Así es, en efecto, los católicos ya tienen su nuevo símbolo... al menos durante unos cuántos años más. Porque joven, lo que se llama joven, no es el nuevo Papa. Seguramente no será más que un parche temporal hasta la llegada del verdadero Papa del siglo XXI.
Pero, ¿y a mí qué me importa el Papa, la Iglesia o Satanás, qué gano o pierdo yo o de qué manera me afecta la elección del sujeto este? Realmente, para los que no somos católicos, ni cristianos, ni de ninguna religión en absoluto (aunque sí nos interesen cuestiones espirituales, no hay ninguna contradicción en ello), ver a uno o a otro desde su ventana repartiendo bendiciones, con los ademas de sus callosas manos, mientras recita el sermón de turno, es algo que nos la trae floja, pero floja a más no poder.
Y ello es así, entre otros motivos y al menos en mi caso, porque soy consciente del enorme poder e influencia de la Iglesia, de su gigantesca capacidad de acción y decisión, de las muchas maneras que puede intervenir en el devenir del mundo, ya sea política o socialmente, y de la escasa, o más bien nula, voluntad que desde los aledaños del Vaticano impulsa a Papas, obispos y demás fauna a emprender las supuestas acciones en favor de la Humanidad que, a priori, deberían constituir la razón de ser de la propia Iglesia. No hay ningún interés en solucionar conflictos, mediar entre tensiones, salvar vidas humanas, mover conciencias (no hacia sus credos, sino hacia la libertad y la paz) y, en general, estimular a las gentes del mundo hacia una existencia más digna, ofreciendo su ayuda.
Con todo el arsenal de recursos que la Iglesia posee, ello debería ser una de sus fuerzas fundamentales, pero al parecer es suficiente con unos cuántos misioneros aquí (a los cuales hay que agradecer infinitamente su labor incansable, por otra parte), unos pocos solidarios allá y las labores de tantos otros voluntarios. ¿Eso es todo, no se puede hacer nada más?
Claro que tampoco hay que ceder esas responsabilidades a la Iglesia únicamente. Los mismos estados están en mejor posesión que nadie para intentar solucionar todas las dificultades de sus pueblos. De ello hablaremos, seguramente, en otra ocasión. Pero ya que la Iglesia contempla un aparato logístico y, sobretodo, económico, tan gigantesco, siempre me ha fastidiado ver a los grandes obispos y Papas rodeados de lujos y comodidades terrenales, en el colmo de la hipocresía (¿no se insta generalmente a los fieles a alejarse de lo material y a entrar en armonía con Dios? ¿qué hacen pues, los grandes señores de la Iglesia con tanto oro a su alrededor?), mientras sus adeptos, en todo el mundo y en cualquier rincón, adolecen de sus más principales necesidades.
Supongo que será indiferente un Papa u otro. Y tal vez sea demasiado ingenuo, porque si la Iglesia lleva cientos de años (miles, de hecho) sin interesarse de verdad por la vida y el bienestar de los suyos, ¿por qué habría de ser diferente mañana?
Lo dicho, me importa un pepino quién lleve la cruz, quién salga en los telediarios con su costosa vestimenta, quién bendiga a sus fieles, quién lea los sermones el miercóles de cada semana (¿o era el martes...?), o quién aparezca en nombre de la Iglesia. Y no me importa porque los grandes problemas del mundo, los que realmente merecen tantas horas de televisión y tantos espacios especiales, seguirán siendo ignorados, sea quién sea el líder de la Iglesia.
Y eso es muy triste.
2 comentarios:
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