19 de marzo de 2006

Anhelos de viajes estelares (I)

De pequeño me entusiasmaba la idea de que viviría, aunque fuese en la vejez, en un mundo en el que la tecnología habría dado forma a las más diversas máquinas, herramientas e instrumentos, todos ellos inimaginables sólo unas décadas antes, que su utilización en nuestros quehaceres domésticos sería una realidad, y que las grandes distancias en la Tierra se cubrirían en un abrir y cerrar de ojos; por supuesto, soñaba con que habríamos colonizado otros planetas, instalado grandes estaciones espaciales en torno a ellos y que habríamos conseguido obtener toda clase de información y conocimiento acerca del Universo.

También imaginaba, en un alarde de prudente optimismo, que habríamos hecho los primeros viajes hacia otras estrellas, aunque sólo las más próximas, porque las demás aún estarían demasiado lejos para nuestra tecnología interestelar incipiente. De todo ello, sólo lo primero ha sucedido.

De esto se deduce que estaba gravemente influenciado por las visiones de típicas películas espaciales, cuentos y relatos que hablaban de humanos y androides surcando el vacío entre las estrellas y por la seguridad, tal vez ingenua, de que los rápidos y extraordinarios avances de nuestra especie en materia de la exploración del espacio tendrían una continuidad. No en vano en 1957 habíamos lanzado el primer ingenio más allá de nuestra atmósfera, y en unos pocos años más habíamos iniciado el reconocimiento de otros planetas como Marte y Venus. Hacia 1969, sólo una década antes de mi nacimiento, el ser humano había hollado por ver primera otro mundo, la Luna. Era, pues, lógico suponer que de seguir esa evolución a primeros de siglo ya dispondríamos de viajes a Júpiter, o a los límites mismos del Sistema Solar, por poca cantidad de dinero.

Sin embargo, la realidad se nos ha mostrado muy distinta a dichos deseos. Es cierto que hemos continuado la labor de investigación y exploración abierta por el Sputnik hace ahora casi medio siglo, y es cierto también que ha habido un sorprendente avance tecnológico que nos ha permitido explorar con sondas automáticas hasta los más recónditos rincones de nuestro entorno solar pero seguimos, desde un punto de vista objetivo, anclados a la Tierra. Sólo unas pocas personas salen cada año de ella, hasta la atmósfera externa, pero vuelven rápidamente, asombrados de la oscuridad y la aparente indiferencia del cosmos ante su presencia.

No es un lugar agradable el vacío espacial, es frío e insensible, sereno pero demasiado vasto para ser apreciado en toda su enormidad. Los seres humanos aún no nos hemos acostumbrado a él, necesitamos el afecto de la Tierra, nuestra madre. Y, por lo que parece, así seguirá siendo en el futuro próximo.

Las conquistas espaciales derivadas de la exploración de otros planetas, lunas, asteroides y cometas han sido muy satisfactorias para nuestra especie. Conocemos hoy el Cosmos mucho mejor que hace un año y continuamente somos bombardeados por ingentes cantidades de datos e información sobre los cuerpos que forman nuestro sistema solar y más allá. Es un triunfo impresionante del colectivo humano en pos de un mejor conocimiento del Universo, y el futuro nos depara sorpresas insospechadas, nuevos retos y enigmas que explicar y otros mundos que descubrir y estudiar.Pero esta complacencia ante los logros de la tecnología y el intelecto no nos deben bastar. La capacidad del ser humano para decidir, su decisivo talento, la facultad de amoldarse a las circunstancias, el hecho de poder saber qué hacer en un momento dado sin necesidad de ayuda externa, todo esto está más allá, al menos en comparación con la capacidad humana, de lo que compete a los ingenios espaciales.

Por ejemplo, en la actualidad hay dos robots exploradores en Marte, llamados Spirit y Opportunity, de la NASA, que desde principios de 2004 están analizado rocas y materiales superficiales para una mejor comprensión de los procesos que la han modelado y, si acaso, de la vida existente en ella. Hace por un tanto un año y medio que estos robots caminan lentamente por los terrenos marcianos, y aunque nos han aportado muchas fotografías y datos de enorme importancia, ¿qué habría podido conseguir un par de geólogos durante ese mismo tiempo? ¿Cuántos descubrimientos y cuántos hechos, no sólo posibilidades, habríamos conocido en un año y medio? No se trata de dudar de la viabilidad de este tipo de misiones, en absoluto, todo lo contrario; sin ellas no conoceríamos apenas nada de ningún cuerpo del sistema solar. Pero es obvio que un ser humano está dotado de innumerables recursos de los que carece un robot como el Spirit. Aunque éste sea una prolongación de los sentidos de sus creador y controladores situados en Tierra, la presencia de un científico en el lugar de los hechos es incomparablemente más ventajosa y fructífera.

Entonces, ¿por qué no vamos a Marte, no los robots de cuatro patas sino nosotros mismos? Resulta una odisea muy compleja llegar incluso hasta el más cercano de los planetas. En primer lugar está la necesidad de este tipo de viajes. Hay quien opina que los riesgos que correrían los astronautas en un viaje a Marte son innecesarios, y que con sondas automáticas y róvers de exploración superficial es suficiente. Ésa no es mi opinión, como acabo de comentar, pero hay que reconocer la existencia de dichos riesgos. Por ejemplo, las fuentes de energía necesaria para proveer a los astronautas de todo lo necesario para sus tareas y trabajos; el tipo de nave más adecuada, capaz de producir gravedad por sí misma (tal vez mediante su propia rotación); un escudo fiable contra la radiación solar y cósmica; la exigencia de astronautas con un carácter y psicología que permitiera a estos pasar dos años en el espacio sin problemas de soledad o de aislamiento (obviamente facilitado por la presencia de otros compañeros), etc.

Y esto responde únicamente a un viaje interplanetario hasta el mundo importante más próximo. Tales dificultades no son en absoluto un óbice para declinar la viabilidad de estos trayectos entre planetas, pero sí lo son para cuerpos más lejanos. Si un viaje de ida y vuelta a Marte tiene una duración prevista de un par de años, estando el objetivo a sólo unas decenas de millones de kilómetros, es fácil imaginar los obstáculos a salvar ante un viaje varias veces más prolongado, en tiempo y en espacio. Estaríamos hablando, por tanto, de que un viaje a Júpiter, por ejemplo, consumiría no menos de diez años, y posiblemente fueran necesarios algunos más.

¿Vale la pena enviar a personas a tales odiseas, con los peligros para su integridad física y mental, con el único beneficio de una mejor comprensión del sistema solar? ¿No será esto una peligrosa muestra de la arrogancia humana, que se cree capaz de superar todas las barreras únicamente porque ha salvado todas las anteriores? ¿No es acaso la recompensa demasiado banal, a un nivel humano, como para arriesgar tanto?Los desafíos que se nos presentan antes de que estos viajes a los otros planetas sean una realidad son numerosos. Hace unos meses, el presidente de EE.UU. George Bush, declaró que el hombre iría a Marte hacia 2020. ¿Simple propaganda electoral? Muy posiblemente, porque aún no están resueltas las complicaciones técnicas y humanas que implica un viaje de esas características. Si hay garantía de que existe una fuente de energía razonable, un módulo cómodo, equipado y protegido ante las inclemencias del espacio exterior, una buena compenetración entre los astronautas seleccionados, y un verdadero impulso económico que permita investigar y desarrollar nuevas tecnologías espaciales, entonces estaremos en la senda que nos llevará a Marte; mientras, pese a lo que digan dirigentes del más alto nivel, ello sólo será un sueño. No se necesitan palabras, sino hechos.

Pero concedamos a la humanidad la licencia de suponer que todas las dificultades anejas a la exploración de los otros planetas del sistema solar por el hombre y la mujer sean superadas en los próximos años y décadas. Imaginemos, aunque sea imaginar mucho, que los viajes a Marte se tornan casi cotidianos, y que los mundos más exteriores también son visitados y estudiados con regularidad, hasta que los seres humanos nos convertimos en los verdaderos soberanos de la familia del Sol. ¿Iríamos más allá, sentiríamos el impulso de marchar hacia las estrellas, de iniciar la época humana de exploración interestelar?

El ansia de curiosidad de nuestra especie conoce pocos límites. Sabemos que estos límites vienen impuestos por la tecnología, no directamente por nuestros deseos. ¿Podemos esperar en el futuro lejano, tal vez dentro de tres o cuatro siglos, una tecnología lo suficientemente desarrollada como para que un trayecto a las estrellas de ida y vuelta no consuma más que unos pocos años? Hoy en día esto parece casi descabellado; la visión relativista no concede demasiado margen a los viajes interestelares. Para ir incluso a la estrella más próxima, Proxima Centauri, situada a poco más de 4 años luz, tardaríamos precisamente cuatro años... pero yendo a la velocidad de la luz. La velocidad de crucero más alta que un ingenio humano a conseguido corresponde a las sondas Voyager, que han alcanzado los 172.000 kilómetros por hora. Parece mucho, pero es 6.300 veces menor que la de la luz. A esa velocidad, por tanto, suponiendo que pudiésemos construir una nave de cierto tamaño que albergase a los astronautas, tardaríamos más de 24.000 años en llegar a Proxima Centauri. Para aproximarnos a la velocidad de la luz, cada vez es necesario consumir más y más energía, y hoy en día no vislumbramos por ningún sitio de dónde podremos obtenerla.

Pero dado que este es un artículo en el que otorgamos a la especie humana la capacidad de salvar todos los retos tecnológicos a los que haga frente, vamos a suponer de nuevo que superamos el siguiente escalón de dificultades (este, objetivamente, muchísimo más complicado que el precedente). Es decir, imaginemos que podemos viajar a las estrellas con naves seguras y rápidas, que alcanzamos Proxima Centauri en unos pocos meses, o incluso en días (mecanismos para ello, más o menos esperanzadores, han sido propuestos a docenas por los escritores de ciencia-ficción), y que estrenamos la cualidad humana de entrar directamente y por vez primera en el cosmos más allá de nuestra parcela solar. ¿Qué nos depararía todo ello?.

4 comentarios:

francisco m. ortega dijo...

Mejor que nos quedemos donde estamos no vaya a ser que también echemos a perder otros mundos. Aunque para mi tranquilidad no pienso que el ser humano alcance tecnología suficiente ni para viajar fuera del sistema solar.

elHermitaño dijo...

Bueno, está bien que haya quien tenga la visión pesimista del tema... :).

Sobre tu primera oración: ya hemos echado a perder (en una pequeña parte) algunos mundos; en la Luna se dejaron un montón de obsequios humanos (fotos, pelotas de golf y tonterías así), y en la superficie de Venus y Marte hay los restos de sondas que fueron a estudiarlos y que ahora siguen allí, oxidadas e inútiles. Es el precio de la exploración espacial.

Y sobre la segunda oración: quién sabe, tal vez tengas razón y los humanos no desarrollemos jamás la tecnología necesaria para ir a las estrellas. Pero tal vez vengan de fuera a proporcionárnosla... ;).

Es algo que se sabrá con el paso del tiempo, quizá dentro de unos cuántos centenares de años, si no nos borramos antes de los mapas estelares.

Un saludo y gracias por el comentario.

Anónimo dijo...

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