10 de enero de 2009

Ayer tarde (más de lo mismo...)



Lloviznaba apenas en las calles, con la lenta caída de gotas perezosas que hacían presagiar nieve y nuevos tiritares. Las madres llevaban a sus hijos al colegio: su tierno pelaje envuelto en gruesos tabardos, manos enfundadas en guantes de lana y molleras bien resguardadas del frío con los acostumbrados gorros. La impresión era de vivir en algún remoto pueblo de Alaska, Siberia o Groenlandia, incluso. Demasiado exceso; excesivo en demasía.

Quería degustar la nieve. Después de meses ahogados entre tanta agua, el encanto de esa materia blanca, congelada y grumosa era irresistible. Sin amenguar la preciosidad del líquido vital, ayer era el turno de la nieve. Pero la puñetera se me resistió. No pude hallarla en parte alguna, y eso que trepé hasta altas cumbres y me encaramé a empinados riscos, elevando las manos para recogerla recién exprimida. Pero nada; sólo logré mojarme, vagar ansioso tras ella de monte en monte y paladear algo similar a aguanieve, que ni era agua, ni mucho menos nieve. Por suerte, siempre queda el recurso de la contemplación, el dejarse llevar ante la maravilla que se abre ante ti y, como es norma, dar gracias por ello. Amiga Natura nunca defrauda, es el lenitivo ideal para los que no logran lo buscado. Aunque a veces, lo que no se halla y lo que andábamos buscado viene a ser, sin nosotros saberlo, la misma cosa.

El paisaje parecía extraído de un sueño brumoso. La sierra estaba coronada, en todo su alargado recorrido, por una crin nebulosa gris oscura, hecha de jirones desperdigados pero movidos, todos, con la misma intensidad y dirección; adheridos por algún extraño pegamento invisible, remataban las montañas plomizas y desenfocadas. En segundo plano, un mar de nubes blancas, homogéneas e insípidas, que exhalaban vahos y vomitaban virutas líquidas algo molestas. A nuestros pies, por el contrario, brillaba el verde, multiplicado miles de veces gracias a las diminutas gotitas que perlaban ese tapiz de hierbas; infinidad de babosas peregrinantes, trotamundos autosuficientes, medraban por el suelo húmedo. Anduve con cuidado, tratando de no pisar con mis botas antediluvianas ninguna de esas bellezas enroscadas sobre sí mismas.

Y, claro, había aquel silencio atronador, que dejaba perplejo y aturdido. Suele, ese rincón, rodearse de pocos individuos: algún cazador con sus caninos y fieles compañeros de tretas; parejas que, buscando intimidad, se detienen con su vehículo bajo un pino protector; gente mayor tratando de recuperar la salud perdida, que efectúan caminatas a lo largo y ancho de los senderos agrícolas. También se puede ver algún camión que traslada los cítricos, y grupos de inmigrantes con afanosos brazos recolectores. Pero sólo aparecen de tanto en tanto; el protagonista, allí, siempre es el silencio. El frío, la lluvia y la (nunca apresada) nieve evitaban, hoy, que las almas anduvieran por allí. Tampoco hacían acto de presencia ardillas, conejos, halcones o los jabalís, de cuya existencia dejan testimonio sus excavaciones en la tierra. Toda la vida estaba recluida en sus hogares; sólo un sujeto larguirucho, de aspecto desaliñado y apoyándose en su caminar con un báculo arqueado, rompía la quietud y la anacrónica consigna de silencio.

Un último vistazo y una postrera absorción de todo aquel espectáculo, que me servirán de fulcro durante los venideros días de obligaciones académicas, cierra mi estancia en esa tierra de nadie y de todos. No quise prolongar más mi trance, ni privar de ese letargo mudo bien merecido a los seres que han hecho del paraje su nido, sabedores de los beneficios que habitar allí supone. Me retiré sigiloso, volví a la madriguera de cuyas paredes emana esto que ahora escribo, y como tantas veces he dicho (hasta la saciedad, supongo), espero que llegue el día de regresar allí y no tener que volver. La ciudad es pasto de cuerdos; yo prefiero la locura, que sólo se alcanza allende aquella. Pero es una locura dócil, controlable y embriagante; no nace de ti, en absoluto, sino que viene de fuera. De un lugar inconcreto, intangible.

Ya sabéis cómo se llama. Y lo que os pide.

(Fotografía de IVáN.N.M.)

8 de enero de 2009

La tinta y el alcohol



Dada mi prolongada atrofia post-navideña, producto a buen seguro del empacho de ron y roscón de vino, amén del cava, champán y otros espumosos que me acompañaron con amabilidad a lo largo de estos días, apunto unas frases sobre el arte, el oficio, la ocupación, la tarea o como quieran ustedes llamarlo, de aquello que nos mueve cuando todo es estático, que nos ama cuando los demás nos detestan, que nos sonríe, pícara, entre el mar de rostros y cuerpos indiferentes. Hablo, naturalmente, de Ella.

Si crees que eres capaz de vivir sin escribir, no escribas (Rainer Maria Rilke)

Porque rico y feliz me considero
en teniendo papel, pluma y tintero (Juan Martínez Villegas)

Ser escritor es robarle vida a la muerte (Alfredo Conde)

Escribir para comer no es comer ni es escribir (Anónimo)

Si nunca has sufrido la angustia por no escribir, jamás sabrás qué es escribir (¿?)

23 de diciembre de 2008

Ritual de solsticio



"En el solsticio de diciembre (invierno en el hemisferio norte), se celebraba el regreso del Sol, en especial en las culturas romana y celta: a partir de esta fecha, los días empezaban a alargarse, y esto se asociaba a un triunfo del Sol sobre las tinieblas, que se celebraba encendiendo fuegos. Posteriormente, la Iglesia Católica decidió situar en una fecha cercana, el 25 de diciembre, la Natividad de Jesucristo, dándole el mismo carácter simbólico de renacer de la esperanza y la luz en el mundo y tratando así de solapar al mismo tiempo la festividad pagana previa".

En todos nosotros anida la Navidad, ya sea secular o sagradamente, ya esperemos con ansias las reuniones familiares y las Misa del Gallo o detestemos ambas, ya nos maravillen sus luces, colores y olores o las odiemos a muerte, viéndolas como grotescos despedicios. En todo caso, siempre persiste algo del carácter navideño en nuestro interior, lo queramos o no.

Personalmente, dado que no comulgo con los excesos usuales de las compras, las loterías, las cenas de empresa y los conciertos religiosos (aunque suelen enternecerme los pesebres, los villancicos, los momentos en que mis sobrinos abren sus regalos, el adornado árbol y la ceremonia recogida), una buena forma de intimar con las connotaciones propias de la época puede ser rememorar las celebraciones añejas de culturas hoy extintas, aquellos cultos que nuestros antepasados ideaban para contentar a las deidades, realizando ofrendas al dios de los dioses. Unos le llamaban Ra, otros Huitzilopochtli o Aditya, Helios o Inti algunos más, y nosotros Sol.

Pero sería un anacronismo, y una locura, volver a edades de piedra, cuando se sacrificaban cabras o, peor, se le brindaba a la estrella la sangre de los enemigos humanos capturados. Lo que cuenta hoy, naturalmente, es el espíritu del ritual, el simbolismo, el acto mismo de hacerlo, no tanto cómo. Por ello mismo las palabras solemnes, los discursos y las expresiones que encierran deseos materiales, anhelos de objetos que queremos poseer, cantidades que esperamos recoger o corazones a conquistar son, todas ellas, aspiraciones superfluas e inadecuadas. Hay que celebrar, creo que más atinadamente, la vida misma, estar vivos y saber que lo estamos, ser conscientes de lo que hemos hecho y poner toda la carne en el asador para disfrutar de un futuro libre, abierto y cercano, pero nunca igual, al elegido.

Por ello, el lugar adecuado para mí, como solían hacer los compatriotas de eras pasadas, quizá aquellos que moraban en la cueva del Parpalló o la de las Malladetas, es el Montdúver. Me acompañaba el camarada, como siempre, bandadas de urracas (¿o eran cuervos?) que apenas batían sus alas en las espirales ascendentes de aire, y supongo que también algún espíritu de los de antaño. Buscamos el sitio, corrimos cremalleras de abrigos, nos enfundamos guantes de lana, y aguardamos. El Sol bajaba con lentitud, fluyeron las palabras y rememoramos otras ascensiones similares, cuando pasábamos la noche allí, sacos en ristre y rostros hacia las estrellas, siempre solos, siempre dos, para bien o para mal. Imaginamos una tercera presencia, ignota, que cerrara el círculo, que compartiera y nos hiciera partícipes de su mundo. Quizá venga algún día, le dije. Quizá.

Y, entonces, el Sol se dispuso a dormir. Un cirro con aspecto dragonítico le secundaba en las alturas, y pasó del blanco al amarillo y al rojo sin solución de continuidad. El astro inundó el cielo de tonos ocres, verdes, y anaranjados, y cuando besó el horizonte pudimos mirarle directamente. Oíamos algunas voces cercanas, que descendían ya, perdiéndose el clímax, el apogeo, el orgasmo. Era como retirarse justo antes del final de la película, abandonar la función cuando llega el desenlace. Incomprensible.

A continuación aparecieron las tinieblas. Nieblas y vahos serpenteaban en los valles, mares de nubes bajas blancas y deshilachadas. Arriba, la Diosa refulgía, como diamante, en el oeste, y un poco más allá, Zeus. Miré por si vislumbraba a Hermes, pero debió escabullirse bajo el horizonte; siempre fue demasiado tímido... Sobre nuestras testas, la Vía Láctea, lechosa como nunca. Las siete hijas de Atlas, muy jóvenes pero escasamente impúberes, también nos saludaron desde el cenit; siempre me gustó Mérope, quizá por su celibato ante los dioses, quizá por estar aún envuelta en jirones de gas, misteriosa y deseante.

Había otros hermanos y hermanas gaseosos, la familia etérea de la que todos procedemos, familia de cuya sangre hemos bebido siempre. Mi deseo, mi único deseo, es poder estar allí arriba, de nuevo, cuando el mundo se abra y la vida rebrote. Y poder abrazarme con ellos, esos hermanos de allá, o de acá.

Asi acabó el 22 de Diciembre, día en que muchos fueron ricos. Por supuesto, yo también.

(Fotografía de Josep Lluis; texto de la Wikipedia)

17 de diciembre de 2008

Sagradas palabras



"Produce una inmensa tristeza pensar que la naturaleza habla mientras el género humano no escucha".

Víctor Hugo.

(Fotografía: Terry Holdsclaw)

12 de diciembre de 2008

Resonancias



Desde que me sugirieron hace dos semanas una resonancia magnética para descartar una hipotética presencia tumoral imbuida en mis intersticios cerebrales, como una criatura fatal agazapada por los surcos del lóbulo parietal, me encadené a una percepción del yo y el mundo aciaga e infausta. Las tiniebas se cernieron, invencibles, sobre mí, y tuve la seguridad de que existía efectivamente tal ente, que había medrado en los fluidos de la testa desde hacía muchos meses y que ahora, harto de su silencio y anonimato, hacía su alevosa aparición pública, para desgracia del que esto suscribe.

Imaginando el más negro de los abismos por llegar, un funesto devenir plagado de visitas a hospitales, sesiones de quimio y radioterapia, anclado al brazo de mi madre, débil, achacoso y sin cabello, suponía que mi hora estaba al llegar. Extrañas dos semanas, sin poder echar ojo a los libros de texto (¿para qué estudiar, quién desea hacerlo cuando su vida ulterior pende de la interpretación de una resonancia magnética?), vagando en desdichadas brumas mentales, previendo lo peor y desamparado ante la firmeza de la rueda del karma; quizá era el momento de pagar, en efecto, por cuentas pendientes de otras existencias pasadas. Tal vez mis errores cuando lobo, mis excesos cuando secretario real, mis malas artes comerciales durante el Siglo de las Luces...

Pero no, no hay nada malo aquí dentro (y toco, a Dios gracias, mi sana sesera, para regocijarme del éxito). Sólo materia gris convencional -eso sí, algo lenta y torpe en sus disquisiciones, decisiones e ideas-, sin inquilinos inoportunos. Sólo espacio para ser llenado (o vaciado), sólo aquello que hace humanos a los humanos, que nos permite ser y continuar siendo, sin los impedimentos de malignas y pérfidas alimañas corroyendo nuestras entrañas.

La sola posibilidad de ese tumor, su eventual traza en la resonancia, fue suficiente para desbaratar una vida, tranformándola en vacía y estéril. Si la posibilidad se hubiese tornado en certeza, no sé qué hubiese pasado. Por eso aplaudo a quienes han sabido sobrellevarse a tal fatalidad, a quienes no han tenido tanta suerte como yo y se han visto golpeados por ella, a veces hasta el límite de sus fuerzas, hasta desfallecer de dolor, impotencia y amargura (tengo casos muy cercanos...) Requiere un valor que quizá yo no tendría, unas agallas que impiden nuestro desplome anta tanta adversidad. Muchos belomes, un coraje que, quizá, también nos muestra quiénes somos y dónde estamos dispuestos a llegar por seguir aquí, al pie del cañón.

Hay mucho aún por hacer. Si la Providencia no se entromete y deja correr el tiempo, habrá oportunidad de nuevos libros que escribir, de nuevas cumbres que escalar y de todo un mundo que compartir. Esto, amigos, apenas ha empezado aún.

28 de noviembre de 2008

Tierra, mar y aire



Mi abuelo siempre ha sido hombre activo. Le molesta arrellanarse en el sofá demasiado tiempo, dormir más de la cuenta o perder tiempo viendo la televisión o jugando a las cartas. El día que mi padre, sin apenas un duro en la cartera, pudo agenciarse una pequeña parcela de tierra bajo la sombra del Castell de Bairén, en una zona húmeda cerca de la playa, el abuelo Jesús fue uno de los hombres más felices del mundo. Así podía levantarse temprano por las mañanas y cargar las herramientas, que facilitan el trabajo manual, en su bicicleta oxidada y dirigirse hacia ese terreno, por entonces aún vacío.

Me viene a a la memoria que, cuando tuve cinco años, cambió la bicicleta por una furgoneta Renault 4 (fui con él a recogerla al concesionario, estoy viendo, como si fuese ahora, su sonrisa y su puro en la boca), blanca y con un gran maletero, en el que reposaron a partir de entonces los cachivaches, artilugios y demás utensilios para labrar la tierra. Más tarde, canjeó la Renault por un Seat Panda, color azul chillón, pero nunca me gustó; aquel furgón destartalado, en cuyo interior siempre olía a hierbas, rocío y al esparto de los capazos, nos llevó en más de una ocasión a pasar la Pascua por las montañas de Marxuquera, a la playa, a dar vueltas por las carreteras secundarias... parte de mí mismo nació y se hizo en su seno, entre sus duros asientos y la caja trasera, donde me solían acompañar cajones de naranjas, tomates y otras frutas y hortalizas.

En aquella finca, que contó al poco con una diminuta vivienda hecha con cañas y palmeras, pasé algunos de mis mejores años. En la parcela contigua había una pareja con dos niños, y más allá otras familas, todas sencillas, generosas y amistosas, que se sumaban a nosotros (abuelos, mis padres y hermana, tíos...), o a la inversa, y gozábamos de unas paellas como jamás se han vuelto a tastar en esos lares. Las tardes, que se estiraban mucho más que en la actualidad, casi hasta la eternidad, nos permitían a los peques jugar con los montones de tierra, con palos, perseguirnos o llenar nuestros camiones de plástico con las frutas maduras desechadas. En verano cogíamos cubos y, rebosantes del agua de un pozo propio, espolvoreábamos con ese fresco líquido nuestros chicos cuerpos, atemperando un calor pegajoso y atontante. Llegábamos a casa completamente cubiertos por una espesa capa de polvo; entonces la madre nos regañaba, claro, pero nunca lo hacía cuando estábamos allá, en la marjal. Sabía que untarnos con la materia, confundirnos con la tierra, era vivir. O si no lo sabía, lo intuía.

Posteriormente, ya crecidito y algo errabundo en mis intereses personales (dudaba entre estudiar una carrera, volcarme en alguna profesión como panadero [mi padre y abuelo lo habían sido] o sacarme un título profesional y largarme al pico de una montaña como vigilante... ), pasé unos meses con mi yayo aprendiendo algo sobre cómo manejar la tierra; plantar, regar, adobar, restaurar desperfectos, esperar el momento para la recolección... pero en realidad fue poco lo que supe hacer por mí mismo; es, mi abuelo, un ser tan nervioso y enérgico que, dada mi natural torpeza manual, se impacientaba ante mis yerros y acababa siempre por rematarlo todo él. Me irritaba su destreza, la habilidad de sus manos callosas y endurecidas, oscuras y manchadas por el sol. Las mías, lozanas pero aún por desgastar, llenas de energía pero ineptas, no casaban bien con el terreno. Aún no he vuelto a manchármelas de polvo y barro tan a fondo como entonces; pero ellas ya lo necesitan, y yo también. Tras una jornada trabajando lo que está a nuestros pies uno siente una cierta comunión con lo que pisa, y aquello que permanece sobre nuestras cabezas.

Cada día, en verano, cuando paso en dirección al (odioso, suerte que sólo es temporal) trabajo con el coche por la entrada que aboca a esa minúscula propiedad, ya cercada y abarrotada de árboles frutales (limoneras, naranjos, higueras...), verduras y hortalizas (no las cito, es una lista demasiado larga... mi anciano predecesor suele aprovechar cada cachito disponible de espacio), cuando paso por allí, decía, mi mirada se tuerce hacia ella, esperando ver allí el "azulete" de Jesús, como solemos llamar a su nuevo y austero vehículo. Espero ver a un hombre mayor, sin cabello, y ahora con un marcapasos junto a su corazón, cavando la tierra, secándose el sudor, impasible ante el calor y los mosquitos.

Y, en muchas ocasiones, la idea de girar e ir hasta allí, olvidándome de la playa, abarrotada y llena de mediocridad, del trabajo que molesta e impide llegar a ser humano, de la obligación que de forma u otra me autoimpongo, me seduce. Olvidándome de todo ello, me desvió y penetro en ese templo del disfrute, del recuerdo y de la emoción. A los pies del Bairén noto brotar de nuevo la vida, como antaño, cuando sólo valían algo las risas, el juego y la aventura, cuando saltar una verja era todo un universo por descubrir y un camino polvoriento la ruta a la felicidad.

24 de noviembre de 2008

Lo que debería ser el amor

Mi amor debe ser tan libre
Como lo es el ala del águila,
sobrevolando la tierra, el mar
Y cualquier cosa.

No debo oscurecer mi ojo
En tu salón,
No debo abandonar mi cielo
Ni mi luna nocturna.

No seas la red del cazador
Que impide mi vuelo,
Y es dispuesta hábilmente
Para permitir la vista.

Sino el viento favorable
Que me transporta,
Y todavía empuja mi vela
Cuando te has ido.

No puedo abandonar mi cielo
Por tu capricho,
El amor verdadero debe elevarse tan alto
Como el cielo.

El águila no disputará
Con su compañero así conquistado,
porque adiestró a su ojo a mirar
por encima del sol.

Henry David Thoreau

(Traducción [libre e inédita] de Guillermo Ruiz)

21 de noviembre de 2008

Pacha, Pechos... y algún que otro tarugo



Resulta muy gracioso el episodio de "histeria" montado en los últimos días en torno a esta famosa discoteca y su obsequio de una operación de pecho, o similar, entre los participantes. De las discotecas, en general, execraré en otro momento; hoy merece atención la delicia frutosa que ilustra este escrito y el antro jugoso por excelencia. Tampoco me meteré, por lo menos no directamente, en asuntos éticos, morales o del orden de lo correcto: abogo, desde siempre, por la libertad de uno mismo con su cuerpo, lo que no impide, desde luego, que hagamos los juicios que creamos convenientes.

Los responsables de esa catedral del ruido, la masa y la histeria tienen una visión del mundo. Quieren, ciertamente una iniciativa loable donde las haya, necesaria, edificante y estimulante, eliminar la "planidez" que invade los torsos femeninos españoles, esos montes rasos apenas puntiagudos. Porque hay que ver qué feos son las protuberancias mamarias cuando la naturaleza no los llena de divina materia, el escaso atractivo que poseen y su amargo sabor. Una ubre de grandes dimensiones ha sido, desde que la esculpieran los habitantes de Willendorf hace 25.000 años, un regalo divino. Aunque, bien miradas, esas mamas paleolíticas, que vivieron al alimón con los mamuts lanudos, también traían consigo masa y grasa en sabrosas cantidades; algo que parece olvidarse hoy, cuando cuerpos escuálidos sustentan, a duras penas, la carnosidad plástica de las nuevas divas.

Digo que es gracioso porque no puedo imaginar mayor necedad, una torpeza de tan alta clase. La estulticia corre el riesgo de adquirir dimensiones de pandemia nacional entre nuestras fronteras (aunque no es un fenómeno recluido a ellas, para desgracia humana), idiotez quizá propiciada porque hablan ciertos personajes que deberían cerrar la bocaza, o quizá abandonar el mundo, o deshacerse en aire, lo que sea. Uno de ellos es el del responsable de ese antro en cuya entrada figuran la pareja de ciruelas, rojas y calientes. Llegó a decir, este sujeto de lamentable palabrería, que quienes se quejaban del sorteo eran las individuas "que ya no tenían arreglo", que "Valencia es la ciudad con mayor cantidad de silicona" (no sé si es verdad, pero de serlo seguro que está a la cabeza de la majadería comunitaria), y que la iniciativa era el colofón a un "homenaje" a la mujer. Semejante cúmulo de despropósitos no puede, ni debe, pasar desapercibido.

Este cerril y frívolo personaje, que me da pena y lástima, conoce, sin embargo, los valores de nuestra sociedad. Los conoce muy bien, y los retroalimenta para su propio beneficio. Su ambición no es condenable, pues muchos le superan en empeño (políticos, empresarios, etc.); lo triste, patético y deleznable es que las mujeres estén dispuestas a dejarse llevar hasta él, como benefactor de la humanidad, dando pávulo a su propia cosificación, a la perpetuación del objeto sexual que es, ha sido y será, ella misma. Los marbetes que califican al género femenino no han cambiado nada en cuarenta años; sólo que ahora las mujeres fuman, pronuncian tacos y están más cerca de los hombres en responsabilidades, poder y toma de decisiones. No parece un rédito demasiado dichoso para tamaña campaña pro-feminista y demás.

Ya hablé hace unos meses de un programa televisivo que trivializaba las operaciones de estética. Sigue siendo un problema grave, gravísimo, mucho más que la crisis, la escalada de precios, el paro... no las operaciones en sí, sino el ansia que anida tras ellas. Cambiamos un cuerpo con el fin de aumentar autoestima, felicidad, voluntad de vivir y salir. Pero las apariencias siempre engañan, la patología no desaparece. Nuestros atributos siguen siendo el protagonismo físico, la preponderancia de lo material para sentirnos a gusto con nosotros mismos, y el olvido o desprecio de lo que nos hace humanos, aquello que no puede cortarse con un bisturí ni añadirse con parches de silicona.

Pienso ahora en las adolescentes (dos de las cuales son primas mías, por cierto, a las que aprecio mucho aunque deteste sus formas de vida de sábado noche y extra de maquillaje oscuro); pienso en ese modelo de mujer que tienen ante sí, esa caricatura estereotipada que sueña con unos pechos rompedores de botones. Sufro al pensar cómo será la próxima generación, me la imagino, y temo lo peor. A ello está contribuyendo, seguramente sin ser consciente de ello, el sujeto responsable de aquella discoteca, al promover una imagen superficial de la mujer de hoy y mañana, exaltando como premio una operación fútil y baladí, porque sólo rasguea la orilla del problema, sin llegar nunca a las profundidades oceánicas.

Es incoherente, y quizás peligroso, tratar de alcanzar un estado tan radicalmente inmaterial como es la felicidad (sea esto lo que cada uno quiera), el gozo del vivir, en función de si nuestros cuerpos, materia bruta absoluta, cumplen los preceptos de belleza establecidos; estaremos abocados al fracaso espiritual si seguimos ese camino. Un camino que estamos empeñados en recorrer, porque aún idolatramos al cuerpo sobre el intelecto, y mucho más aún que sobre el espíritu. Y este, el espíritu, es aquello que estará ahí, que nos hará y determinará humanamente frente a los demás, hasta nuestra defunción. El cuerpo, para entonces, así como el cerebro, ya hará tiempo que no serán nada más que un lastre, un estorbo molesto.

Sufrimos de parálisis cerebral, en sentido no fisiológico. La cirugía está mal encaminada. Mientras, las cualidades, los valores, el emblema humano, se desvanecen. O se transforman, quizá a golpe de lanceta afilada, trotando hacia un mañana vacuo y estéril, o si acaso, lleno de un éter sin sustancia. Nos lo merecemos, muy probablemente.

17 de noviembre de 2008

De crisis y otras bendiciones



No me corresponde, precisamente a mí, analizar y/o criticar la crisis económica que estamos viviendo en estos últimos meses: primero porque mis saberes en este sentido no alcanzan para mucho, segundo porque no es un tema que de momento me afecte, a Dios gracias, demasiado (alarde de egoísmo monstruoso, lo reconozco), y tercero porque siempre me ha parecido que esta crisis, de hecho, se engarza con otra de mucho mayor calado, apenas aireada desde medios, una crisis social en toda regla, que padecemos no desde hace meses, sino ya demasiados años. Pero esto merecería otro comentario. Ya habrá ocasión.

Es sobradamente conocida toda la trama del declive financiero y bursátil que, partiendo de EE.UU., ha arrastrado a buena parte de los países desarrollados. Aunque sepamos la historia, ignoramos los nombres de los responsables (que los hay, naturalmente, y no son entidades bancarias, sino individuos particulares), a los que podríamos rendir cuentas por sus torpezas e infinitas avaricias. Pero nunca aparecen sus apellidos en la prensa ni se difunden sus fotografías; sí lo hacen, en cambio, en el caso de pederastas, terroristas, violadores y ladrones. Un buen apunte del poder de la banca y de la protección a la que somete a sus acólitos.

La crisis, qué duda cabe, es nociva. Pero, ¿hasta qué punto? Desde mi perspectiva, absolutamente subjetiva y personal, desde luego, una crisis que me pudiese afectar de lleno debería repercutir en lo más básico para mi subsistencia: es decir, en la alimentación, en los impuestos (que, de momento, no pago) por tener una vivienda -no por el pago de la vivienda en sí misma, a ello volveré enseguida-, en la carestía de los ropajes básicos y, tal vez, en unos servicios médicos si éstos no fueran gratuitos. Además, claro, de la cuestión laboral (Faus-Group, la fábrica en la que trabajé a los 18 años, está a punto de despedir a la mitad [unos 450 empleados] de toda su plantilla); la pérdida el empleo es una de las peores consecuencias de este caos previsible y lamentable.

Pero, me preguntarán, ¿y qué hay de las hipotecas, préstamos y créditos, del precio del petróleo, de las letras del coche, de las vacaciones de agosto, de aquellos vestidos y zapatos tan bonitos, de las joyas y halajes, de las cenas y salidas nocturnas de fin de semana, de los libros, del mobiliario para el hogar, del colegio infantil, de las compras del viernes por la tarde, de maquillajes, perfumes y de ...? Naturalmente cada persona es un caso específico, y sus necesidades serán muy diferentes, afectándole la crisis, por tanto, de manera harto distinta a como sucede en el mío, pero voy a mojarme y a responderles con dureza, como quizá corresponde a la ocasión.

Ahí va. ¡Todo ello, todo, puede irse al carajo! No pretendo (mi arrogancia no alcanza tales límites) solucionar nada ni increpar a toro pasado, pero puedo preguntarles yo a ellos, a mi vez: ¿Por qué no optásteis por el alquiler de un piso de segunda mano, en lugar de uno nuevo y propio, ocupando algunos de los centenares de miles de pisos vacíos existentes en este país?, ¿porqué quisísteis poseer más de lo que vuestra liquidez y solidez económica podía permitirse?, ¿por qué adquirísteis un vehículo alemán nuevo y potente, de alta gama, cuando con uno pequeño y austero teníais más que suficiente?, ¿por qué lleváis a vuestros hijos a escuelas privadas, si no tenéis la capacidad monetaria necesaria?, ¿a santo de qué salís un sábado noche y otro también a perder unos cientos de euros en cenas de caro restaurante sin tener un céntimo en la cartera y siempre pagando todo con, y quedando pues a merced de, una tarjeta de crédito? Y podríamos, yo y vosotros, seguir y seguir...

Dispongo de un ordenador portátil y de Internet. Si pintan bastos, puedo desecharlos; mis libros decoran e iluminan mi habitación; puedo dejar de adquirirlos si la situación es precaria; puedo vender mi coche e ir a todas partes a pie, con transporte público o en bicicleta (sé que quienes conviven en grandes ciudades su vehículo les resulta imprescindible, no hablo ahora de ellos); puedo también abandonar mi casa e irme a cualquier choza con lo mínimo imprescindible para la vida. Comprendo que gentes con familia no poseen tanta libertad de movimientos, y que por motivos de trabajo u otros se ven constreñidos a perpetuar su estilo de vida. Pero, ¿y los demás? ¿Tenemos tantas necesidades en nuestra existencia como para esclavizarnos y matarnos en pos de una "calidad de vida" que de ordinario está más allá de nuestro alcance?

La crisis, por otra parte, está beneficiándonos, también: por ejemplo, muchos proyectos urbanísticos en esta región mediterránea donde moro están paralizados por falta de liquidez; quizá por ello las canteras ya no prosiguen sus labores de mordisqueo de las montañas los sábados; el petróleo empieza a bajar, exprimiendo algo menos nuestros maltrechos bolsillos; los bancos y entidades financieras, pese a la inyección de capital estatal, están ya proporcionando a sus clientes contratos más asequibles; los precios de viviendas se reducen considerablemente, y tras la escalada brutal de la carestía de alimentos básicos a principios de año, empiezan a verse algunos descensos en su coste de cara al público.

Ahora es el momento oportuno, para quienes hayan hecho bien las cosas, de invertir su dinero ahorrado en viviendas, vehículos, negocios, etc. Pero cabe hacerlo, desde luego, con inteligencia, no hipotecando tu futuro por un beneficio o un disfrute inmediato, pecado que muchos han cometido; algunos van a tener que prolongar el pago hasta su senectud por algo que hoy, aún en la juventud, creen indispensable y valioso. Y, mientras, el sistema financiero se hincha hasta extremos grotescos, repartiendo dividendos a unos sujetos que, sujetándose la barriga henchida de gozo monetario, se ríen de nosotros, de nuestra debilidad y avidez por un hedonismo cerril.

Más que los estados, más que la banca o los empresarios, la solución, la salida a esta "crisis", pasa inevitablemente por un cambio de paradigma, de estructura social y mental, incluso. Y esto es cosa nuestra, muchachos. Nos toca espabilar, modificar costumbres y tradiciones si queremos vivir, y no sólo sobrevivir. A estas alturas, cada uno ya sabrá hasta dónde debe meter su brazo en la inmundicia para extraer su futuro; un futuro que esperemos sea más digno, íntegro y limpio aquel que parece planear hoy sobre nuestras preocupadas y febriles testas.

(Un par de vídeos interesantes, y polémicos, sobre la cuestión, traídos a colación por un viejo camarada: aquí, y aquí)

(Fotografía: Charlie Wild)

12 de noviembre de 2008

Sígueme...



Oculto entre valles encajonados, que convergen hacia una estrecha línea azul líquida, se halla, recuérdalo, uno de esos parajes inconfundiblemente tuyo, y también mío. Hemos pisado esas rocas, husmeado el aroma a pino y abrazado troncos repletos de trabajadoras hormigas. El Sol nos ha alumbrado el camino de día, flanqueado por zarzas y matorrales, señalando siempre la dirección a seguir; por la noche la Luna y las constelaciones del orbe cósmico han bendecido la acampada y escoltado las provisiones, botas y ropajes que dormían a la par nuestra.

Éramos proclives a dejarnos llevar. Cogíamos un mapa en busca de ese territorio virgen e ignorado, sí, mas al poco lo olvidábamos, relegándolo a la parte trasera del vehículo en cuanto sentíamos que nos guiaba la brújula del corazón. Llegar allí, a aquellas moles pétreas y ya con eones a las espaldas, era una invitación a la aventura. Perseguir uno de esos claros surcos en su piel montañosa -uno cualquiera, porque todos eran igualmente prometedores- tenía la esencia, pensábamos con ingenuidad, de una gran empresa épica de antaño; qué habría más allá de aquella pelada colina, y qué veríamos y descubriríamos de camino, eran preguntas recurrentes en nuestra relación con la madre.

El pampsiquismo era irrefutable en aquellas tierras. Percibías algo más (mucho más) que la materia envolvente; allí había ánimas, incluso psiques, acechando juguetonas aunque amistosas; había daimon por doquiera, esencias que saludaban y emanaban complicidad. Sabían por qué estábamos en su dominio, y nos aceptaban. Era obvio que nos acompañaban; fuerzas que no sabríamos definir o explicar latían por el bosque, protegiendo. Nos sentimos más seguros, auxiliados por esas (¿emanaciones, entes, criaturas, sustancias?) comitivas invisibles, a las que no sabíamos cómo dirigirnos para agradecerles su amabilidad.

Vimos a algunas gentes, perdidas también, entre la maraña boscosa y arbórea; apenas puntos de color en la distancia, aguardaban un golpe de suerte para salir de aquella emboscada vegetal. Oíamos sus voces, sus risas, sus gritos. Lo estaban pasando bien, pese a todo, por supuesto. También divisamos un par de experimentados escaladores, que trepaban, asidos a la roca madre, hacia un punto más alto, indefinido, esquivando aristas apenas limadas por el paso del tiempo. No nos gustó aquello: convertir el sagrado monumento en una especie de carrera deportiva; pero hubimos de rendirnos a la emoción y al riesgo que corrían esos gateadores del aire. Tenían su mérito.

Aquel paraje guarda muchos de nuestros sueños; ha visto compartir y desear con tanto ahínco algunos de ellos que nos pareció que eran una realidad mientras pasábamos por allí; y que el sueño quedaba más abajo, en la ciudad, el territorio demacrado, ajeno por completo a nosotros. Siempre hemos vivido en la realidad, aunque esta fuera un sueño...

Ahora ya lo sabes. Enrolla tu cama, coge unas viandas ligeras, y sígueme. O te sigo yo a ti, allá donde me lleves. El tiempo arrolla a los pasivos, a los de sofá y urbe. El mundo está ahí, listo para ser gozado; aventúrate, hay mucho que ganar.

Venga, sígueme.

7 de noviembre de 2008

Producción



Según cuenta la leyenda el bueno de Euclides, aquel brillante sistematizador del desperdigado legajo que había sido en tiempos la geometría precedente, se encontró un día ante un pragmático y veleidoso estudioso de su escuela que no tuvo el menor inconveniente en increpar al maestro cuestionando que todo aquello que aprendía: tablas, números, reglas, y demás tontería matemática, en realidad no servía para nada útil y que suponía una pérdida de tiempo y esfuerzo.

No sabemos si Euclides azotó o no al frívolo alumno, castigando su simpleza de miras, pero sí conocemos el final de la historia; el maestro se dirigió a uno de sus esclavos y le pidió que le diera al jovenzuelo unas monedas para que este estuviese seguro de que lo enseñado era, tarde o temprano, provechoso. (Por cierto, fue este mismo Euclides el que contestó a Ptolomeo I de Alejandría que, por muy rey que fuera, si quería aprender matemáticas debía hincar los codos como cualquier otro...).

Es buena esta anécdota para ilustrar el utilitarismo radical que a veces nos carcome el cerebro, y que evita poder disfrutar de una lectura, una obra de arte, una pieza musical, o si se tercia, una expresión matemática, por sí mismas, sin aditivos prácticos o de funcionalidad asociados. Coño, digámoslo en una palabra: follárse a la cultura (o hacerle el amor, para los más correctos), por su belleza u originalidad, y disfrutar de lo que nos ofrece ella obviando lo que retendremos, lo que conservaremos y recordaremos, lo que podremos aplicar o emplear tras ese encuentro íntimo.

Unos mil novecientos y pico años después, otro de los buenos, un camarada ermitaño, Thoreau, también dijo algo parecido: no se puede vivir, o no puede concebirse un persona viva, a quien se le exija una producción, un producto neto o un fruto palpable y mesurable de su actividad, so pena de que esa persona deje de serlo. A todos nos gusta saber que nuestro trabajo, sea cual sea, es rentable, que genera algo antes inexistente, que no es tarea estéril o baldía, sí, pero no nos rindamos cuentas, no nos aboquemos hacia la desesperación si los días apenas traen más vida que el contemplar, el compartir y el disfrutar. No estamos obligados a crear más allá de la propia vida, nada (ni nadie) tiene el derecho a tratar de rentabilizar una existencia humana, persiguiendo el beneficio neto o la ganancia pura. O la vida, el ser vivo y humano, es el fin humano en sí mismo, o no lo es. La elección sigue en el aire, para algunos.

Lo cual, naturalmente, está lejos de la ociosidad, el aburrimiento y la dejadez insidiosa y fastidiada de la que suelen hacer gala muchos jóvenes, por ejemplo. No confundamos vida con comer, dormir, y mantener en el calor corporal; eso es simple conservación biológica, anidada en existencias cutres y destinadas al cementerio prematuro. Vivir, "vivir" es otra dimensión, otro nivel de existir. En esto sobran las palabras, ya lo sabéis.

En un estado de cosas como el actual, donde los individuos son vistos, según auguraban rezos marxistas algo trasnochados pero al tiempo vigentes, como "unidades de producción", cabe dar la espalda a esta hipóstasis rebajadora y denigrante. Somos torpes y no vemos, como no vio el alumno de Euclides, que todo acto humano (excepto, tal vez, los ético-morales), sea de aprendizaje, de trabajo, o cualesquiera otros, están incluso por encima, en relevancia y valor, que su producto, que el resultado de ellos mismos. Es el acto el momento definitorio. Y lo que viene tras el orgasmo, claro, aunque placentero, ya no posee el mismo sabor.

3 de noviembre de 2008

La ciudad oscura



Anoche la red eléctrica nos hizo un regalo inesperado; un cortocircuito privó a casi todo el pueblo de luz y energía, devolviéndonos a épocas de antaño cuyo protagonismo nocturno correspondía a velas y candelas y a la oscuridad que invadía calles y avenidas, dejando a las estrellas titilar en un cielo negro de verdad.

Excepto los pocos faroles solitarios que destilaban una llama apagada, en la contigua tierra de los adinerados, y los molestos faros de buceantes vehículos en un mar de negrura informe, poco más se vislumbraba desde los miradores exteriores de nuestras lóbregas viviendas. Corrí entonces al patio interior, que brinda una perspectiva en círculo de los bloques de hormigón adyacentes; apenas nada, también. Tan sólo, entre las ventanas, algunos reflejos de linternas alocadas y oscilantes destellos de viejos cirios de cuya existencia nos olvidamos hasta que los necesitamos. En la distancia se hicieron algunas tentativas de arreglo, seguramente esforzados técnicos que movían cables, conexiones y demás parafernalia, pero el silencio, la oscuridad y la inactividad seguían gobernando el mundo.

Internet había desaparecido; el teléfono, mudo e inerte, era un artefacto inútil y penoso; las televisiones, a su vez calladas y sin función alguna que ofrecer, quedaron ignoradas. Ni siquiera pudimos cocinar nada, y parecía que los refrigeradores empezaban a desprender hielo fundido. Nos miramos, entre divertidos y preocupados, como esperando el regreso de un ser querido, como si necesitáramos, en realidad, todo aquello que entonces moría.

Fue, naturalmente, una lección: por un parte, la de que sufrimos hoy una dependencia quizá excesiva hacia un modo de vida que, aunque ventajoso y conveniente en muchas circunstancias, no siempre concede aquello que anhelamos. Y, por otra parte, también nos recuerda que, en nuestro afán de una sociedad cómodamente aburguesada, que haga disfrutar a las gentes dándoles seguridad, confort, entretenimiento y adoctrinamiento, con el tiempo pueden perderse ciertos valores del pasado que cabría recuperar. Y éstos únicamente, o en buena parte, sólo pueden reemerger dando paso de nuevo a la oscuridad, y al momentáneo silencio de algunos electrodomésticos y aparatos (¿esencialmente inútiles?). Tal vez sea provechoso, en ocasiones, no esperar a eventuales defectos o fallos del sistema de distribución eléctrica: causemos nosotros mismos la sobrecarga, el cortocircuito, hagamos saltar por los aires la moderna estabilidad de nuestros hogares sobrecuidados y protegidos... No es tan sólo una forma de volver al pasado, sino posiblemente de mejorar el futuro que está llegando ya.

Desde luego, la magia terminó. Los 'manitas' acabaron con el "problema" (con la bendición, quise decir...). Mis padres, tras dos horas angustiados, lo celebraron. Yo, que había cenado unos minutos antes a la luz de una dorada vela antediluviana, me alegré muy a duras penas; ellos lo precisan, de acuerdo, mas no yo. Así que cogí esa vela que supuraba cera y la llevé a mi cuarto; abrí mis libros, escribí unas notas en el diario y comencé a leer, como si nada hubiese cambiado. En efecto, porque allí, recluido entre cuatro paredes estrechas y con la sola compañía de sombras danzantes, nada lo había hecho.