26 de febrero de 2007

Sobre la pregunta de si existe un Dios

«Alguien preguntó al señor K. si existía un dios. El señor K. respondió: "Te aconsejo que reflexiones si tu comportamiento cambiaría según la respuesta a esa pregunta. De no cambiar, podemos abandonar la pregunta. Si cambia, yo podría al menos ofrecerte alguna ayuda diciéndote que ya te has decidido: tú necesitas un dios"».

Bertolt Brecht, Historias del señor Keuner.

24 de febrero de 2007

Vidas esclavizadas



Es sorprendente lo que llega a ser capaz la gente por mantener su nivel de vida. No les importa en absoluto la propia vida, cómo vivirla o qué hacer con ella, con tal de poder preservar su boyante economía.

Porque, hoy, lo que semeja vida no es más que una carrera desenfrenada e incoherente hacia un bienestar material mayor: compramos de todo, que no necesitamos, nos apuntamos a todo, que jamás aprovechamos, trabajamos sin parar, ansiosos por no ver desaparecer de nuestros bolsillos los billetes de nuestra devoción. Queremos mantener el nivel de vida, pero lo hacemos a costa de la propia vida.

Pienso en aquellas personas encerradas en fábricas, agobiadas por ruidos y hedores, aspirando serrín, trabajando ocho horas diarias en un ambiente de infierno (excepto por las ocasionales amistades que uno llega a trabar, en medio de un caos de desprecio y envidia). Pero también en ejecutivos, en funcionarios, en gentes corrientes de la calle, dispuestas a ahogar su existencia con su aspiración de una vida supérflua, económicamente productiva aunque humanamente deplorable, vaciadas de cualquier valor.

Yo preferiría vivir en la indigencia, yendo a la casa de la beneficiencia dos veces al día para tomar un plato de comida caliente, vestido con andrajos, ojeando los periódicos de la biblioteca y tomando el sol cada día mientras camino sin rumbo fijo, que esclavizarme por una vida que no quiero, por un trabajo que detesto, por unos conocidos a los que no deseo ver. Y ello no sería denigrante, no supondría agravio alguno; al contrario, entonces la vida estaría marcada por una dignidad total, la de vivir de acuerdo a una liberación diaria, en lugar de un constante devenir hacia la degradación que estamos viviendo.

Me sonrojo al ver a ciertos tipos con sus coches lujosos, con sus trajes bien planchados y tintados, y sus móviles de última generación, llenos de satisfacción por cómo viven. Pero su fachada no lleva a engaño: en realidad no viven, encadenados como están al yugo de una esclavitud invisible, sin nombre ni rostro, pero real.

La vida parece estar escapándosenos. La clave de todo el asunto radica en la conciencia por una existencia alejada de trivialidades materiales, al tiempo que estimulada gracias al trabajo, convertido en diversión. Si esto no es posible, cabría trabajar medio año completo, y el resto dedicarlo a nosotros mismos. Si esto tampoco es posible, podemos intentar vivir de otros, ayudando en lo que podamos. Y si todo esto falla, entonces el último recurso, no por ello menos humano, de la indigencia.

Por supuesto, muchos preferirán cualquier otra opción a esta última. En sus mentes es impensable verse como mendigos ante los ojos de los demás, claro, pero lo que parecen no advertir es que, de hecho, se están conviertiendo en mendigos de sus propias vidas. Dentro de poco los veremos pidiendo limosna, pero no para un bocadillo o una cerveza que les alivie el estómago o las penas, sino para el alma, para evitar perpetuar una vida desdichada y llena de fracaso.

Y ésa es una limosna mucho más dificil de conseguir que cuando arrojamos unas monedas a los pies de los mendigos. Los indigentes siempre hemos sido nosotros.

18 de febrero de 2007

Enamorado del Cosmos



Hay quienes aman a su pareja.
Hay quienes aman a su mascota.
Hay quienes aman a sus padres.
Hay quienes aman a sus amigos.
Hay quienes aman un equipo de fútbol.
Hay quienes aman a su país.
Hay quienes aman el futuro.
Hay quienes aman lo vivido.
Hay quienes aman un paisaje.
Hay quienes aman una sonrisa.

Yo no puedo decir que no ame también a todas esas cosas y muchas otras; pero el verdadero amor lo siento cuando miro hacia arriba, cuando contemplo de dónde provengo y la piel se eriza al saber que parte de mí mismo estuvo allí tiempo atrás, y que tras incontables eones allí volverá. Amo el Universo, lo amo en toda su extensión, material y espiritual. Lo curioso es que no recibiré jamás nada a cambio, porque el Universo es indiferente a nuestras pasiones. Sin embargo, quizá el amor no correspondido sea el único y verdadero amor que existe.

12 de febrero de 2007

Primavera de invierno



Resta aún más de un mes para la llegada de la siempre inspiradora primavera, pero parece hoy haberse anticipado, al brindarnos una jornada llena de calidez y cielos maravillosos.

Me resulta gracioso que mucha gente y muchos medios de comunicación relacionen directamente estos días singularmente calurosos en pleno invierno con el cambio climático. Es gracioso y bastante lamentable, porque la memoria siempre es corta: todos los años sucede algo similar, no hay más que echar la vista atrás y recordarlo. En mi caso, hojeando mi viejo diario he comprobado como casi siempre por estas fechas en el mediterráneo se dan días así, de altas temperaturas y viento seco. Sólo con echar mano de los archivos y las estadísticas uno puede comprobarlo por sí mismo, y aunque pueda ser verdad que un año sea especialmente caluroso, o especialmente lluvioso, a la larga esos extremos se compensan, y pasa siempre, más o menos, lo mismo.

En cualquier caso, hoy ha sido un día perfecto para pasear, quitándonos chaquetas y absorbiendo la especial energía del Sol, energía forjada en sus abrasadores interiores hace ya más de un millón de años, y que alcanza ahora la Tierra, poniendo en movimiento la maquinaria climática como lo ha ido haciendo desde el origen del mismo planeta. Y esa energía, combinada con los factores climáticos propios de la Tierra y las condiciones meteorológicas concretas sobre la Península Ibérica, nos han ofrecido una jornada radiante de luz y color, que semeja la llegada de la primavera, la estación que supone el vínculo eterno entre la muerte y la vida, el ocaso y el renacer.

Aún no estamos en primavera, es cierto, pero yo la siento ya en mi interior. Dejemos, para terminar, que unas palabras de Jack London sean las últimas hoy y antecedan el nacimiento de esa estación tan especial:

"Volvía el sol, y con él despertaba la Tierra del Norte que le llamaba. La vida empezaba a agitarse otra vez. La primavera se sentía en el aire. Llegaba hasta él la pulsación de las cosas vivientes que crecían bajo la nieve, de la savia que ascendía por los troncos de los árboles, de los capullos que hacían estallar la capa de hielo que aún los cubría..." (Jack London, "Colmillo blanco")

(Foto: Jordi Cantó i Garcia; Fotonatura)

9 de febrero de 2007

Locura por escapar

Siempre me he sentido a gusto en esta tierra. Forma parte ya de mí, y es algo más que simple apego; se trata de identificar como propios ciertos paisajes, ciertos aromas, y notar lo pisado como si fuera una extensión de tí mismo. Percibes que formas un todo con lo que te rodea, porque lo conoces, porque lo estimas y quieres conservarlo.

Pero en los últimos tiempos noto algo de desasosiego; necesito ir más allá de esta frontera tan cercana, abrir el espacio de nuevas tierras y desconocidos amaneceres. Suena cursi, pero es lo que siento: ansia de escapar, de huir de lo que te ha rodeado hasta ahora, no porque te canse o no tenga algo que ofrecer, sino por el hecho simple de avanzar hacia lo lejos. En un tiempo en el que amigos próximos hacen realidad sus sueños, en el que se inician grandes viajes, se descubren culturas y comienzan aventuras extraordinarias, yo siento que no podré estar por mucho más anclado en esta luminosa y cálida comarca.

La pena es que han arruinado la única manera plausible y asequible que tenía para huir. Y lo han hecho los de siempre, los que marcan las normas, los que, como decía en el post previo, no quieren sino su parte del pastel. Con todo, uno debe seguir en la lucha. A la vuelta del tiempo, quizá, lo que ahora es inalcanzable se torne factible.

Y, así, sólo queda soñar, eternizar esos instantes de gozo que se supone están por llegar, y estar dispuesto a hacerlos realidad aunque suponga, de nuevo, por enésima vez, el sacrificio. La expiación será necesaria tras el infortunio; la dolorosa privación, también. Así es la vida, cruel sí, que desagarra el espíritu, pero asimismo siempre dispuesta a ofrecer otra oportunidad.

Sólo queda, por lo tanto, soñar con el tiempo que permita huir, escapar de esta especie de cárcel disfrazada de paraíso en que mi tierra se ha convertido. La adoro y la quiero, pero aún deseo más la que me es desconocida, aquella que aguarda, impaciente ya, en el confín visible, como a años luz.

No es momento de volver a errar. No cabe la espera. Habrá que hacerlo ya.

2 de febrero de 2007

La furia (el sueño destruido)





















Uno, como ya he dicho muchas veces (y resulta obvio con sólo examinarnos a nosotros mismos) vive su existencia rodeado de sueños. Sabemos que unos no se cumplirán; de otros albergamos más esperanzas, aunque aceptemos su dificil resolución. Y hay otros que parecen hacerse realidad casi sin proponérnoslos.

En mi caso, el sueño que había estado merodeando en mi interior, cuya fuerza me había instado a romper con mi sosegada vida, cuyo ímpetu me había lanzado a trabajar (algo impensable hasta que vi factible hacerlo realidad), ha quedado reducido a cenizas, desintegrado por una estúpida y maldita ley que tan sólo aspira a saquear nuestras maltrechas economías personales.

Vivo con tanta austeridad y lo que anhelo (anhelaba...) cuesta tan poco que todo euro que pesco es casi como un tesoro. Nadie puede comprender esto si su vida se concreta en echar mano constante de la tarjeta de crédito o parar esa misma mano ante papá cada vez que desea salir de marcha o hacerse tal o cual capricho. No soy un currante (jamás llegaré a ese extremo, entendiendo la vida como un mancillar constante de trabajo desencajado), pero tras el esfuerzo realizado en dos veranos y viendo en sueño al sueño (redundancia obligatoria) materializarse ante mí, estaba razonablemente convencido de que el momento cumbre había llegado.

Tras unos días en que los exámenes, casi como espadas cruzadas, me impedían moverme del sitio, pensaba hacer un viaje a Alemania y adquirir, por fin, mi casa rodante. Era ése el plan, sencillo, directo, sin complicaciones, y a partir de entonces vivir como jamás había soñado. Ése era el plan, en efecto, pero unas noticias vertidas en mi correo (por un aliado en lo que ahora se ha convertido en una especie de guerra contra la avaricia y el afán de lucro de ciertas entidades gubernamentales) lo hicieron saltar en pedazos. Resultaba que no, que no era posible que un tipo como yo, ingenuo, inocente, incapaz de hacer daño más que a sí mismo y dotado de espíritu pacífico, pudiese dar forma real a su sueño. Debía no sólo cumplir con los trámites legales, papeleos interminables y otras lindezas tan habituales en estas gestiones burocráticas, sino que además, en un alarde de solidaridad y buen talante, para poder traer aquí, a España, a mi tan sentida y esperada autocaravana, era obligatorio desembolsar una cantidad casi igual al coste del propio vehículo. Esto es así porque: 1º, me prohíben comprar más allá de cierta antigüedad; 2º, me obligan a pagar un impuesto de homologación disparatado (cerca de 2.000 euros...) y, 3º, exigen el pago a Hacienda de una cantidad próxima al 15% del valor total. Es decir, que lo que en principio podía suponer un gasto de 1, ahora se multiplica por dos... .

Una ley tal, propuesta, aceptada y puesta en marcha en un tiempo récord, no puede deberse más que al instinto carroñero de las instituciones tributarias, que han visto el negocio existente en este tipo de compra-venta y quieren su trozo de pastel. Han visto que en ese sector se mueve dinero, hay beneficios, y se les hace la boca agua tan sólo con imaginarse el bote a fin de año. Y yo lo comprendería si se aplicara a ciertas carteras con varios ceros en la cuenta corriente; podría incluso hasta yo mismo aceptarlo si mi caso fuese el de un tipo al quien lo mismo da 20 que 22. Pero, claro, hecha la ley hecha la trampa; y, de paso, que paguen justos (y pobres) por pecadores (y ricos).

Es surrealista que hace unos días estuviese ya analizando los modelos finalistas, viendo los billetes de avión más baratos e imaginando cómo sería el viaje de vuelta, y que en un tris se eche a perder toda la ilusión y todo el placer que suponía hacer realidad el sueño. Pero si se debiera a mi inoperancia, a mi ignorancia o a cualquier otro aspecto cuya resolución de mí dependiera, entonces no habría problema alguno. La putada, el roto que ha supuesto la entrada en vigor de esa miserable ley, es que ya no depende de mí, que no es algo a superar por mí mismo (como sí lo era hasta ahora). Esto es algo que se me impone desde fuera, cuyo nacimiento viene a complicar la vida del austero dificultándole el cumplir sus sueños.

Estamos viviendo no en un mundo, sino en una jungla; la jungla del matar o ser devorado, la jungla de impedir que el contrario sea más feliz, más completo. Pero no es ya lo triste que seamos nosotros quienes nos lo hagamos dificil, sino que la propia sociedad, la que a priori vela por los intereses de los ciudadanos, la que nos debe ayudar a alcanzar aquella felicidad o a desarrollar la que ya poseemos, es triste que sea la sociedad, digo, la que acabe quemando y destruyendo los ideales, que no cumpla con su parte del trato y que ofenda y humille la libertad y la independencia que todos nosotros debemos tener.

En esta jungla sólo cuenta el billete, la cartera y la cuenta bancaria. Claro que eso ya se sabía, no es noticia de hoy. Pero para mí sí es noticia de hoy darme cuenta de que la lucha debe encarnizarse, porque nadie (de los arriba situados) para su puta mano en tu ayuda. Ellos van a hacer daño, van a querer más y más, ahogando, estrujando y asfixiando libertades, tan sólo en su propio beneficio. Uno no puede vivir en paz y armonía en un mundo dominado por pasiones bancarias, no puede hacer su vida sin ser obstaculizado de continuo. Sólo queda, me decía un amigo, ser más rápido que ellos, actuar con prontitud, dar vida al "carpe diem" y olvidarse de hacer planes de futuro, porque lo más seguro es que, ellos, te lo acaben matando.

Quizá tenga razón, pero de una cosa estoy seguro, y es que debo cumplir mi sueño. Tendré, seguramente, que pasar por encima de ellos, tal vez olvidándome del respeto a la ley, posiblemente haciéndoles tanto daño como ellos me lo están haciendo a mí, tal vez con la misma saña y fuerza por mi libertad que ellos emplean, no en dar una vida mejor a los ciudadanos, sino en oprimir un poco más la soga en torno a sus cuellos.

Estoy dispuesto a dar guerra, aunque sea el único del bando, porque a quienes matan los sueños, quienes lapidan las ilusiones de la gente con el fin de aumentar sus arcas, no deben tener otro destino que un lento agonizar, viendo cómo los carroñeros les arrancan los miembros y cómo hacen trizas sus deseos, esos deseos que, convertidos ya para siempre en polvo, alguna vez también tuvieron otros, a quienes en su momento ignoraron y despreciaron.

27 de enero de 2007

Culturas distintas; mundos diferentes

Uno de los mayores privilegios que uno siente cuando aprende (y sobretodo, si es algo que te gusta y motiva)es que, de una u otra forma, ese aprendizaje va cambiando poco a poco tu perspectiva; a medida que profundizas, te das cuenta de aquello que antes ignorabas, o lo que creías obvio o intrascendente pero que luego se revela capital. En fin, tu visión del mundo se transforma. Captas matices, descubres uniones ocultas, y confirmas (o desmientes) tus ideas preconcebidas.

En Antropología, el estudio de la cultura y diversidad humanas en el tiempo y el espacio, se menciona muchas veces un evento festivo que algunas tribus del Pacífico Oriental emplean como medida de intercambio de recursos. Es el potlach. Pues bien, un potlach consiste fundamentalmente en la distribución, por parte de los miembros de una comunidad, de alimentos, utensilios, mantas, etc. A cambio, esa tribu aumenta su prestigio, su reputación. Claro que es una costumbre india, por lo que quizá nos resultará extraño eso de regalar alimentos y otros objetos de valor a gente desconocida (o a miembros de otras familias). ¿Por qué harían algo así los tlingit, los salish y otras tribus similares?

Según la teoría económica clásica, el motivo del lucro es universal, pues está presente en toda sociedad y en todo tiempo. Sin embargo, el comportamiento de los indios norteamericanos revela una actitud completamente opuesta. A ojos de ciertos investigadores occidentales, esto se interpretaba como un comportamiento derrochador: las tribus ofrecen regalos para ser más prestigiosas, incluso si ello supone una disminución de su bienestar material. Pero esta forma de ver las cosas parte desde la perspectiva occidental; y cualquiera debería saber que analizar el mundo y la humanidad a partir de ella tiene como resultado una visión miope de la realidad.

Ahora bien, ¿cómo entonces debemos percibir el potlach? Según la perspectiva actual, el potlach y costumbres semejantes son adaptaciones culturales a los periodos alternativos de abundancia y escasez locales. Es decir, las tribus que han tenido un buen año y se convierten, durante un tiempo, en ricos ofrecen la parte sobrante de su subsistencia a quienes son pobres. Quizá al año siguiente cambien las tornas, y los ricos sean pobres y los pobres ricos: se trata de un mecanismo de compensación social, por decirlo así. Lo extraordinario de todo ello es que las tribus indias adquieren prestigio al compartir con los demás, pero no por afán de lucro o para ser bien vistas por otras, sino sobretodo para evitar la estratificación social (o sea, que haya ricos y pobres estables).

Aquí es donde entra en juego la comparación con occidente, con nuestra sociedad capitalista. ¿Qué hacemos nosotros cuando tenemos "excedente" de recursos económicos? No es que se deseable que los compartamos, los distribuyamos entre la gente pobre, etc., porque ello es inviable en un mundo como el nuestro, tan arraigado y necesitado a los valores materiales; más bien, lo horrible es que tendemos a hacer ostentación de nuestra riqueza, a restreguar a nuestro vecino el coche nuevo que acabamos de comprarnos, los trajes y halajas de nuestra mujer, el colegio caro al que acuden nuestros hijos y, en general, todo aquello que nos impulsa por encima de los demás.

En resumen, las tribus que emplean el potlach no lo hacen con ánimo de arrogancia o suficiencia ante los necesitados, sino que prefieren renunciar a sus excedentes antes de servirse de ellos para agrandar la distancia social que media entre ellos y sus vecinos.

Es esa mentalidad la que ofrece un buen ejemplo de lo que significa vivir en armonía con tu alrededor. La verdadera solidaridad, lo que mueve hacia la alianza entre personas. Más allá de la ingenuidad que supone creer que ello es viable y posible en occidente, porque nuestros esquemas mentales se hallan arraigados a la idea de que lo nuestro es nuestro y de nadie más, lo pasmoso es la sensación de distancia mental que media entre las costumbres de esas tribus (que algunos, graciosamente, interpretan como primitivas), y nuestra forma de vivir.

Nos consideramos progresistas y evolucionados cuando, más bien, aún estamos en la primera casilla del juego de la vida: pasmoso es también lo que aún nos resta por aprender de un puñado de gentes con tocados de colores y plumas en la cabeza, que sienten la existencia no como competición, no como una jungla llena de fieras dispuestas a destrozarte, sino como un paraje que, si bien no lo es, puede ser más idílico y grato por poco que hagamos nosotros. Gentes de tradiciones casi milenarias, que aportan sabiduría y humanidad en un mundo de sangre, locura y avaricia. El mundo en el que vivimos y donde, al parecer, queremos vivir.

15 de enero de 2007

De regreso, por fin

Bien, por fin. Casi cuatro semanas después he podido volver a entrar en Internet. Debido a unos problemas absurdos, irritantes y nada sencillos en apariencia, y por unas maneras bastante torpes por parte de los responsables, he pasado 25 días en blanco, sumido a veces en cierta desesperación ante lo que parecía una dificultad sin solución.

Ha habido novedades en este tiempo de silencio. Aquel compañero que anhelaba saltar a la vía del Gran Viaje ha tenido que desistir, de momento, tras un periodo de estira y afloja en el que el sueño simulaba ser real. No, no por ahora. El Viaje llegará, pero tiempo al tiempo.

Por otra parte, ahora, hoy ya, estoy sumido en horas de profundo aprendizaje, en vistas a realizar esas triviales y en absoluto representativas de tu saber pruebas escritas que dan por llamar exámenes. En una semana se me echan encima, y yo aún ando a medias, a oscuras, iluminado por una vela; en mí manda el gusto por hacer de mí mismo, en base al aprendizaje, alguien que antes no existía, pero la enseñanza obliga a pensar en pruebas que no sirven más que para una simple e incompleta orientación de tus conocimientos. Transcurre mi vida entre pensamientos de Sócrates, lecciones sobre la no-dualidad de las filosofías orientales, nociones sobre reglas de inferencia, meditaciones acerca de la vida virtuosa según Aristóteles, algunos conceptos de antropología del lenguaje... y todo ello endulzado con los textos de Paul Davies e Italo Calvino, unas páginas de Bécquer y la visión de la Luna mientras me duermo.

Vienen días de obligaciones, lejanos los tiempos del saber por el saber. Nos hacen vivir pensando en lo nimio, lo banal de una prueba escrita; nos jugamos medio curso en un par de horas, como si en lo que uno se convierte tras aprender pudiese plasmarse en un cuatro páginas blancas. No, es imposible. Cada vez que leemos un libro, o examinamos el pensamiento de un autor, cada vez que releemos un capítulo que nos gusta o buscamos una idea de aquél escritor nos debe mover el impulso de ser mejores, de elevar nuestra cima intelectual, de alcanzar cierto orgasmo mental. No podemos simplificar algo tan extraordinario y querer vomitarlo en un exámen; el intelecto sufre cuando se enfrenta a ellos, no por falta de saber, sino porque le instan a ceñirse en demasía, a rebuscar, a hurgar en su interior en busca de soluciones a cuestiones intrascendentes.
Es lo que siempre odiaré de la enseñanza estructurada y regida por pruebas escritas. No hay voluntad de mostrar en qué te has convertido, cómo te has transformado tras el aprendizaje; sólo se quiere la demostración de que has seguido lo establecido, que has continuado por el camino ya marcado, que has estudiado lo que te mandan, no lo que nace de tí. En suma, se valora que hayas seguido las normas, siendo un fiel y devoto individuo dispuesto a tragar y tragar sin parar, con la vista puesta en el aprobado, superar el curso y alcanzar la licenciatura.

Ése, en efecto, es el procedimiento completo y total para formar personas íntegras y maduras en una sociedad como la nuestra. Es lo que se espera de nosotros. Venga, pues.

17 de diciembre de 2006

A orillas de grandes sueños



La vida es puro sueño. Desde el nacimiento hasta la muerte nos movemos en aguas turbulentas, de ensueño, de irrealidad: a veces parece que vivamos en un mundo onírico, completamente ajeno a algo que podemos llamar "realidad". En ocasiones, esta realidad es evidente, palpable, en otras parece desaparecer, volcando la existencia en un mar ilusorio.

Lo que importa de todo esto es que, sea la vida realidad o no, debemos llenarla de sueños, de metas, de aspiraciones totales y totalizantes, que nos realicen, que nos hagan felices. Algunos de esos sueños serán imposibles de alcanzar, otros resultarán más asequibles, y otros tomarán forma sin que nos lo propongamos conscientemente. Sabemos que la vida no es perfecta; a veces nos hiere cuando creemos que estamos en la cima, cuando estamos alcanzando la cúspide, como para hacernos ver lo frágiles e insignificantes que somos, y lo intrascendente de nuestras ambiciones. Pero los deseos permanecen, tercos, en nuestras mentes. No hay forma de alejarlos de nosotros, porque sin ellos, en realidad, no habría vida. Son la sustancia que da sentido a nuestra existencia, aunque tras décadas de esfuerzos acaben por disolverse en el aire de lo imposible. No obstante, síguen ahí, latentes, para siempre.

A punto de que el 2006 llegue a su ocaso, algunos de esos grandes sueños que antaño parecían lejanos, como en otro mundo, y dignos de la mayor utopía, por modos de vida y circunstancias personales, ahora, tras unos pocos meses, empiezan a tomar forma. Al mismo tiempo, un sueño repentino, increíble, que atraviesa la vida y la tienta, como salido de la nada, ha estado a punto de acabar, al menos temporalmente, con aquellos otros anhelos largamente esperados. Como una sacudida intensísima y poderosa, la llamada ha alcanzado el espíritu de un hermano de armas, quien se ha visto absorbido de inmediato y, decidido, emprende al parecer el Gran Viaje. Pero los sueños residentes desde hace lustros son aun más poderosos, y llevan mucho tiempo a la espera; zahieren el ser y no dejan lugar para otros, por novedosos y electrizantes que sean. Así que, de momento, me cobijaré aquí por unos meses, alejado del camino que aún me espera, viviendo como sé, vivificando y robusteciendo mi ansia de libertad, independencia y evolución.

Mientras otros cruzan ríos en parajes extraños y miran cielos distintos, yo moraré en tierras conocidas y firmamentos ya sabidos, pero no por mucho tiempo. Mi sueño, mis sueños, guardan esencia de movimiento, de exploración, de salida y no se sabe si de vuelta. No hay que desesperar. Cada cosa a su tiempo, sin prisa, porque ya llegará el momento.

Paso a paso, y, al fin, el camino se abrirá por fin a tus pies.

12 de diciembre de 2006

Disidentes en un mundo extraño

El mundo actual, tal y como lo conocemos, está destinado a desaparecer. No puede moverse de la forma en que lo hace y nosotros, los mortales que en él moramos, adecuarnos todo el tiempo a sus aceleraciones. Pero no me refiero al mundo natural, del que partimos todos, sino el mundo artificial, el creado en occidente, el que marca nuestras vidas. Debe estar destinado a desaparecer, porque es un mundo de locos.

Pienso en este momento en la gran mierda, en la enorme mentira creada en Navidad para satisfacer bolsillos de ricos y hacernos creer que el mundo es un maravilloso paraíso de bondad, solidaridad y armonía entre los hombres y mujeres de la Tierra. Es el colmo de la hipocresía, de la falsedad cubierta por sonrisas falsas y vestidos de diseñador. A la gente le pasa algo grave si sólo piensa en compras, en halajes, en billetes y en esos horteras Santa Claus colgando del balcón, el colmo de la cursilería y el mal gusto. Debo ser el único que aborrece ir a un centro comercial, cargarse de bolsas y creer que soy por ello más feliz. Las posesiones acaban por poseernos. Curioso, y trágico.

En otro orden de cosas, el otro día comentaba con un hermano, más él que yo, lo hostil e incomprensivo que se ha vuelto el mundo (no quiero creer que siempre ha sido así) con los disidentes, los distintos, aquellos que no prosiguen por el camino marcado. Parece que tengas que hablar, comportarte y ser como los demás para que éstos no crean que estás tarado o que los consideras inferiores a ti. A veces, un silencio ante una persona se interpreta como un signo de que no merece ser hablada, cuando en realidad el 'ser silencioso' está a miles de kilómetros de allí, en realidad, en otro mundo, en otro Cosmos. Es decir, quienes no entienden nada, lo malinterpretan todo. Ante esto, uno quiere huir, volar hasta donde puedas ser tú mismo sin tener que dar explicaciones continuamente. Mi hermano se sentía hastiado de su situación, y yo le comprendía, porque en cierto manera yo siento lo mismo; al mismo tiempo, intentaba comprender por qué la gente es tan necia, tan escasa de luces ante lo diferente, ante lo que no respira como ella. ¿No pueden comprender acaso que hay otras formas, otros caminos, esencias distintas que buscan su lugar? ¿Por qué tienen que intentar cambiar a los que no son como ellos?

A raíz de estos pensamientos y tras las conversaciones con este hermano de armas, que han dado lugar a otras reflexiones sobre el tema, en las que uno se siente más extraño que nunca en este mundo que llamamos civilizado e ilustrado, he compuesto un pequeño relato, que se publica en un post aparte. No vale mucho, es cierto, y lo escribí de un tirón en media hora sin cambiar nada, y además tiene un final demasiado bonito, lo reconozco, pero pese a sus limitaciones y carencias, espero que sirva, por una parte, para poner de manifiesto que, siendo todos nosotros iguales, en nuestras esencias hay un poso muy distinto; de anhelo, de búsqueda, de inconformismo, de lo que uno quiera. Por otra parte, también puede servir para mostrar que los diferentes, los que se alejan de la corriente en masa, a veces tienden a verse a sí mismos como seres especiales, y que si de hecho lo son es, más que por sus propios méritos, por la mediocridad y uniformidad de todos aquellos que le rodean.

El sueño del pájaro libre

Había una vez un hermoso pájaro encerrado en una celda de metal; su cárcel era ancha, espaciosa, y era compartida por otros semejantes a él, pero el pájaro no se sentía a gusto con ellos. En el fondo no quería, intentaba evitarlo con todas sus fuerzas, pero los odiaba. Por su ceguera, por no ver que estaban encerrados, por su apatía e indiferencia ante lo que les rodeaba. Tenía a su lado a muchos que parecían ser como él, pero siempre se veía solo.

A veces intentaba hacerles ver cómo era, por qué, a diferencia de los otros, sufría cada día en su compañía, pero como no quería hacerles daño, nunca les hablaba directamente. Hubiese sido demasiado duro para ellos. De qué serviría, pensaba, decirles la verdad, si no la comprenderían, o la malinterpretarían, como hacían siempre. Sus silencios les confundían, sus cantos eran extraños, solemnes y llenos de amargura; los de sus compañeros, en cambio, sostenían siempre la vivacidad y la armonía, pero eran sosos y estúpidos, pensaba el bello pájaro. Podían trinar sin parar, horas enteras, y sin embargo, no llegaban sus melodías a ninguna parte. Eran como sonidos vacíos destinados al olvido inmediato.

Él era distinto, sin duda; amaba la vida y el amplio mundo a su alrededor; necesitaba salir de la celda, ir a buscar a otros pájaros, hermanos reales suyos, y guarnecerse de las apatías e indiferencias de los demás compañeros de cautiverio. La celda, no obstante, era firme, y sus barrotes, finos, carecían de intersticios lo suficientemente anchos. El pájaro, siempre solo, siempre ignorado, permaneció en silencio durante mucho tiempo.

Hubo un instante en que, tras anhelar con tanta fuerza su liberación, se vio a sí mismo desatado al fin, los grilletes abiertos y el mundo exterior a la espera de ser descubierto. Sin entenderlo, pero feliz por su huida de la insensibilidad y el oprobio, marchó al aire limpio y nuevo; no viciado ni contaminado, el ambiente era de una pureza tal que apenas se elevó perdió el equilibrio y fue a caer a la entrada de la caverna donde había vivido hasta entonces. Quiso emprender el vuelo de nuevo, más sus miembros no le respondían. No era insólito, pensó, entristecido, pues jamás había aprendido a volar.

Echó entonces la vista atrás y distinguió, como a mucha distancia, la celda de sus semejantes, que según él no eran tales. Seguían allí, en su mundo estrecho, en su limitada esfera de vida, y se compadeció de ellos. No le miraban, si siquiera sabían que había huido, y seguramente tampoco les importaba. La compasión pronto se convirtió en odio, y en poco tiempo el bello pájaro del color del fuego sentía una hostilidad creciente hacia ellos. "Míralos", se decía, "no saben ni entienden nada, recluidos en la celda, en la prisión de sus vidas". "Yo, en cambio, soy ahora libre, y haré y viviré cosas que ellos jamás sospecharán", se dijo, orgulloso, el pájaro dorado. Pero, ¡ay!, sus alas rechazaban cualquier intento de elevar su armonioso cuerpo hacia las estrellas. Las movía frenéticamente, con furia, con energía desmedida, mas todo lo que abandonaba el suelo eran unas cuántas motas de polvo.

Irritado, al pájaro de oro empezó a cantar una melodía cacofónica y estridente, la cual llegó hasta sus compañeros, quienes dirigieron sus miradas hacia el origen de aquella tonada inarmónica y cruel. Buscando quien hería sus oídos, reconocieron al pájaro de bellas plumas doradas. Entonces, mientras éste aullaba de rabia, los otros pájaros vieron que enfrente suyo había un gato enorme, profundamente dormido sobre un montón de paja. Sin embargo, el cántico del pájaro de oro era demasiado ruidoso, y el gato parecía ir despertándose. Alarmados, los pájaros de la celda iniciaron sus propios trinos con la esperanza de avisar a su compañero que quizá, pensaron, se había extraviado de la celda por algún motivo que ellos no comprendían. Sin embargo, sus trinos eran muy agudos, y terminaban ahogados por el potente canto del pájaro dorado. Uno de los pájaros esclavos, viendo que al parecer su amigo tenía intención de volar, sintió una pena infinita por él, dado que sus alas no estaban hechas con esa finalidad. Pero, como último recurso, propuso a sus hermanos tratar de ayudarle ofreciéndole unas alas nuevas. Así, cada uno de ellos aportó una pluma, y confeccionaron en un tiempo récord un par de membranas flexibles y ágiles, que tal les fueran útiles al apenado pájaro dorado.

En ese momento el gato se despertó, pero no vio al pájaro dorado; en su lugar, se dirigió con aire somnoliento al tazón de comida, donde dio un par de bocados a los restos de la comida de ayer. El pájaro dorado, agotado, había concluido su lamentación en forma de indignado gorjeo, y fue entonces cuando vio al gato. Atemorizado, el pájaro de fuego quiso volar para huir de él, pero de nuevo fue incapaz. Fue entonces cuando oyó el canto cadencioso de sus otrora compañeros de celda, y su mirada descubrió que, ante ellos, había un par de plumas extrañas, con distintas tonalidades. Entendió que tal vez con aquellas plumas pudiese por fin iniciar el vuelo y huir de aquel horrible gato, de modo que se dirigió con dificultad hasta la base de la celda, donde les esperaban sus antiguos camaradas. Una vez allí, les pidió el par de alas que ellos poseían.
– ¿No puedes regresar a la celda, verdad? – le preguntó uno de los pájaros encerrados, mientras le tendía las alas por entre los barrotes.
– No, lo que quiero es simplemente volar más allá de ella –explicó el pájaro dorado. – De todas formas, no lo entenderías, así que gracias a todos por vuestra ayuda.– Se colocó las alas sobre las suyas y, de forma milagrosa, encajaron a la perfección. Las batió para probar e, impresionado, vio que eran muy ligeras, pero que le elevaban del suelo sin apenas esfuerzo.
El gato vio movimiento por el rabillo de su ojo derecho y de inmediato se giró hacia allí; vio entonces al pájaro dorado intentando volar, de forma torpe aún, y se lanzó hacia él. Raudo, llegó hasta donde el pájaro se encontraba y, de un zarpazo, lo echó al suelo, frustrando todas sus intenciones de huir. Justo cuando el gran gato negro abría sus fauces oscuras para engullírselo, el pájaro dorado abrió sus ojos y el sueño inquietante desapareció.

Allí estaba él, aún dentro de la gran celda, acompañado por todos aquellos compañeros suyos, quienes proseguían sus cánticos insulsos y parecían no reparar en su presencia. Todo había sido, en efecto, un sueño. En el sueño ellos le ayudaban a él, aunque la culpa de no escapar fue sólo suya: de no haber perdido el tiempo en estúpidas lamentaciones, en sus rabias absurdas, hubiese abandonado para siempre aquella cárcel de acero. Había, no obstante, algo en el sueño que parecía hacerlo real; “¿y si el sueño no fuera tal, simplemente? ¿Y si fuese una premonición de lo que está por venir?”, se preguntaba el pájaro dorado. “Si mis compañeros son quienes me ayudan a escapar, incluso alejándome de ellos mismos, ¿no debería yo?, si... , ¿no debería ... ?”.

Tras unos momentos de reflexión, el pájaro dorado se dirigió hacia donde estaban sus compañeros. Al principio hubo una clara nota discordante en el grupo de pájaros trinantes, pero pronto esa nota, sin desaparecer por completo, se perdió entre la belleza y la sencillez de una melodía alegre y feliz, la melodía de una reunión largo tiempo anhelada.

3 de diciembre de 2006

Abriendo una senda



La Naturaleza siempre está dispuesta a dar a veces algunas sorpresas. Olisqueando el ambiente, brumoso y opaco, del día de ayer, marché a las montañas, mis montañas (entendidas no como posesión, sino como parte de ti mismo). Enfilé un camino muy bien señalizado, de interés ecológico, y de una cierta importancia para los andariegos que se pierden en la espesura del bosque sin más motivo que el existencial. Yo mismo lo había trillado antaño, como parte de un programa (impensado e inconcluso) para paterame todos los rincones de mi querida y cada vez más devastada comarca. Casi nunca tengo un plan para adentrarme en las montañas: simplemente el vehículo me acerca hasta ellas, y luego todo es cuestión de un giro rápido de volante o una decisión espontánea.

Una vez penetro en el tapiz de rocas, árboles y flora arbustiva, el mundo cambia. Sólo unos metros más atrás hay cierto jaleo de perros ladrando, gentes con motosierras, y los signos de civilización. Tras avanzar unos pasos, a uno le invade la selva. El valle se encajona, el cielo parece oprimirte, y el silencio nace de repente. Es una sensación agradable, hechizante. Del gris y brumoso firmamento aparecen aves en las alturas, algún conejo surge del suelo fangoso, y todo lo que hay a tu alrdededor se reduce a lo que la Naturaleza ha creado. Vida, silencio, y espacio.

La verdad es que en ese momento he tenido la impresión que era la primera persona en mucho tiempo que se arrastraba por allí. Parecía que nadie hollaba esas tierras... casi desde la creación del propio Universo. Unos pasos más y la propia tierra me lo confirma: las zarzas y arbustos que, de ordinario, se limitan a los márgenes adyacentes del camino, descansan ahora sobre el trazo del mismo. Quizá, un par de años antes, cuando visité el lugar por última vez, fui en realidad el postrero visitante... . No obstante, y pese a los daños que otras veces las zarzas ocasionan, no he amilano y sigo adelante. Con las manos, los brazos, los pies, la mochila, a veces con la nariz, voy quitando las hierbas y me abro paso, no sin dificultad. Las zarzas hieren un poco, las botas se llenan de fango y agua, el corazón se acelera y sudas para avanzar un par de metros.

Una sensación maravillosa y terrible, al unísono, es la de saber que en la mochila, mi única compañera, no descansa ningún móvil, el aparatejo más enojoso y, al tiempo, salvador que uno pueda imaginar. Yendo entre desmontes, con tajos enormes a uno y otro lado, la cosa más sencilla del mundo es despeñarte y acabar hecho puré en el fondo de un barranco anónimo. Pero ahí reside, en efecto, la aventura, el riesgo, la conmoción que supone estar solo en medio de toda esa enormidad y sin nadie que pueda echarte una mano. No se trata de despreciar la vida, más bien al contrario; de la soledad (verdadera) surge la estima hacia tu existencia, y ello te hace asirla con fuerza, para darle la mayor significación posible. Y esto sólo es realizable si eres consciente de que puedes perderla al menor descuido.

Hay muchas maneras de abrir una senda. Uno puede ir a la montaña y a manotazos abrirse camino por entre la maraña; pero también puede hacerlo en la vida "corriente". Es más, quizá deba hacerlo, porque quien no lucha, quien no siente deseos de arrancar la pobredumbre que infecta a raudales este mundo no me parece humano. Como el sendero por el que apenas pude avanzar ayer, hay caminos dificiles en esta miserable y espléndida vida; pedregososos, fangosos, llenos de peligros y solitarios, que sólo recorren unos pocos. Los hay, también, tan limpios de zarzas como las grandes autopistas, por las que circulan casi todos: vías seguras, iluminadas, que nos llevan fácil de un lugar a otro.

En función del carácter de cada cual, nos movemos por unas sendas u otras. En función de lo que para nosotros representa la vida, decidimos lo fácil o lo dificil, lo limpio o lo sucio, lo usado o lo inmaculado. En función de cómo somos, penetramos en el sendero lleno de zarzas, o nos limitamos a regresar a casa donde, calentitos y bien abrigados, al amparo de un mundo domesticado, continuamos nuestros quehaceres en la civilización. A salvo de peligros incontrolables y barrancos escarpados, sólo con los riesgos creados por el hombre en su pompa artificial, nos limitamos al consumo y a la concurrencia.

Y, ahí, ése es el mundo en el que nos hallamos, impersonal, frío, distante para todos nosotros. Entro en Internet, abro el blog, empiezo a escribir estas líneas. Y miro hacia afuera, a las montañas, a la Madre. Quizá deba ir, quizá deba volver a penetrarla, y hacerme suyo. Tal vez, sí, deba volver a abrir una senda.