11 de febrero de 2010

El hogar blanco



Debió ser a finales de marzo, o quizá a primeros de abril. No lo recuerdo bien porque hablo del año 1987, y es una época que ya me queda algo lejana (lo que señala la ‘desagradable’ evidencia de una vida adulta ya dilatada...). Habíamos ido todos nosotros, los cuatro de la familia, a pasear por los caminos repletos de lujosos chalets en los aledaños de Gandía. Hacía buen tiempo, era domingo, y aguardábamos la entrada de otra semana de colegio o trabajo, según el caso. Echábamos un vistazo a las mansiones, sus gigantescas piscinas, aquellos céspedes inmaculados y relucientes coches aparcados a la entrada, soñando, barruntando la posibilidad de adquirir (mañana, al año siguiente, al cabo de una década...) alguna, cuando una modesta y apartada vivienda, de paredes blancas y aspecto gentil, nos llamó la atención.

No era nada del otro mundo. En realidad, si reparamos en ella fue por la diminuta piscina (de la que ya hablé un tiempo atrás), un trago de agua limpia y seductora entre la blancura de los muros y la negra tierra a nuestro alrededor. Fue el tiempo en que mi hermana iba a hacer su comunión, y mis progenitores, para ahorrar costes, decidieron que yo, a la sazón con apenas siete años, la hiciera conjuntamente con ella; supongo que mi padre pensaba en el estío, en lo que podríamos disfrutar los cuatro en esa choza, ya que mientras observaba aquella caseta, casi un refugio entre naranjos por entonces enanos, no paraba de repetir: “estaría bé que els xicons passaren açí l´estiu, i tingueren un lloc per a jugar...*”.

Al verano siguiente, en efecto, fue nuestra (o mejor dicho, entró a formar parte de nuestras vidas... y nosotros de la suya). Por un precio algo mayor que el necesario para comprar un coche mediano, obtuvimos un hogar donde vivir... pero en el sentido más total y auténtico de la palabra “hogar” y “vivir”. Yo nací, espiritual e intelectualmente, entre sus alambradas, y me crié, física y emocionalmente, a la luz de su chimenea en invierno, rodeado de amigos, familiares y gente extraña en verano, que venían y se iban, mientras el sol abrasaba el suelo, tostaba nuestros rostros infantiles y marcaba a fuego el destino de una (con)vivencia eterna. Nunca he vivido mejor en otro sitio. Ni creo que pueda hacerlo jamás. Si hay un lugar en el que “vivo vivo” (y es una reiteración intencionada), en donde no hay nada que sobre, nada molesto (excepto ese rumor motorizado, demasiado cercano, que enturbia el silencio y mata el sonido del aire en movimiento...), nada que echar en falta, ni siquiera a nadie (aunque a veces, a veces...), ése lugar corresponde a aquella media hectárea de terreno, anclado entre frutales y a treinta minutos a pie del más próximo núcleo urbano.

Miro, hoy, lo que ha sido para mí ese reducto, esa fortaleza de cemento y rocas antediluvianas, mis vivencias y junto a ellas las de quienes me importan, y me pregunto, como solemos hacer en ocasiones, qué hubiese sido de mi “yo” en caso de no vivir allí desde los siete años, hasta casi los treinta que ahora tengo. ¿Qué hubiese sucedido si mis padres se hubieran limitado a contemplar los suntuosos palacios en la distancia, sin prestar atención a nada más, dejando allá abajo, en su discreto mutismo blanco, al hogar de los hogares? Son preguntas retóricas, desde luego, pero suscriben el hecho (quiero decir, la percepción, la impresión) de que estamos configurados, todos nosotros, por decisiones, acciones y eventos fortuitos, por ese encadenamiento circunstancial de sucesos y acontecimientos que terminan por desarrollar y establecer nuestras vidas. Qué papel juegan los hados del destino en tal conformación vital es lo que quisiera saber, para determinar, por fin, si mi ligazón al hogar blanco es predestinado, o mero producto fortuito del azar cósmico. Después de todo, y bien mirado, tampoco importa.

Actualmente es poco lo que allí puede encontrar un visitante o un invitado ocasional: una comunidad de gatos, una foresta asilvestrada repleta de árboles frutales y ornamentales, el tapiz de hierbajos, hojas y demás especies vegetales y de otros reinos vivos (hongos, musgos, etc.), una buena provisión de leña, y en el centro, como protegida por sus hermanas verdes, la mole rocosa, de tejas descoloridas y rejas negras en sus minúsculas ventanas. Y, de tanto en tanto, podría distinguir a un individuo larguirucho, que saca del interior de la vivienda una hamaca hecha pedazos, la extiende, coge un libro, se sienta, abre el papiro y echando un vistazo al cielo, a su alrededor, y a los juguetones felinos que retozan junto a sus pies, se enfrasca en la lectura de algo que ignoramos; entretanto, el sol avanza en su recorrido diurno, las nubes corren desde las alturas, la Luna marca el paso de las horas y nieblas de insectos se elevan en la tarde perezosa de principios de febrero.

Cuando el sol abandona su templo celeste y amaga el rostro por detrás de las montañas, el sujeto, un ermitaño como tantos otros y como ninguno, acaricia a las criaturas gatunas, despeja el suelo de hojarasca con una escoba torcida y, recogiendo la basura, se despide del hogar, hoy repintado con tonos pastel (algo feos, en su opinión), hasta el siguiente día, en el que regresará para estar, ser y vivir de nuevo. También, para rememorar algo, si se puede, de aquella maravillosa sensación de novedad, gozo y satisfacción que supuso, en 1987, el descubrimiento del hogar blanco. Sus posibilidades, todo lo que ofrecía a un niño de siete años, lo que aún ofrece a un hombre de veintinueve, y lo que brindará, mañana y perpetuamente, a todo aquel que quiera saberlo por sí mismo.

No hay lujo ninguno (el lujo sólo corre por nuestras venas), ni comodidades excesivas (las aborrecemos, son el símbolo del burgués bien adaptado); su fachada está húmeda y con algunos pegotes de pintura saltada (se apañará, si se puede, en primavera), y abundan demasiadas malas hierbas (nos gusta verlas crecer, ¿verdad?); hay, también, una ligera impresión de “abandono” (el acontecer natural del paso temporal, que otros, un poco ignorantes, llaman “degradación”), y ningún lechuguino ni emperatriz de discoteca se atrevería jamás a pisar la entrada (bendita exclusión social, prerrogativa de románticos, astrónomos y ermitaños...).

Hay mucho que contar de este hogar blanco. Si hay tiempo, y los vaivenes vitales lo permiten, lo seguiremos haciendo. Quizá para nadie, sólo para mí mismo. Como casi siempre.

Mañana iré de nuevo. Tengo que podar la higuera antes de las lluvias del fin de semana. Se aceptan visitas. La puerta permanecerá abierta.

Bienvenidos.

(* “Estaría bien que los niños pasaran aquí el verano, y tuviesen un lugar para jugar...”)

(Foto: el Hermitaño)

18 de enero de 2010

Huida



"El hombre se adentra en la multitud para ahogar el clamor de su propio silencio."

Rabindranath Tagore

9 de enero de 2010

Sinceridad, o nada



“¡Cago en la óstia, un tren tan grande y han ido a sentarse delante de mí! Ahora empezarán a hablar y no podré ya estar tranquilo. Nos ha jodido la pareja, nos ha jodido...”.

Así arrancaba (la recuerdo con las palabras exactas) la sarta de groserías, improperios y vocerías que destilaba, hace unos días, un viejo sentado a mi lado durante el trayecto en tren hacia Valencia, dirigida a un par de chicas jóvenes que entonces entraban en el convoy. Se había zampado ya casi medio bocata de (según creo) salami y lechuga, y como gritaba mientras comía, pequeñas migas de pan le caían en el jersey y en la butaca que tenía enfrente de él. Había accedido al vagón en la parada previa, con el piscolabis en una mano, mientras con la otra aferraba una lata de coca cola, y avanzaba con dificultad hasta situarse a mi vera. Me saludó cortésmente con la cabeza (ahora no sé si fue por educación o por sorna de alguna clase...), y nunca pensé que fuera capaz de soltar aquello, el inicio de una sarta insultante digna de aquel coronel chiflado que atenaza y acojona a los reclutas en la primera y memorable escena de “La chaqueta metálica”.

Quizá su cambio radical de discurso y comportamiento se debiera a que, en mi caso, presentía la presencia de un ser relativamente silencioso, apenas molesto, y que podía dar cuenta de la otra mitad de su refrigerio mientras yo permanecía callado y centrado en mi mundo. Quizá sólo quería rematar los bocados restantes escuchando el repiqueteo del tren, y contemplando el paisaje de naranjales y montes pelados, pero en cuanto aquellas dos tuvieron a bien aposentarse junto al viejo, ignorantes del ciclón injurioso que iban a tener que soportar en breve, explotó como si fueran las responsables de la mayor ofensa jamás cometida a un individuo sobre la faz terrestre.

Debió vaticinar, como en efecto así resulto ser después, que las dos chicas iban a ser sendas fuentes inagotables de cháchara juvenil, simpática pero reiterativa, vacua y tremendamente aburrida. Si debo ser sincero por completo (y, en una página como ésta, no puedo menos que serlo), reconozco que pensé algo similar yo también, pero, desde luego, fui incapaz de expresarlo en voz alta. Creí que, en su rabia apenas contenida, el viejo iba a lanzarles la lata de refresco o los restos de su bocadillo mordisqueado; pero, en cambio, aunque sin detener sus escupitajos verbales, cogió sus trastos y los restos del àpat del mediodía, y atravesó el vagón hasta encontrar un recinto suficientemente vacío de gente para su gusto.

Una pareja de ancianos, que dormitaban (la cabeza de uno en el hombro del otro) tras un fatigoso viaje del que no tenemos noticia, llegaron a despertarse ante el rugido emanado por el viejo blasfemo. Y las mismas chicas vilipendiadas, que no pudieron hacer oídos sordos, enrojecieron como tomates durante el tiempo que duró el exabrupto. Pero el ochentón, no contento todavía, siguió soltando sus bonitas expresiones, aún en la distancia, y lanzando miradas desafiantes a las féminas, que al poco retomaron sus revelaciones trascendentales, olvidando el episodio y al vejete.

¿Quién era, aquel cascarrabias? ¿Un amargado? Puede. ¿Un maleducado? Quizá también. Pero sobretodo era, y espero que siga siendo, ese tipo de personas que anteponen la sinceridad, las vísceras del momento, a la etiqueta, la buena cortesía (que casi siempre suele ser la mala). Serán vistas como groseras, ofensivas y contrarias al respeto, el decoro y la deferencia para con los demás. Y lo son, en efecto. También era, aquel personaje, un amante del silencio, hasta el límite de que privilegiaba éste a la corrección propia de todo ciudadano ordinario. Quizá fue porque aquel, de hecho, era un individuo muy poco ordinario.

Debo reconocer que, en parte, sentí admiración por aquel vejete irascible. Por proclamar lo que muchas veces siento y no me aventuro nunca a confesar. Por no importarle una mierda el qué dirán, ni la compostura, ni el juego de respeto, tan falso como inútil, que establecemos entre nosotros mismos. Por su valentía al no morderse la lengua, porque lo que brota de muy adentro a veces es mejor dejarlo salir sin obstáculos, aunque duela, aunque suene feo, desagradable o resulte incómodo.

¿Reprochamos lo que dijo, el cómo o ambas cosas? ¿Le reprobamos por decirlo, simplemente? ¿Hubiera sido mejor callar, pues? En ocasiones hay que poner en vereda a los demás, y puede que lo hagan en el momento y lugar más inesperado. A lo mejor a aquellas dos chicas podría serles útil pensar un instante el por qué de la reacción del vejestorio. Dejando aparte su carencia de educación formal, ¿qué vio, sintió o percibió en ellas capaz de hacerle brincar de aquella forma tan brusca y desmedida? Yo creo que había un motivo fundado; aún no lo he encontrado, es cierto, pero estoy seguro de que existe...

Un vejete entrañable, no por afectuoso, sino por su franqueza y honestidad. Ya no son muchos los que, como él, suben a los trenes un martes por la tarde. Lástima, porque son gentes que dan cuerda para mil horas a nuestra maquinaria mental...

25 de diciembre de 2009

Navidad en ‘familia’



Duele reconocerlo, sentirlo, saber que es verdad. Me gustaría cambiar las cosas, alterar el rumbo de la nave familiar y ver cómo todos arribamos a un mismo puerto, aunque cada uno siga su camino. Me gustaría percibir una cierta sintonía con tus hermanastros, tu propia sangre; una afinidad natural con la que nos entendiéramos, de la que aprovecháramos su poso común para estrechar nuestros lazos, y su divergencia natural para respetar las diferencias, creciendo todos juntos.

Pero es imposible. Exceptúo a mis progenitores, mi hermana (que está en su misma onda, la de todos los demás, la de ellos, la que yo nunca escuché ni sintonicé...), y a mis beatíficos abuelos (uno ya desaparecido, pero que aún permanece aquí, de alguna manera...), y algún que otro tío, porque son mis raíces directas y mi linaje particular. Apartémoslos, pues. Del resto, esa inmensa guarnición de familiares, parientes, ascendentes, emparentados, toda esa parentela de gente que se ha sentado, como hoy, a tu alrededor, en la peregrina y convenida comida navideña, cumbre de falsedades, envidias y convencionalismos, del resto, en efecto, ¿qué?

Admitamos, primero, mi escaso aprecio por reuniones similares, y segundo, mi más que sentida incomodidad ante la presencia de decenas de personas en una misma habitación (residuo, seguramente, de alguna crisis psicológica en la juventud más manceba, cuyo origen debería rastrear, aunque su huella el tiempo parece haber borrado casi por entero...). Pese a esto, hoy he tratado de llegar hasta ellos; no he hecho grandes esfuerzos, lo reconozco también, pero me he aproximando a su universo mucho más de que ellos al mío. El resultado no lo desconocía, y por consiguiente no ha brindado sorpresa alguna, pero siempre apena ver certificados tus temores, máxime cuando se trata de tu propia sangre, y de seres con quienes desearías, a priori, tener algo más que un mero lazo de simpatía.

Mi temor, corroborado, amplificado, expandido hasta conferirle su carácter axiomático e irrebatible, es que no hay punto de unión posible, nexo alguno que nos conecte, ni atadura más allá de la mera apariencia, de estar juntos por ser familia pero sin ningún sentimiento ulterior, ni previo, que amarre ambos cosmos. Es como sentarte alrededor de desconocidos, a quienes conoces, sólo, por haber tratado con ellos, haberles vistos en otras ocasiones, pero quienes no son nada. Ni tú para ellos. A veces siento más consanguinidad (la de verdad, que no es fluida) con mis gatas, pequeñas hormigas y algunos saltamontes volatineros que con toda la horma de parientes aposentados en torno al rico patriarca de turno. En ocasiones, es cierto, aquellos son mi familia; éstos nunca lo fueron.

Desde luego, la tradición impone. La sumisión a lo establecido, al rito, a la costumbre, nos lleva a pasar cuatro, cinco o seis horas junto a gentes de las que apenas queremos saber nada. Cedemos, soportamos, y después cada uno a su casa, olvidando a quién vistes, con quién hablaste, lo que pasó, o cómo. A veces las diferencias, la separación entre los caminos, no es insalvable, y corre por sobre la mesa una sensación de conexión, pero suele morir pronto; es más frecuente, en mi caso al menos, el bostezo, la mirada perdida, la ensoñación, y el decirte a ti mismo: “pero, ¿qué coño hago aquí?”. El abismo es insuperable. Ellos moran en el otro confín del infinito. Percibes que con un vagabundo, un borracho o un ‘vagante’ de las calles habría mucho más de que hablar, mucho más que aprender y compartir, que junto a tus locuaces, perfumados, emperejilados y autosatisfechos comensales, que buscan el chiste fácil o el comentario gracioso, el ingenio de pacotilla o la expresión audaz para impresionar, agradar o sonsacar la sonrisa o el aplauso.

Y, entonces, tú te levantas, derramas tu copa de cava sobre la calva del venerable patriarca (hombre rico, hombre pobre), eructas, arrojas los billetes recién entregados encima de la mesa, donde quedan pringosos y marchitos, y lo sueltas todo. Sueltas que ya nadie recuerde, ni a nadie le importe, la ausencia de familiares recientemente fallecidos; sueltas cómo desprecias que allí todos esperen, con avidez, la fartà y el aguinaldo, ponerse las botas a costa de otro; sueltas cómo aborreces el indigno peloteo, pertinente y pertinaz, al señor de las moscas; sueltas que no haya nadie allí que sea algo más que un memo palurdo o una estúpida y ñoña reina del sábado noche; sueltas cómo anhelas escuchar a alguien traer a cuento una mención, no ya sobre la dialéctica hegeliana o sobre el consentimiento informado, qué va (sería de mal gusto, incorrecto, y terriblemente aburrido), sino unas palabras acerca de la gripe A (el cuento), la crisis (el otro cuento, menos para quienes pierden su empleo), el cambio climático, (el cuento mal contado), y otras muchas fábulas similares; sueltas cómo te enfada que ya nadie mire un crepúsculo, que ya nadie lea libros del siglo XVIII, que nadie se atreva a contemplarse a sí mismo durante cinco minutos, por miedo a lo que pueda descubrir; sueltas, también, que nadie se haya atrevido a ser discordante; criticas la uniformidad, la ordinariez de una familia plana, sin díscolos, sin demonios, todos tan esquemáticos, tan correctos, tan dados a lo dado, y tan socialmente adaptados; sueltas, en fin, todo ello, y un sinfín de resoplidos y rebufos más, ante el calor de la calefacción estática y las botellas de vino medio vacías.

Pero, entonces, abres los ojos. Y todo sigue igual: el patriarca bendice la mesa; los huéspedes engullen con ahínco; las palabras huecas zurzan el aire caliente de la estancia; el tiempo pasa y nada pasa; la morena de ojos negros, y el soplón a su lado, te contemplan condescendientemente, con media sonrisa en sus labios. Eres un extraño. Un huérfano. Como siempre. La oveja negra, el patito feo. Bien, sigamos así.

Mi familia ya la conocéis: unos pocos parientes, los que cuentan; un puñado (breve, escaso, como todo lo bueno) de amigos, en la proximidad o en la distancia (vosotros, desde luego, entre ellos...); el reino de lo vivo, sea o no consciente de su aliento; las montañas, ríos y valles, los prados, las cimas, los crepúsculos y amaneceres, el cielo y todos los universos existentes, creados o imaginados alguna vez. Ante una familia así, ante congéneres de tanto calibre, con quienes un silencio, una mirada o un sentimiento callado transmite todo un cosmos de emociones, comprenderéis que diga, sienta y afirme, con rotunda seguridad, que a nadie más necesito, espero ni deseo ver, oír o tocar.

El vínculo sanguíneo suele ser trivial, artificial, forzado y perverso; no rechacemos nuestras raíces, desde luego, pero no olvidemos tampoco que la familia, la nuestra, la creamos nosotros. Y, en consecuencia, nosotros decidimos quienes cuentan y quienes no, quienes ganan un lugar en ella y quienes deber ser sacrificados.

Que vuestras familias (...) sepan cuidaros y amaros como os merecéis. Hoy, mañana y hasta siempre.

Feliz vida.

(Fotografía: elHermitaño)

14 de noviembre de 2009

El derecho (ruidos y silencios)



Con motivo de la celebración del Gran Premio de Motociclismo de la Comunidad Valenciana, que tuvo lugar hace unos días en Xest (Cheste para los puristas), la celebérrima y aclamada cadena de televisión pública Canal 9, en un alarde (otro más) de ignorancia hacia todo lo que no reconoce la masa, ni lo que se presta a comercialización o "billeterismo", rotuló su noticia de los hechos con un titular indiscutible, razonable y perturbador: mientras veíamos a los moteros por la calles del pueblo haciendo caballitos leíamos, a sus pies, la proclama: "El derecho al ruido". La frase me dejó estupefacto, irritado y muerto de risa, todo a la vez; los monaguillos del señor Francesc (perdón, es Francisco) Camps, en otra de las suyas, como siempre.

Es gracioso el titular porque parece dar a entender que el mundo en donde vivimos, las calles, los locales y tiendas, lugares públicos, etc. reina siempre un silencio atronador, un mutismo poderoso y prolongado que ahoga las voces, los murmullos y las conversaciones de los individuos. Un ser extraterrestre (o uno terrestre desligado del folclore urbano ordinario) juzgaría que en Valencia (y precisamente en Valencia) lo que destaca a lo largo de las semanas y meses es la quietud, el sosiego de unos ciudadanos que sólo contemplan como modo de vida el silencioso transcurrir del tiempo; y que en sus celebraciones y fiestas populares y tradicionales únicamente hay procesiones mudas y gentes en la calles sin apenas hablarse entre ellos. El silencio domina tanto, es tan abrumador, posee tanta presencia en nuestra querida, próspera y purificada comunidad, que es imprescindible dar entrada, por ejemplo en marzo, a un poco de saludable y bienvenido sonido extra (Fallas); y, desde luego, si hay un grupo de amigos a los mandos de sus vehículos que se reúnen una vez al año en torno a un circuito de velocidad, tienen todo el derecho a que fluya el sonido de sus motores y sus ruedas derrapando en el aún caliente asfalto callejero. ¡Ay, pobre ruido, qué poco te queremos los valencianos, cuán abandonado te tenemos, y qué trato tan ingrato te damos!

Desde luego (y ahora más en serio), estos individuos moteros tienen su derecho de reunión, goce y felicidad en grupo. Nadie podría -ni debería, dentro de ciertos límites- negárselo; sin embargo, el mismo derecho a hacer caballitos, a efectuar corridas y carreras y a desprender nubes de humo contaminado tienen, por su parte, todos aquellos otros ciudadanos que, en Xest, en Benarés o en la Quinta Avenida, o en toda calle, toda plaza, todo parque o todo lugar de este y otros mundos, hasta los mismos confines del Universo, quieren disfrutar del silencio. Si yo me siento en un banco a leer un libro, o a escribir unas notas, tengo el derecho a hacerlo; pero si en el banco contiguo un grupo de adolescentes empiezan a gritar, divirtiéndose con risotadas, bromas y demás, también ellos lo tienen. Es el mismo derecho. Exactamente el mismo. La clave para que ambos, ellos y yo, podamos ejercer nuestro derechos respectivos y gocemos, cada uno a nuestra manera, de la vida y de ese lugar público, abierto a cualquiera, está en que ellos respeten mi derecho al silencio, por lo menos durante un tiempo, mientras que yo, a mi vez, sea igualmente respetuoso para con ellos y permita que se entretengan y diviertan, también a lo largo de cierto tiempo. Eso se llama convivencia, y es el germen, fruto y árbol de la ciudadanía bien entendida.

No obstante, hay una diferencia fundamental entre el ruido (o las actitudes humanas que lo producen) y el silencio (o las actitudes humanas que evitan su mutilación, porque, al contrario que aquel, el silencio siempre está ahí, generado, siempre presente, y no precisa ni de nadie ni de nada para ser creado, multiplicado y expandido). Esta diferencia, que yo creo esencial, es la siguiente: el ruido, cuando aparece y domina, arrasa el silencio, impidiendo su existencia, y cercenando toda actividad nuestra que lo requiera (lecturas, escritura, contemplación, descanso, etc.); el silencio, por su parte, aunque por su misma ontología rechace al ruido, permite y consiente que el estruendo viva a su alrededor, y hasta que consuma parte de su ser.

Ambos, ruido y silencio, matan a su rival, a su contrincante, pero en el ring no caen a la vez: el primero tarda más en hacerlo, porque no erradica algo que está creado, sino lo que supura en el tejido del tiempo y el espacio. Por paradójico que parezca, es más sencillo destruir lo que nunca ha sido creado que eliminar lo construido. Todo ruido es generado por nosotros (en la naturaleza, como cualquiera puede observar, el ruido es inexistente; sólo hay sonidos, no ruidos), pero el silencio vive por sí mismo, sin hacedor que le insufle el hálito vital. Como todo lo que existe independiente, autónomo y decidido por sí mismo, el silencio es frágil, y aunque poderoso, fácilmente quebrantable; y, también como todo lo que vive independiente, autónomo y decidido por sí mismo, es un peligro, y quién sabe si una amenaza.

De ahí, puede, el titular de Canal 9, porque el derecho al ruido quizá sea el derecho a la juerga, a la diversión, y a la reunión de amigos, lo que sin duda es bueno; pero el derecho al silencio, a la introspección, a verse uno mismo reflejado en ese silencio y empezar a pensar en lo que es, en lo que hubiese podido ser, y en lo que te rodea, es, o puede ser, el principio de un cambio, de una revolución (silenciosa, siempre silenciosa), que atañe al presente y afecta a nuestro futuro. Y esto no gusta; la manada debe estar satisfecha, pero sin que ansíe insurreción. El ruido lo permite, lo estimula, agrada a los conservadores (que todos lo son, de izquierdas y derechas, de centro y hasta de las alturas). El silencio conlleva examen, conciencia e introspección. Tres palabras bellas, una misma actitud ante la vida: la de ser crítico, evaluador, y tasador (cualitativo) de ti mismo, de los demás y de lo que ellos, los que dirigen y mandan, están haciendo.

Demasiado peligro, demasiada amenaza. Démosle todo el derecho, por consiguiente, al antídoto, al bravo rival. Y que lo celebre como él sabe.

(Foto: el Hermitaño)

27 de octubre de 2009

La Mallada del Llop



Imagina el mundo de antaño, ese ambiente, ese medio y ese aroma ya perdido y nunca recuperable. No retrocedas demasiado; unos sesenta u ochenta años son suficientes. Imagínalo: multitud de dificultades, amarguras y tristezas, pobreza, incultura, escasez y padecimientos. Había un sinfín de carencias en tiempos así; pero, al mismo tiempo, una reserva enorme de experiencias inolvidables, un depósito sustancial de visiones, nociones y silencios ahora tan sólo concebibles por el recuerdo, la imaginación (poderosa pero imperfecta) y las huellas del pasado.

La Mallada del Llop, crestería de rocas y abrigos inmemoriales, transporta a un tiempo antiguo en donde no existía, no ya la televisión o los móviles, sino siquiera el papel, la tinta o la idea misma de escritura. Algún gracioso ha querido devolver la magia de esa otra época pintarrajeando en los recovecos rocosos, con lápices de colores perecederos y volubles al tacto, unas figuras antropomorfas de largas extremidades y brazos en alto, como exultantes ante el mero acto de vivir. Aunque se trate de imágenes falsas, por cuanto han sido rubricadas en tiempos presentes, es de suponer que, en efecto, quienes lograran alcanzar aquella altura sobre el valle y admirar aquella mole gigantesca que parece elevarse al cielo y rozar las nubes sentiría un gozo indescriptible, un sentimiento de triunfo y bienestar, y es muy posible que la mejor forma de celebrarlo fuese dejando constancia de su pericia con las tinturas animales sobre un fondo de roca madre.



El tiempo muere allá arriba, como en toda cumbre que se alza sobre la muchedumbre y lo mundano. A casi un kilómetro y medio por encima del mar, que se extiende remoto y como estático en la lejanía, cada segundo es una eternidad, y el tiempo mismo abandona su realidad. Mientras, un apacible ganado bovino pace a tu lado, construyendo una compañía silenciosa y compresiva, no agresiva ni desconfiada. Tras el ágape principal, recorriendo las laderas en busca de forraje fresco, descansan en una loma masticando hierbajos, en grupo, gregarias por naturaleza, y por gusto. No hay pastor alguno; las buenas mansas saben adónde ir, y cuándo. Eso se llama sabiduría, y es la que de verdad importa.

Hace ochenta años -y puede que bastante menos- algún señor ya entrado en la buena edad, con barba blanca y zapatos gastados, y usando un bastón de apoyo, solía subir hasta la Mallada en busca de hielo puro, que conservaba en una nevera natural gigante al resguardo de la luz solar; llevaba consigo, el hombre, a su fiel y humilde burro, cuyas alforjas bajaban hasta Famorca rebosantes de agua congelada, muy apetecible para los calurosos días de verano en el valle contiguo. Además el depósito de hielo contenía, bien conservada, la carne de animales muertos tiempo atrás, que en ocasiones se pedía en pueblos para banquetes o fiestas. En años que desconocían algo tan prosaico hoy como un frigorífico, el papel de las neveras naturales era fundamental. Mientras uno permanece en la Mallada casi puede ver subir, con lentitud, a ese señor imaginario con su borrico, en busca de la preciada agua sólida...



La sensación de echar la vista alrededor y percibir que sólo el cielo azul está por encima de tus ojos, y que lo demás, el todo terráqueo, descansa a tus pies, como tuyo, como algo de todos, y de nadie al mismo tiempo, es inenarrable. Pequeñas manchas blancas, donde se apiñan las almas, salpican los valles; largas y estrechas sendas abren caminos a pies y vehículos, ávidos por recorrer trayectos; el aire huele a pureza, a sequedad de altura, a pino y a cagarruta bovina seca. Todo resulta atractivo, estimulante, agradable; incluso el viento, que azota testas y nos hace perder sombreros de paja, tiene su propio encanto: el sonido, su furia, delata que aquellas son tierras inaccesibles, no aptas para cualquiera.

La despedida no tiene lugar. No hay adiós a las alturas, ni separación entre ella y nosotros, porque hemos extraído un pedazo y la llevamos en nuestro interior, donde permanecerá latente hasta el momento que podamos regresar hasta el lugar donde siempre cabría estar. Marca el sol su hora, la de su retirada; bajamos, lo sentimos y coincidimos en afirmar, mientras el cielo desprende tonos ocres, que aquella es una guarida, si no de lobos, al menos sí de solitarios esteparios, que no saben lo que es vivir sin amar lo que les rodea. Y, por tanto, ya que allá nos sentimos como en casa, no hay más que hablar.

Uno siempre volverá a la lumbre de su hogar. Y siempre la añorará.

(Foto: el Hermitaño)

21 de octubre de 2009

Tela, araña y hogar



La construye cada noche y acaba por destruirla a cada amanecer, pero en ocasiones la mantiene hasta el día siguiente. Es gigantesca; más de un metro y medio de diámetro. Y resistente. Y bella. Después de la cena uno puede ver a su creadora, enfrascada, dedicada, concentrada, edificándola sin descanso, hasta convertirse en una red repleta de círculos concéntricos, terminando en un nódulo central. Ella se mueve, ágil, entre los hilos de su hogar; veloz, letal, maravillosa. Es negra, de abdomen hinchado y patas largas. Su tela orgánica ondula al viento, y aguarda la llegada de los siniestros invasores de la noche.

Previamente a saber de su presencia diaria, en el patio trasero de mi propio hogar, salí, como casi siempre al oscurecerse el mundo, a contemplar astros errantes y puntos de luz esparcidos por allá arriba. Era noche sombría del alma, serena, profunda e interminable; recorrí unos metros mirando hacia arriba, absorto, perdido y bienhallado cuando -como aquel Tales de Mileto, que al no ver por dónde pisaba cayó a un pozo mientras pensaba en los misterios cósmicos- noté en mi rostro esa forma fibrosa y pegajosa de tela arácnida. Y, al instante, sentí que su ocupante impactaba también contra mis napias, percibiendo yo como un siseo de patas y una rápida huida del, con total seguridad, asustado e inquieto ser de ocho patas.

Lamenté, más que mi propio sobresalto (nunca un insecto similar había deambulado por los surcos de mi jeta...), la molestia que había ocasionado a la pobre con mi entrada súbita en sus dominios, así como la rotura de su bien elaborada creación concéntrica, que quedó destruida, descansando hecha jirones sobre mi mesa de ping-pong. Cuánto trabajo despedazado en un instante, cuánto empeño reducido a la nada por no ser consciente de lo que me rodeaba más acá que lo que brillaba por allá, a lo lejos y anterior a mi propia vida...

Esta noche, si tormentas y largiruchos solitarios lo consienten, esa magnífica esfera de trabajo, dedicación y perseverancia, ese fruto delicado y precioso nacido de una pequeña criatura apenas visible volverá a aparecer, llenando el aire con una figura redonda, destinada a atrapar imprudentes organismos voladores. Es el reino de lo etéreo, de lo suspendido, como levitando, a pesar de la gravedad.

La araña espera la muerte, y la vida. La tela encierra, de igual forma, la vida y la muerte. Todo hogar, y todo ser humano, comprende lo mismo. Nunca mueras sin saber lo que es vivir, ni nunca vivas sin saber también qué es la muerte: "la vida es un largo pasillo, y la muerte sólo una de sus puertas".

Hasta la noche, amiga mía.

(Foto: el Hermitaño)

13 de octubre de 2009

"Northern Exposure" (Doctor en Alaska): episodio 3x09, "Despierta"





Hay una línea muy delgada entre lo racional y la magia. Muchos estudiosos medievales eran (lo que hoy denominaríamos) científicos y, al mismo tiempo, alquímicos, magos y astrólogos. No entendían, excepto en los casos de obvia charlatanería, que hubiese contradicción en entender de ambas formas al mismo tiempo el Cosmos. Y, de hecho, no la hay. Una, la científica, es meridianamente evidente, respira a través de la materia y los hechos y fenómenos y, por suerte, podemos utilizarla en nuestro propio beneficio y el de los demás. La otra requiere de más sutilezas, de una perspectiva del mundo y el ser humano que englobe más allá de lo palmario, lo transmitido por sentidos y revelado por métodos repetibles y accesibles. Pero está ahí, si así lo queremos. Está, igualmente, a nuestra disposición, y con ella se pueden alcanzar maravillas. Rechazar una u otra no hace más que limitarnos, vaciar el depósito de experiencias y cercenar lo que de humano aún poseemos.



Cuando Joel inicia sus estudios para obtener el título de médico internista y el de especialista en endocrinología, sus facultades, sus recursos, incluso su propia noción del mundo, descansa sobre lo racional. Cuando Chris y Steve (el físico-mago) hablan y meditan acerca de la realidad transmitida por la mecánica cuántica, se acercan más a la magia que a lo racional. Pero ellos dos navegan en aguas bífidas, científicas y fantásticas (aunque no por ello menos reales), mientras Joel no concibe lo que medra más allá de su parcela de existencia, desconoce, ignora o se muestra indiferente hacia aquella otra, igualmente presente pero inalcanzable para su sistema de entendimiento. La concibe como mera ficción, una alucinación, una ilusión sólo apta para mentes alejadas de lo innegable, lo concreto y auténtico.



Chris: "En fin, me parece que a medida que te introduces en la cebolla del átomo y te metes en partículas más pequeñas te das cuenta de que, realmente [y éste 'realmente' es clave...], ... no hay partículas en absoluto". Y, más tarde: "El edificio esencial de todo es la nada". A lo que Steve añade:"Todo es ilusión, es lo odioso de este asunto... ¿qué se supone que debes hacer con una información como ésa...?". Al mismo tiempo, Joel se pregunta acerca de sístoles, soplos, aortas, hipertrofias y demás. Lo cual no es malo, si no fuera porque acota ahí su realidad, su mundo, todo su ser.



Marca la diferencia entre ambos, desde luego, la consciencia, discernir que lo percibido, lo que hay y aquello con lo que soñamos, la realidad, toda ella, no está cerca ni lejos de nosotros, no duerme con la forma de un libro sobre corpúsculos en nuestra mesita de noche o con los fuegos fatuos o pócimas alquímicas. Nada es todo ello, y todo es esa misma nada. "Cuando pensamos en un mago, la imagen que nos viene a la mente es la de Merlín: una larga barba blanca, un sombrero de cucurucho, ¿no es así? Bueno, en una de las versiones de la leyenda del Rey Arturo, éste arquetípico mago se retira, se jubila del negocio de los conjuros. ¿Sus motivos? Lo racionalista domina, se acaba la era de la Magia. Bueno, el viejo Merlín debería haberse quedado porque esos mismos racionalistas intentando poner una cuerda alrededor de la realidad de repente se han encontrado en la psicodélica tierra de la Física, una tierra de quarks y neutrinos, un lugar que se niega a jugar bajo las reglas de Newton, un lugar que se niega a jugar bajo ninguna regla, un lugar más apropiado para los Merlines del mundo..."



Si hay posibilidad (y casi siempre la hay) deberíamos hacer vivir a esas dos imágenes de lo real en nuestro entendimiento y aprehensión del Cosmos y de nosotros mismos. Pero sin radicalizar nunca ambas; si acaso, dejar volar la imaginación algo más, pasar el tiempo en las tierras del hechizo y del velo ritual, o sea, el de la magia (¿liberación?, ¿catarsis?) mental. El mismo día a día emite y contagia demasiada racionalidad, lo cual es bueno, pero no suficiente. Si bien ella, la razón, también ofrece su dosis de fascinación y atractivo, porque nos permite penetrar en un mundo igualmente oculto, todo individuo se sostiene bien sobre dos piernas; no apoyemos siempre nuestro peso en sólo una de ellas.



Un mundo sin magia, y sin razón, es como un niño privado de infancia, o un animal que careciese de sus instintos. La vida precisa de tanta imaginación, de tanta fantasía y creación desinhibida como de una ligera correa, un cordel que anule, aunque muy (muy...) ligeramente, las voluptuosidades que nuestra mente es capaz de engendrar. Esto es algo que, finalmente, acaba descubriendo Joel, que abandona los libros, siquiera por un día, y se adentra en ese mundo desconocido para él hasta entonces, un universo de sensaciones, experiencias y actos tan (o más) humano que el suyo, y tan (¿o más?) real.



Aunque las revelaciones de lo racional nos indiquen un vacío, la realidad como un agujero sin sentido e ilusiorio, puede quedar un reducto de realidad, de verdadera realidad, que es el que importa, el que se halla más allá de nosotros, del tiempo y del espacio, de la ciencia y, sí, también más allá de la misma magia. "Si no hay nada de sustancia en el mundo, si el suelo que pisamos es un espejismo, si la realidad no lo es en sí misma, ¿qué nos queda, dónde colgamos el sombrero? [...] ¿Cuál es la cumbre de lo irracional, el código de barras de lo misterioso?... Exacto".



Es fácil de adivinar; son cuatro letras. Y son ellas, ésas cuatro letras, las que abren y cierran nuestras vidas. Nada más cuenta, nada más existe, nada más es real. O, mejor, todo responde a ellas cuatro. Ellas, sí, lo son todo.

7 de octubre de 2009

Mira...



Todo está allá arriba... y junto a ti.

No tienes que ir a ninguna parte. Tampoco prepararte con instrumentos, mapas, sillas y demás. Sólo una sencilla mirada, y echas atrás el espacio, y con él, el tiempo. Retornas a un pasado lejano, como lo son todos los pasados, aunque este lo es tanto que quizá rememores tiempos cuando ni tú ni la tierra que pisas existía.

Se hace de noche, vierte el horizonte los últimos rayos de luz. Aprovecha; ahora es el momento. Juguetones cirros se escapan, como a cámara lenta, del influjo de los vientos. Comienza a dominar la oscuridad, y se desperezan astros titilantes en lo alto. Un avión se suma a la fiesta, pero sus luces son desvaídas, vulgares; ignóralas, porque ahora ya sabes dónde están las tuyas.

La parra bate sus hojas al son de la danza cósmica. La araña teje su tela, compuesta por miles de capas concéntricas, mientras por encima de ella brilla el Cisne, y la Zorra parece querer perseguirlo. Se abren las flores del extraño cactus, amarillas y luminosas; saludan a Hércules, que ondula a eones de tiempo de distancia. Un par de gatitos recién nacidos, aún torpes en el andar, se acicalan mutuamente en el instante en que una mano ignorada toca la Lira y unos ojos, nunca vistos, divisan en el horizonte negro como el carbón los movimientos de un Pegaso blanquísimo y eterno.

Oyes ruidos de motores, pero no son nada. Oyes risas de gentes amontonadas y divirtiéndose, a su manera; tampoco son lo que tú eres. Abres la palma de la mano y cubres cinco estrellas; mil galaxias, un tapiz de espacio-tiempo infinito, quién sabe si otros cosmos enteros. Navegas por el espacio, te tomas un vasito de ron al son de las estrellas, y brindas, como siempre haces, levantando el vidrio transparente a la salud de esas almas que resplandecen jóvenes por mucho que los siglos avancen.

¿Te arrepientes? ¿Dudas? No, amiga mía. Éste es tu camino. Pierdes algo, mientras lo recorres; es ley de existencia. Pero vuelve a echar un vistazo, y dime si aquellos otros, los demás, no pierden a su vez esto que tu ahora disfrutas. Y mucho más, aún. Un sendero propio es el camino más difícil de recorrer. Y aunque no lo percibas así, también el más valioso; los peces muertos no sólo siguen la corriente, sino que además no saben que lo hacen, ni hacia dónde se dirigen.

Las luciérnagas estelares te dan fuerzas. Una momentánea luz se abre paso en el tejido atezado, como guiñándote un ojo sobrenatural, divino. Como si te dijera: "Sigue así". Reconforta saber que, aunque carezcas de alientos terrenales, o de pretendientes mundanos, al menos el Universo te ve en la buena vía. Amiga, nunca estarás sola. Ponte las botas, sé valiente y echa a andar. El paso siguiente puede traerte la gloria. Si es que no la posees ya.

Todo está allá arriba... y junto a ti.

(Foto: el Hermitaño)

30 de septiembre de 2009

'Mientras agonizo', de William Faulkner



Si El oso, novela corta de Faulkner, me produjo –sólo en un primer momento– una sensación de confusión, como de obra carente de fin concreto y narrada por el mero arte del escribir (propósito loable, de todos modos), sin más pretensión que describir hechos mundanos y ordinarios (literariamente, eso sí, muy lejos de la ordinariez), Mientras agonizo es una obra maestra de factura impecable: dura, ruda (como la vida en la América sureña), jocosa, manifiestamente patética y de tintes sarcásticos, abre la descripción de un universo de vivencias también terrenales, aunque enriquecido con profundidades metafísicas y ontológicas de una calidad insuperable y otorgando al lector mil sentimientos y vibraciones distintas ante unos personajes cuyas particularidades nos dejan atónitos, irritados o, tan sólo, maravillados.

La obra narra la historia de la familia Bundren, que se desplazan en carreta llevando consigo el ataúd de su (¿amada?) madre desde su hogar montañoso hasta las llanuras, para que descanse junto a sus antepasados. Es una promesa que Anse, el padre, hizo a su esposa Addie, de modo que instala a sus cinco hijos (Cash, Darl, Jewel, Dewey Dell y Vardaman) en el frágil carruaje y deciden cruzar los dieciséis kilómetros que les separan de su destino. Durante el trayecto son los mismos protagonistas, tanto los citados como otros secundarios, quienes, a través de diálogos interiores (técnica llamada flujo de conciencia), van desarrollando sus impresiones y experiencias, y así es como llegamos a conocerlos; incluso la misma muerta nos ofrece sus sentimientos, como si pudiera hablarnos desde más allá de la tumba... La finalidad es, desde luego, no dejar cerrada la puerta que separa el mundo de los difuntos con el nuestro, porque tal puerta puede estar abierta más veces de las que suponemos...

El viaje es en cierta forma, para todos ellos, un medio de purgar demonios, solucionar entuertos, lavar conciencias, hacer realidad sueños, manifestar grandeza personal, evidenciar que los niños ya no lo son o, hasta para la misma muerta, una forma de fastidiar a su marido y a sus retoños: Vardaman persigue un tren de juguete; Dewey Dell trata de abortar sin que nadie se entere; Jewel quiere alcanzar la independencia y emancipación una vez inanimada su protectora; Cash quiere aportar un trabajo de carpintería bien hecho; Anse tratará de cumplir su promesa, y de paso conseguir una nueva dentadura (y otra nueva... ), mientras que Darl, quien me parece (por analogía personal) casi como el protagonista real de toda la historia, aprovecha el viaje para descubrir quien en verdad es (un excluido dentro de su familia, con sensibilidad extrema y lucidez ante la vacuidad de los actos de sus parientes, un paria destinado a la fatalidad y a la distancia).

Los Bundren muestran comportamientos que extrañan: siempre hablan de autonomía, de valerse por sí mismos, rehúsan la ayuda ajena y se enorgullecen de ello, pero a cada paso necesitan dicha ayuda, que en ocasiones les salva de su destrucción. Son humanos, ni más ni menos; aquí no hay descripción de héroes, sino de hechos, de deseos que entrañan igual hazañas, pero no por su excelencia, sino porque sus protagonistas son testarudos, cabezotas, y no ceden ante las dificultades que el mundo les presenta. Pero, por ser humanos, también les corroe la vena maligna, y están preparados para erradicar de raíz cualquier impedimento o atadura que les prive de su éxito, o de su unidad familiar. Darl, en un arranque final próximo a la locura, amenaza con evitar la conquista del propósito, y además, irrumpe como el imprevisible, como el raro, el que sabiendo, quiere hacer saber a los demás. Su personaje, de carácter místico y ontológicamente superior, se desprende de las ataduras familiares y asciende hacia el reino de la clarividencia; debe ser sacrificado, debe ser despojado de su libertad y su acción por el bien de la casta de los Bundren.

La rutina, la vacuidad, el paso del tiempo, el dolor, la infinitud de la muerte y la finitud de la vida, la soledad, el desengaño, la familia... Faulkner retrata a esas gentes del sur americano, agrestes, bastas y miserables, pero tan humanas como cualesquiera otras, y les dota de voz perenne. Al final, una última frase, que conmociona, que delata, quizá, lo que siempre ha vivido en el corazón de la familia Bundren, como diciendo; “una vez hecho el trabajo, consumado el compromiso, pasemos a otra cosa”.

Un sentimiento llano, genuino, un guiño a la vida, a vivirla y a hacerla presente. El pasado, la muerte, el olvido, ya no cuentan. El ser es presente. Lo que no viva ya, habrá que desecharlo, y silenciarlo. Esa última frase, cínica, sí, pero de una sinceridad total tras la hipocresía que el ayer había obligado a sufrir, extiende un universo de posibilidades; tal vez un cambio, una purga moral, un comienzo basado en otros principios. O, tal vez, una mera prolongación de lo vivido, con otros ropajes pero bajo ellos, la misma carne.

Faulkner escribió la última frase de esta novela unas siete semanas después de la primera. En apenas dos meses compuso el murmullo de la vida simple, preñada de ambivalencias y contradicciones, que describe todo el mundo que nos rodea. La reflexión sobre ella, sobre qué significa vivir y estar vivo, la filosofía que en verdad cuenta, engarzada y como oculta, destila en sus páginas a poco que sepamos desbrozarlas.

Cómo es posible tamaña profundidad en tan escueto discurso es, desde luego, el gran misterio de la escritura. Quién no aspire alguna vez a lograrlo, que no coja nunca una pluma; porque ahí radica la estrella de la genialidad artística, la culminación de su pasión y el fin que mueve a hilar palabras, encadenadas hábilmente, en busca de la perfección.

20 de septiembre de 2009

La pureza está en la cumbre (subida al Montdúver)

Fue ayer uno de esos días en los que la luz y el color (redundancia tonta, dado que la primera abarca la totalidad del segundo...) se abrazan y componen en una atmósfera de transparencia total, azules virginales y visibilidad sin límites. Uno de esos días que abruman tanto por su belleza que, si permaneces oculto en tu casa, a gusto pero sin participar y palpar lo sublime del entorno, te sientes disgustado, enojado contigo mismo por no aprovechar la ocasión, el repertorio de formas, tonos y luminosidades que el mundo natural ofrece.



La Drova

Así que abandoné la gruta, puse manos al volante y espíritu en la imagen del pico, de la cima, y partí. Temía hallar, allá arriba, una cierta masificación, dado el momento (sábado matinal) y el ambiente, plácido para las caminatas y el disfrute de la vista. Pero no. Al contrario; un universo repleto de perspectivas, de sensaciones y gozos, experimentables tan sólo en la cumbre, en esa cumbre, ciudadela desde la que divisar (y divisarse) todo y a todos, y sin embargo, yo era el único que sacaba partido de ello. Excepto el vigilante, refugiado en su caseta de observación, nada ni nadie más. Triste hecho; incluso me apenó, la vacuidad del lugar. Demasiada grandeza para la satisfacción de una alma exclusiva y solitaria...



Tossal de la Caldereta, Pla de Lloret, Circ de la Safor

La subida fue agradable, rodeado como estaba de picos, serranías, caminos rurales, bosques de pinos, así como gracias a la compañía de abejas, con sus danzas oscilantes, y el sonoro frotamiento de las partes traseras de grillos, que amenizaban el ascenso. Al igual que ellos, buscando pareja en la maraña de flora arbustiva, yo también ansiaba la vista de una ninfa perdida por la floresta; mas no acudió ninguna exhuberante náyade surgida de los riachuelos o los brotes de agua. O yo no la vi, quién sabe...



Les Foies, Serra de les Agulles, Serra del Cavall

Lo espléndido del Montdúver es su panorámica amplitud, su visión magnífica, a 360º, de sierras, poblaciones, playas y llanos que nutren y perfilan el rostro de las comarcas centrales valencianas. Es un faro desde el que poder admirar València, que aparece al norte como una mancha blanca (ver imagen siguiente), hasta Dénia, al sur. Casi un centenar de kilómetros, de cabo a cabo. Y, si el tiempo es sereno en la horizontal, puede vislumbrarse igualmente la isla de Ibiza. Entremedias, sierras como las de la Safor, el Benicadell, etc.



Cullera y la Platja de Tavernes de la Valldigna. Muy al fondo, a la izquierda, aparece València

Dirigiendo la vista al este aparecen las playas. Cuando los edificios ceden su paso, lo que sucede en muy contados lugares, se abre la contemplación del litoral, con una fina línea dorada extendida a todo lo largo del espacio costero. Más allá se derrama el azul, tan profundo como el situado sobre él, del Mediterráneo. Desde la atalaya picuda, no sé cuál de los dos resulta más atrayente, si el ondulado y líquido, o el firme y etéreo.



Pic del Montdúver (843 m.)

La cumbre está deteriorada y mancillada por innumerables antenas y postes de telefonía y televisión, ruidosos generadores y, de noche, luces para la navegación, necesarias pero terriblemente molestas. Por suerte, un pequeño sendero supera la cima y continúa unos metros más hacia adelante, dejando atrás el deterioro de aquella y proporcionando el acceso a bloques rocosos que, a modo de pantallas, bloquean el avance sonoro de los retumbantes artefactos instalados. Desde allí tomé las tres imágenes que muestro a continuación, la primera hacia el sur, la segunda hacia el oeste, y la tercera hacia el este.



Platja de Gandía, Gandía y, al fondo, Montgó de Dénia



Serra Falconera (izq.), Marxuquera Alta y Plà de Lloret (centro) y Serra de la Safor (fondo)



Platja de Xeraco y Xeraco (izq.), Xeresa (centro) y Platja de Gandía (dcha.). Entre ambas playas, un edén aún sin urbanizar, la última zona prístina, ajena al ladrillo y al ruido, que permanece en estas latitudes.

Después de dar cuenta de mi frugal refrigerio (compuesto por unas empanadas y un plátano) dejé reposar el cuerpo y eché un vistazo, uno más entre miles, hacia esa infinidad verde, marrón y negra. Luego, hacia la lejana agua indómita, y más tarde, hacia arriba, el universo azul, limpio, puro e inocente, como nosotros nada más nacer. Lo repetiré hasta mi muerte, lo escribiré hasta caer rendido, y lo proclamaré hasta el agotamiento: mar, montañas y firmamento. Añadamos una (o dos, como mucho) personas a nuestro lado, un escueto lecho, y algunos papeles y víveres básicos. Y a vivir, que son dos días, y dos días muy cortos.

Bajé, volví a la gruta, y me imbuí en el espíritu casero. Me calcé mis alpargatas, saludé al Montdúver desde la distancia, y seguí soñando. Abrí un libro, acaricié a mi gata (que hace una semana parió a sus tres retoños bajo la lluvia, felinos preciosos y abiertos a toda una vida de goces y pesares), y me enfrasqué en la lectura. Pero, en ocasiones, levantaba la vista del papiro y lo dirigía hacia arriba, hacia aquel puntiagudo apéndice de la tierra. Vivo por él, y por los demás que hay allende sus límites. Soy un hombre de cumbres, aunque el camino hasta ellas sea, igualmente, lo mejor de toda aventura.

Allá arriba no hay sino vida. Mayúscula, hercúlea, magna. Adiós al plano. Yo seguiré en las alturas.

(Foto: el Hermitaño)

15 de septiembre de 2009

Crepúsculo y amanecer



Se acabó. Terminó la agonía. Vivo de nuevo. Vuelvo a mirar el cielo, a perseguir a mi gata, a charlar con los amigos, cercanos o distantes, a pensar en el hoy y el más allá, y a sentir lo que me rodea y ser aquello por lo que nací. Yo no sé ser otro, no puedo entrar en el juego del deber, del honrado currante de ocho a tres. No es mi mundo, nunca lo ha sido ni lo será. Yo sirvo para poco; sólo me importan las estrellas, los confidentes y esos surcos en la tierra, que llevan a no sé dónde ni hacia quién. Si alguien me quiere acompañar, adelante. Brindo mi brazo, mi bota de vino y mi techo a quien así lo desee; si no, pues a seguir viviendo, tan lleno de vida como de soledad, tan a gusto con el mundo como un recién nacido dentro del seno materno.

La música silenciosa acompaña mi andar; ahora regreso al hogar, a la ansiada libertad, tras tres meses de encierro y mutismo que sólo ha logrado aumentar mis arcas de sucios y manoseados billetes y, por el contrario, me ha llevado a disminuir mi expresión, mi soltura literaria y mi alma aventurera hasta reducirla a un jirón de deseos inconexos y sueños aún vaporosos. Por suerte, aún vivimos, ella, y yo.

Ya lo sabéis, supongo: si queréis estar vivos, dejad de trabajar. Si queréis oler el aire, escuchar el humo subir, percibir los movimientos de criaturas ancestrales, saborear la tierran húmeda en otoño y abriros ante el mayor espectáculo cósmico posible, hay que abandonar todo trabajo inútil, todo aquel que no sintamos como humano (hay alguno que, hoy en día, aún lo sea..., me pregunto). Los pájaros nunca han conocido el trabajo, y sin embargo, siempre hallan algo que llevarse al pico, para ellos y sus retoños. ¿Plantas, siembran, y recolectan? En absoluto, pero viven, y gozan de ello. Salvemos las distancias, sí, pero tomemos su ejemplo; un pajar dentro de una farola, unos gusanos e insectos para la noche, y ojos y mentes recién nacidas, ávidas por ser enseñadas e iluminadas.

Dijo una vez Santo Tomás de Aquino que a él le interesaba únicamente Dios y el alma. "¿Nada más?", le preguntaron. "Nada más en absoluto", respondió. A mí me interesa únicamente la vida y cómo vivirla sin trabajo que no sea el de la propia vida, es decir, el que te hace vivir y sentirte como tal. Y nada más en absoluto. Lo demás, en verdad, no vale nada. Porque, sin ello, ¿qué soy? Un frágil harapo a merced del viento social, un escuálido esqueleto sin ropajes, sin piel y sin carne. Sin mí mismo, sin mi tiempo para "ser en mí", sin mi privilegiada condición de bohemio, andariego y vagante, ¿qué me quedaría? Tal vez mucho, pero vaciado de sentido.

Habrá que seguir como hasta ahora, bregando por sobrevivir tras cien días de martirio emocional; o meditar una retirada a un monasterio. La opción no parece desagradarme. Allí reina el silencio, vagabundean los gatos y se piensa y se siente la vida por sí misma, sin aditivos ni condimentos falsos o artificiales. Quizá valga la pena una cura de reposo espiritual, tras los desmayos seculares y agobios mundanos. Quizá haya, allí, pese a su atmósfera de sacralidad, dogmas y oraciones, más dignidad y pureza de la que jamás hollaremos en las frías calles.

Pero, antes de la purga y la catarsis, deben llegar los tiempos de los pecados. De la insensatez, la locura y los desmanes. De hacer algo malo, algo que muchos no comprenden ni conciben, para sentir que todavía no has muerto, como narraba aquel locutor melenudo y bienhallado. La idea nació al iniciarse la década; en años anteriores faltaba lo imprescindible para hacerla realidad. Ahora no. Y ha llegado el momento. En breve, hoy o mañana, el motor arrancará. Estad preparados.

(Foto: elHermitaño)