Hace tiempo que no miro al cielo, mirarlo de verdad, quiero decir.
Este medio virtual atrapa como si fuese un imán gigantesco, y siempre me falta el tiempo para poder hacerlo.
Por mucho que me diga "Sí, mañana me voy a observar", al final nunca lo consigo. Pero lo que de verdad deseo, el anhelo más fuerte que siento dentro de mí no es ir a un lugar oscuro, sacar el telescopio, mapas, folios, lápices, mesas y sillas y disponerlo todo para otra sesión de astronomía.
No, ello me gusta y me entusiasma, por supuesto, porque los amantes de las estrellas nunca nos cansaremos de hacerlo, pero ahora hablo en sentido puramente espiritual, introspectivo. Lo que necesito es un día radiante, un día que el sol nos haya hecho sentir su fuerza y su poder sobre nuestro rostro, y que su luz, en cuanto abandone nuestro mundo por unas horas, sea relevada por la de los astros lejanos. Y, entonces, extender una manta en el suelo, elevar la mirada hacia esa gran representación cósmica y dejarme llevar, no por los nombres de las estrellas, las siglas de aquella galaxia que apenas vislumbro, o la cantidad de meteoros que rozan la atmósfera en las alturas, sino por el hecho mismo de estar vivo y poder ser consciente de todo ello. Y, a poder ser, volver a sentir ese cosquilleo, ese algo que nos susurra al oído de la mente que algo hay ahí fuera, que algo comunica ese mundo negro perlado del más allá con nuestro ser cotodiano, nuestro sino, con el sentido mismo de todo lo que nos rodea.
Tal vez todo se deba a que percibimos que venimos de ahí arriba, de las entrañas más profundas de toda la creación, y que aunque nos esforcemos en destruirnos y en hacernos daño, en aniquilar viejas culturas, nuevas gentes y olvidemos dramas y amores pasados que pueden cambiar al mundo y a nosotros mismos, aunque nos pase la vida en un suspiro y notemos la desazón ante el tiempo inexorable, sólo nos hace falta mirar al cielo, dirigir por un instante nuestra mirada a ese ignoto y oscuro terciopelo, y entonces volvemos a sentir el cosquilleo, el martillear del corazón, la inquietud del espíritu y la aceleración de nuestro pulso. Es ese nudo en la garganta, ese hormigueo que recorre la espina dorsal de cada uno de nosotros cuando dejamos a un lado lo doméstico y terrenal y soñamos con las estrellas viéndolas de reojo o con toda nuestra pasión, es ese sentimiento, digo, lo que necesito, lo que más que cualquier cosa añoro ahora.
Sé que hoy en día la gente no mira las estrellas. Les importan una mierda, no saben apreciarlas, imaginarse su profundo misterio y la estimulante idea de su mera presencia, allá en la distancia. Sólo las miran cuando tienen cerca a su amada novia, o van de excursión, o por casualidad las ven entre jirones de nubes nocturnas. Las ven, pero no las sienten, no les penetran hasta lo más recóndito de su ser. Ello me entristece, porque en las estrellas está nuestro futuro, y una Humanidad que no mira el futuro tiene los días contados.
Por suerte, me consta que los hay quienes sí las sienten, quienes, más allá de telescopios y cámaras, catálogos y monturas y oculares y barlow's, sienten esa llamada, esa señal silenciosa y casi inperceptible, el guiño final de los astros que realmente viven.
A todos vosotros, felicidades y gracias por hacernos más humanos.
2 comentarios:
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