21 de abril de 2005

La juventud envejecida

Hace un par de meses tuve un no demasiado afortunado incidente con un grupo de chavales, una pandilla de quinceañeros aburridos que no tenían nada más que hacer que arrojar piedras y pedruscos a la gente que tranquilamente paseaba por allí, un lugar agradable y bonito de mi comarca. Yo estaba entre esa pobre gente que sufrió sus gilipolleces. Así que cuando llegué a casa, me dispuse a desahogarme de la mejor manera que conozco; escribiendo. Claro que antes hubiese podido ir hasta el grupo de pelones y romperle las narices a cada uno de ellos. Me hubiera sentado muy bien, seguro, pero tengo una naturaleza pacífica y, además, les hubiese dado juego, lo cual era algo que no deseaba en absoluto.

De modo que lo que sigue es una diatriba furiosa (y nada objetiva, seguramente, pero escribía con las vísceras, como se puede suponer) contra la juventud patética y pringosa, estúpida y aburrida, vil e insignificante, que nos rodea. Suerte que no toda la juventud es como esos cuatro payasos de que hablo, pero tras un exámen concienzudo de la sociedad actual, he llegado a la conclusión de que la gran mayoría sí lo es. Sólo hay que echar un vistazo a cualquier calle de cualquier ciudad, un día cualquiera a una hora indiferente.

En otro momento volveré a hablar de este tema en términos diferentes (no en un cuasi-relato, como lo que sigue a estas líneas), ya que da mucho de sí. Tengo que agradecerles, a los "pelones", que sean como son y hagan lo que hagan. Me brindan en bandeja de plata la posibilidad de mirarme a mí mismo, luego a ellos, y sentirme satisfecho por cómo soy y lo que hago, por mi camino, en definitiva, que aunque no es mejor que el de ellos, sin duda sí es más estimulante y enriquecedor. Pruebas de ello hay muchas, también intentaré exponerlas aquí en otra ocasión.


La plaga de la nueva juventud

Están por todas partes. Mires donde mires y vayas donde vayas, no puedes huir de ellos. Aparecen cuando menos te lo esperas, lo infectan todo. Son como insectos, pequeñas alimañas dispuestas a molestar en cualquier momento. Y lo consiguen sin ningún esfuerzo. No hay grupo étnico o social que odie más; de hecho no odio a ninguno, sólo a ellos. Me gustaría verlos evaporarse todos juntos en un pira de colosales dimensiones. Verlos quemarse hasta que no quedara nada más que ceniza.

Y, ¿por qué?. Porque me hacen daño. Son personas, igual que yo, pero al mismo tiempo no lo son. O no lo parecen. Yo sigo mi camino, mi vida, intentando disfrutar cada momento sin incordiar a nadie. No va con mi estilo dar guerra a los demás, hacerlos sufrir. Pero a ellos les da igual. Casi parece como si les gustara fastidiar, como si saber que están molestando a otra gente les produjera un placer perverso que les animara a continuar, ahondando cada vez más en el sufrimiento. Ellos, los bastardos de los pelones, saben cómo hacer daño. Y doy fe de que lo consiguen.

Su perfil y su aspecto van unidos de la mano; denotan estupidez. No he visto nunca jamás una cara de pelón que me resultara agradable, simpática o soportable. Aunque intento evitarlos siempre tengo la suerte de toparme con un grupito de ellos. El aspecto externo, casi idéntico en todos los casos es precisamente uno de los motivos de mi desprecio hacia ellos; no son más que clones, repetidos sin cesar hasta el hastío más absoluto. He aquí la base de la figura exterior de un buen pelón: calzado deportivo de marca, ropajes a la moda juvenil, atuendo variado absolutamente prescindible y ridículo, y una serie de complementos típicos que favorecen aún más la imagen global de simpleza; relojes, pulseras, llaveros cursis, y por supuesto, como símbolo total de su nivel y calidad como seres humanos comunicativos, el móvil, ese dios de pantalla líquida imprescindible en todo pelón que se precie. Pegados a él como una lapa, los pelones se enorgullecen de poseer tan preciado obsequio de la tecnología para sus insignificantes e intrascendentes conversaciones. Jamás en toda la historia de la humanidad un producto de la evolución tecnológica había tenido unos consumidores tan patéticos y atolondrados. Pero así es la vida.

Y, a todo esto, aún nos resta describir lo que sin duda es la otra gran cima del deseo pelonero, una cima de poder y superioridad, anhelada desde la más tierna infancia como el requisito fundamental para alcanzar la gloria dentro del mundo de los seres rapados, calvos o pelados. Me estoy refiriendo, creo que huelga decirlo, a ese monstruo de metal, plástico y caucho llamado ciclomotor o scooter, y al que los pelones gusta denominar simplemente moto. Ir sentados en ella, zigzagueando entre los coches, dando tumbos y haciendo el caballito, acelerando al máximo, derrapando y, sobretodo, haciendo el mayor ruido posible, es la gran satisfacción de los amigos pelones. Es entonces cuando en efecto se sienten orgullosos, casi como hombres, henchidos por vivir al límite de lo legal, por rompes barreras y normas, por transgredir, en definitiva.

A mí me repugnan, sobretodo cuando mis vecinos pelonetes, que también los tengo, les da por poner música a todo volumen a las dos de la mañana, o cuando agujerean el tubo de escape de su cacharro metálico y dan vueltas por la ciudad destrozando tímpanos y cualquier atisbo de palabra articulada. A veces, en mis salidas a las afueras de la ciudad, o incluso en el monte, tengo la desgracia de tropezar con algunos de ellos, con sus berrinches continuos y absurdos comentarios, e intento seguir otro camino. No cansados de infestar la urbe día tras día, necesitan buscar nuevos horizontes, nuevas zonas que contaminar. Huyes de ellos nada más puedes y resulta que allá donde vayas te los encuentras. Es una consecuencia de la proliferación incontrolada de esta plaga. Cada vez son más y más y no parece que a nadie le importe. No se trata de juventud, en absoluto. Ellos no son juventud, son basura, mierda en esencia importada desde las grandes multinacionales de la imagen y la personalidad, vía televisiva. Y como a medida que pasa el tiempo hay más gente y más televisión, también hay más basura; también hay más pelones.

Lo que en resumen quiero transmitir es que viendo a un pelón no estamos captando en absoluto la propia juventud. Sólo alcanzamos a intuir que hay juventud en ellos, porque su apariencia y su físico así nos lo sugieren, pero no es cierto. De hecho, son mucho mayores que los graciosos abueletes de la tercera edad. Están cerca de la muerte, cerca del fin definitivo y total, y todo porque son puro vacío de vida. Es lastimoso llegar a comprenderlo, y habrá sin duda quien no querrá aceptarlo, pero es un hecho. ¿Qué cómo me atrevo a decir algo así, que quién me creo que soy para dictar lo que es juventud y lo que no?

La respuesta es sencilla: sé dónde está la verdadera juventud porque yo mismo fui un pelón en el pasado y conozco ese mundo. Al mismo tiempo, ahora estoy descubriendo el otro mundo de la juventud, el lado más oscuro y desconocido pero lamentablemente menos difundido y apreciado. Entrar en la onda pelona es hacerlo en un cosmos de total superficialidad e imbecilidad. Alcanza las mayores cotas cuando los pelones se reúnen en las viejas y tétricas catedrales del alcohol, el ruido y las luces de neón revoloteando como pájaros brillantes encima de carroña fácil. Allí, en lugares donde el alma juvenil es ablandada y domesticada para siempre, donde la esencia de juventud es tirada a la basura y reemplazada por facilona sumisión y acatamiento de normas impuestas desde el exterior, es allí, digo, cuando los pelones se hacen como tales, donde todo su mundo es concentrado y exaltado, cuando se creen los amos del Universo.

Es tan enorme el patetismo que rebosan que me parece increíble, ahora que lo veo desde fuera, que puedan soportarlo ellos mismos durante tanto tiempo. Y en esto no soy subjetivo, se trata de mi propia vida. Me miro antes, en mi época de desgraciado pelón, y no encuentro más que vacío, una simpleza indescriptible. ¿Era yo aquello? ¿Guardaba alguna relación con un ser humano hecho y derecho? No lo creo. Haber sido testigo de lo que implica ser un calvo payaso mequetrefe, o sentirse como tal, es humillante. Me gustaría poder borrar por completo ese recuerdo, mi etapa más hueca y merluza. Estoy ahora acordándome de mis noches en las catedrales del histerismo, dando saltos de un lugar para otro, hablando de dios sabe qué con dios sabe quién, meando en una esquina, como grandioso fantoche del sistema y de los designios de la sociedad, y me vuelven las náuseas.

Pero ¿cómo demonios llegué a ser tan cretino, tan berzotas, cómo alcancé esas alturas de la memez más absoluta? Pues creo que todo el mundo, y yo mismo como protagonista, tuvimos la responsabilidad. La culpa recae, al cincuenta por ciento, en mi persona, y la otra mitad corresponde a padres, televisión, sociedad y amigos. Cuando uno es joven, lo suficiente para aún no haber decidido por donde debe transcurrir su vida, es vulnerable. Es vulnerable a todos los influjos externos, por ejemplo debido a la dejadez de tus progenitores. No es que no te ayuden o aconsejen, por supuesto que lo hacen, a veces lo hacen hasta aburrir, sólo que pueden significar un estorbo mucho mayor de lo que ellos creen. Los padres no deben orientar al adolescente hacia el camino adecuado, sino que deben mostrarles los caminos que hay. Porque hay más de uno, eso es lo frustrante de toda esta historia. De nada sirve que nos digan que no bebamos o fumemos, o que controlemos con la moto. Eso es pura bazofia burguesa. Lo que deberíamos decirnos, lo que realmente haría abrir los ojos a la atontada y adormecida sociedad juvenil del momento, sería esto: “Estáis viviendo una puta mierda de vida, un completo y total desperdicio de tiempo y esfuerzo, no estáis más que llenando de basura vuestro mundo, que empieza a caerse a pedazos, estáis dando al traste con el futuro, con el progreso, y con la puta evolución que se supone tendréis; nada más salir del huevo, ya habéis fracasado, habéis muerto. Sois materia inerte”.

Claro que los padres tienen un gran amor por sus hijos, ¿cómo van a decir tal cosa? Pienso que si realmente les quisieran, si pensaran en su futuro y en su vida como seres humanos, se lo dirían. Ellos quieren dar libertad a sus hijos, y esto es fundamental, pero en ocasiones la libertad es viciada por la sociedad, siempre ávida de nuevos reclutas para engrosar sus filas del conformismo y la unidad juvenil. Hacerles ver que hay otros senderos, nuevos y desconocidos caminos que tal vez valga la pena recorrer, es el mejor regalo que los padres pueden hacer a sus hijos.

Después nos encontramos con la televisión y la sociedad. Joder, esto es un poco más complicado. ¿Miramos la televisión o ella nos ve a nosotros? Largos y farragosos tratados sociológicos se han escrito sobre el poder la televisión a la hora de modelar gustos, atraer consumidores y conseguir que se interesen por las vidas de los demás, siempre mucho más banales que las nuestras. Los jóvenes, y los pelones entre los que más, adoran la televisión, sobretodo esos pueriles y políticamente correctos seriales que pululan por todas las cadenas después del refrigerio nocturno. Y, como idiotas, los pelones y sus parientes quedan embobados ante el transcurrir de las imágenes, y absorben actos y actitudes, modos y formas, expresiones y estética, para su mejor desarrollo como seres humanos plenamente integrados y sodomizados. Ya han sido contaminados, imbuidos en el ideal de persona social y sociable, en la necesidad imperiosa de palabra, acción y succión. En eso consiste la televisión, a grandes rasgos.

Y, por último, tenemos a los amigotes, a los compañeros y camaradas siempre a nuestro lado. No lo hacen conscientemente, no es consecuencia de una acción suya deliberada, pero la verdad es que arrastran hacia sí, hacia la masa en que se han convertido todos juntos, a tantos amigos como pueden. Probablemente, si no eres como ellos, tarde o temprano caerás en la red. Está comprobado. He tenido amigos que no querían entrar en el rollo pelón, que odiaban las catedrales del alcohol y el griterío, y que rechazaban cualquier relación con ellas. Era cuando tenían catorce o quince años; a los dieciséis iban allí encantados, se corrían de gusto al hablar del fin de semana, y te instaban a seguirles, a continuar su camino. Obviamente, eran del todo inconscientes de que habían caído en la trampa, pero tampoco hubiera servido de nada habérselo dicho.
Me canso de contaros todo este rollo, lo admito. No me considero ningún dios omnipotente que haya visto y vivido cuáles son los caminos que las personas deben seguir y haya bajado a la tierra a proclamar la buena nueva y a pedir un cambio en los pelones en particular y a la juventud en general. Ya es tarde para eso. Ojalá fuera ese dios omnipotente y con un spray adormecedor pudiera atontar (un poco más aún) a los insulsos pelones y hacerles ver qué sendero es el que te hace sentir vivo.

Pero en el fondo tampoco es eso lo que quiero. Tampoco quiero ser yo quien decida por ellos y ellas. Tienen que captar dónde se encuentra su vida en este instante y actuar, por sí mismos, en consecuencia. Lo que sí que eliminaría sería la gran caja estúpida, las modas y las muchas convenciones, acuerdos, protocolos y demás mierda que se supone deben seguir los jóvenes como parte de su integración a la sociedad. Incluso hasta de paso podría querer hacer desaparecer la misma sociedad, total ¿para qué demonios sirve? Las cosas buenas y aceptables para el ser humano que posee son rápidamente lapidadas por otras miles, alienantes y miserables, que nos obliga a seguir a rajatabla.

¿Que qué quiero, qué pido, qué anhelo? Muy simple. Quiero un mundo donde los jóvenes, pelones o no, tengan opción de elegir, tengan voz y voto más allá del que pueden aportar en las elecciones democráticas y que puedan y tengan como principio más básico el poder de decidir qué quieren ser, cómo quieren vivir y de qué manera. Pero no me refiero a cuestiones materiales. Hablo de espíritu, de personalidad, de carácter. Los pelones, pobrecitos ángeles, me hacen daño, llevan años haciéndomelo, pero el mayor y más terrible daño se lo están haciendo a ellos mismos; quiero una sociedad que aliente una vida total. Lo del alcohol, la hierba o el sexo me importa un cojón, sienta bien de tanto en tanto, no lo eliminemos. Anhelo la posibilidad de encontrar alguna vez a una joven y que, indecisa, pregunte por dónde debe seguir su existencia; pero que no vaya a un párroco, a un psicopedagogo, o al amigo de turno. En la actualidad, las respuestas serían: ‘el camino está en Dios, hijo mío’; ‘el camino está en ser bueno y social, chico’; ‘el camino está en las motos, las discotecas y el fútbol, colega’. Y eso es lo que no quiero. Mi respuesta sería fácil: ‘no tengo la más puñetera idea. Habla con tu conciencia y a ver qué dice ella’.

Sé que esto queda lejos de la realidad. Los pelones no tienen la culpa de lo que les sucede; o la tienen en parte, como mucho. Lo que más detesto de ellos no es su forma de ser, de vestir o los sitios a los que van, o el daño y el incordio que, invariablemente, provocan allá donde vayan. Lo que de verdad es para mí terrible, aquello que me parece insoportable y que me destroza el corazón y la mente, es saber que otros han elegido por ellos y que no se han percatado de este hecho; no han decidido su vida, ya no es suya, están sujetos y encadenados al tipo de vida que quieren que vivan.

A quienes son los responsables de tamaña inhumanidad, a todos aquellos que les parece aceptable tal situación e incluso se enorgullecen de que su hijo esté entre ellos, a todos estos seres repugnantes los pondría yo en la pira de que hablaba al comienzo, en lugar de los pelones. Verlos consumirse lentamente, sufriendo y abrasándose el alma. Entonces, al menos, me sentiría satisfecho. Porque a fin de cuentas eso es lo que están haciendo ellos con nuestra preciosa juventud.

JSG, 26-28-2-2005