “Tomás Cervera de Tormes”.

De esa manera, Tomás fue conocido por mucha más gente una vez muerto que durante su gris y triste vida. Circulaba por los pueblos vecinos la historia de un viejo loco cuya fortuna se empleó por completo en la construcción de su propio templo funerario, y que en nada se parecía a los mausoleos convencionales. “Vale la pena verlo, es un edificio increíble”, decían algunos. Hubo quienes vinieron de muy lejos para saber de la vida de ese extraño personaje.

Con el tiempo, el pueblo donde nació, creció y murió Tomás fue llamado “el pueblo del ermitaño rico”, y gracias a la existencia de su mausoleo, la memoria de Tomás, a quien nadie había comprendido, permaneció mucho más viva que la de prósperos hacendados, militares, políticos y grandes propietarios, a quienes el paso de los años sumió, para siempre, en el más absoluto de los olvidos.