23 de mayo de 2010

Un tesoro (olvidado): subida al Molló de la Creu



Vista así, desde el suelo firme del valle de Marxuquera, la cima del Molló de la Creu parece inalcanzable. Empinada, enconada, como un cucurucho rocoso y gigantesco libre de huellas humanas. Pero, en absoluto. Su cúspide es accesible, su falda agradable de recorrer, y el trayecto hasta su punto culminante se convierte es un paseo que, si bien no exento de cierta dificultad para los que no suelan hollar tierras elevadas, ofrece al caminante (sobretodo si acude allí solo, como buen montaraz y amante de las montañas) uno de esos tesoros olvidados que preñan la comarca, sin que casi nadie lo sepamos.



Desde su vertiente sur, la cima se redondea, el camino se delinea mejor, y la sensación de verticalidad desaparece. Entonces te rodea un bosque bajo de zarzas y matorrales, flores y vegetación exuberante, incontables depósitos de color y perfumes montañosos. A paso lento por una senda estrecha pero bien marcada (excepto en un llano pedregoso, a medio trayecto del pico, donde se difumina y pierde su identidad), ascendemos sin prisas aspirando ese aroma típico del monte, que despeja narices y espíritus.



Llega el momento del descanso. Apartas la mochila, abres la botella, echas un trago, diriges la mirada alrededor tuyo... y en ese entreacto de quietud física captas, sientes y entiendes por qué has elegido ir solo, y por qué allí, en medio de esa nada arbustiva en la que no hay alma humana a la vista, excepto en la hondanada que descansa allá abajo, a una eternidad de espacio. No llevas teléfono (blasfemo sería su sonido en tales picos vírgenes), apenas nadie sabe que andas por tales alturas... un ligero resbalón, un pie mal apoyado, un momentáneo error de cálculo entre roca y roca, y el despeñe es sensacional... Y la muerte, próxima. Fantástico.



Por sorpresa aparece, mirando más allá de tus pies, una pequeña ventana libre de montañas, permitiéndote contemplar tu hogar, que no es más que un mero parche de color granate extraviado junto a otros muchos. Allí reposan tus gatas (a alguna la echo de menos de vez en cuando...), el tiempo perdido (luego bien ganado), y también una parte de tu propia existencia, lejana, actual, y por venir. Ansías volver, pero aún no es el momento. El calor achicharra mi pescuezo, las zarzas atraviesan la piel de mis piernas (despiste de principante, echar al monte con pantalones cortos...), y el sombrero de paja apenas resguarda de la poderosa estrella. Mas hay que seguir. No porque haya recompensa, o porque con la cima se consiga algo, sino porque lo piden los músculos, las fibras, y las células... hasta la última partícula de tu ser.

Y, por fin, el fin es el principio. Llegas. La coronas. El cielo se despeja. Nada por encima de ti más que el azul libre de nubes. Te descalzas, dejas que las brisas invadan tu cuerpo, y hasta casi te desnudas (estaba solo, ¿qué más daba?). Realizas un travelling circular. Completas, también, un círculo en torno a ti mismo, sin cámara, sin mirar, sólo hacia tu intimidad. Después, extraes el bocadillo, y mientras masticas, con parejas de mariposas retozonas amenizando la visión, tarareas unos himnos de los Beatles, y te ríes de esa locura, de eso que haces sin nadie más. Como casi siempre.



El Montdúver mira de cerca con su arrogante altura, pero su sendero hasta la cumbre, bien asfaltado, amplio y sin tropiezos, es aburrido, repetitivo y tan transitado que casi carece ya de atractivos. El Molló, por su parte, desafía, invoca, y causa respeto. Es un hermano menor de aquel, pero sólo con relación a niveles o elevaciones. Porque si uno quiere estar solo, en verdad, sin molestias ni tropiezos (aunque, lo reconozco, un encuentro con una bella dríade me hubiese venido muy bien...), lo mejor es huir de sendas asequibles y facilonas. Y el Molló, con su pirámide rocosa, amaga un itinerario singular, exento de presencias incómodas, y apenas a un tiro de piedra.

Es un tesoro, en efecto. Tesoro cuya recompensa se ofrece, como lo hace toda montaña, no al rematar su cima, sino antes incluso de iniciar el camino. Porque la satisfacción no está (o no debería, a mi juicio) en ella, en su cúspide, en llegar allí y hacer la foto de rigor, sino en descubrir qué somos, y en qué nos convertimos, cuando pisamos sus piedras, atravesamos sus zarzas (el dolor es el ingrediente principal de la dicha) y echamos un vistazo a ese mundo enorme que se extiende desde el pico hacia el infinito y, en él, nos reflejamos.

La montaña somos nosotros. Y ella vive, también, en nuestro interior.

(Fotografías: El Hermitaño)

20 de mayo de 2010

Nosotros (y ellos)



A veces pienso qué fue. O quién. Qué o quiénes me impulsaron a no seguir; a no dejarme deslizar hacia allá; a girar la cabeza en otra dirección; a decir “no”; a pensar que había otra forma de hacer las cosas: a, en resumen, no ser como ellos. Algunos momentos que me indujeron a hacerlo, a no seguir lo que se solía seguir, a no pintar nada en el cuadro social imperante, los recuerdo nítidamente, como me acuerdo de ciertas personas que facilitaron (o complicaron, para bien) las cosas; a esas personas, de hecho, jamás las podré olvidar.

Debía tener unos doce años, quizá trece recién cumplidos. Mis compañías, vistas con la lupa del tiempo, no eran demasiado prometedoras: holgazanes, fracasados académicos (yo era uno, no nos engañemos), adolescentes con vespinos, tipetes duros del tres al cuarto, y algún que otro ocasional individuo singular, que brillaba algo, pero cuya luz, ciegos mis ojos, yo todavía no percibía. No había miga alguna entre todos ellos, y yo tampoco valía apenas nada, aunque ya empezaba a hacer cosas ligeramente pintorescas, como coleccionar fascículos de astronomía o leer novelas de Stephen King, y me atraía la idea trabajar de observador de los cielos en un remoto pico andino, si no terminaba tocando la batería en algún grupito de la urbe... Esto, sin embargo, estaba aún dentro de mí; no había brotado al exterior, por miedo, porque sonaba demasiado “raro”. No lo veía a mi alrededor, no había nadie con quien compartirlo; eran cosas excéntricas, que no mencionaba a nadie, excepto la quimera del rompeparches (no en vano, un par de años atrás había tratado de formar un grupo con otros amigos... incluso nos pusimos nombre, “Rayos X”, o algo así, xD).

Un día, en el portal de mi casa, nos reunimos cinco amigos (ahora entiendo que es incorrecto llamarles como tales, pero entonces lo eran, o así lo suponía yo...), tres de ellos con sus cacharros de dos ruedas a motor, negras, relucientes, incitantes. Me gustaron, me atrajeron, las quise de inmediato: acelerar por las calles serpenteando entre los coches, echando humo, haciendo ruido, llevando (tal vez) a alguna amiga en la parte trasera, que se apretara a mi espalda, mientras atravesábamos el pavimento agrietado de la ciudad... la visión fue grandiosa, como de libertad desconocida, como una dimensión nueva que promete aquello que antes ni siquiera habías soñado. A partir de entonces olvidé la astronomía, los cielos y la inquietud por molestar al vecino con mis ensayos ruidosos. No eran propósitos incompatibles, desde luego, pero por unos días aquello que tan arraigado estaba en mí no echó más raíces; murió, desapareció, se quebró. Sólo pensaba en chicas montadas en el ciclomotor, llevarlas a bailar, ser un macarra, y dedicarme a un trabajo cualquiera. Los sueños fueron sustituidos, las ilusiones cambiadas, y los apetitos pretéritos arrinconados. No era nada malo, en absoluto, pero sí muy del montón, conforme al gusto de los que me rodeaban (amigos, ambiente, escenario social...), y muy acorde con lo que se supone que debes llegar a ser, si nunca te has planteado las alternativas existentes (o, incluso, si éstas existen).

Le pedí a mi madre, tras unos días de intenso deseo agitándose en el pecho, un artilugio móvil como aquellos que lucían mis compañeros. Se lo pedí entusiasmado, como nunca le había solicitado nada, y aunque sospechaba ya una negativa por motivos económicos, a la que debería hacer frente con toda mi capacidad persuasiva de adolescente, su respuesta a mis súplicas fue tan inesperada que, con un simple ademán de su mano y una frase que no olvidaré mientras viva, me dejó anonadado: “te gusta [la moto] porque la tiene David, pero en realidad no la quieres”.

Nunca, ni antes ni después, ha dicho jamás mi madre algo tan auténticamente cierto, tan genuinamente preclaro respecto a mi pensamiento. Nunca dio tan en el clavo, ni nunca supo, de hecho, el favor tan gigantesco que sus palabras, resonantes durante semanas en mi cabeza, causaron en la mente de este ermitaño en sus tiempos escolares de muchacho melenudo y desgreñado.

No dijo que rechazaba la idea de comprar ese cacharro con ruedas, sino que yo no la quería: o sea, me entendió mejor que yo mismo (ahora lo comprendo, entonces no inmediatamente), supo avistar qué era yo y lo que deseaba en verdad (para eso están las madres, eso es ser una madre), más allá de las apariencias, de la fiebre de un día, del ansia juvenil, intensa pero mudable. Quizá porque me había visto merendar mis gofres mientras visionaba un documental de astronomía, una vez más entre varias miles; o porque recordaba mis conciertos del viernes por la tarde, aporreando las sillas con mis baquetas infantiles emulando a Pick Withers. Por el contrario, cuando le pedí un telescopio tiempo después, me aseguró que trataría de conseguírmelo más tarde (al fin lo compré, con mis medios, a los dieciocho años), y lo mismo con la batería (ésta aún está en el limbo, pero llegará, a no tardar mucho).

Ahí radica la clave: mi madre reparó en qué era producto del ambiente, de las influencias, del mundo del más allá, que no nacía por mí mismo, de mis mismas inclinaciones, sino del entorno, del grupo. Desechó mis apetencias momentáneas, producto de un pasajero interés, pero garantizó realizar (o al menos tratar de hacerlo) las que llevaban fermentando en mi espíritu durante años. No estoy seguro de que fuera consciente del valor de sus palabras. Pronunciada en la encrucijada crítica de todo hombre que aún no lo es, en ese punto abierto a mil mundos que es la adolescencia, la frase materna me despertó, espoleándome (aunque de nada sirviera para llegar a ser astrónomo ni batería de rock) a perseverar en aquello que me hacía sentirme bien, a mantener mis gustos, pese a su excentricidad, pese a ser propio de “raros”, aunque todo a tu alrededor luchara contra ello, tratando de destruirlo.

Ahora pienso donde podría estar, en qué se habría convertido mi “yo” si, en lugar de aquel “no” categórico, mi madre hubiese sido más indiferente, más indolente, más quizá como las demás madres y padres, y hubiese accedido, dejando a la puerta de la entrada de casa una de esas máquinas chirriantes (que hoy tanto odio...), quizá haciéndome feliz cinco minutos y desdichado el resto de mi vida (aun sin saberlo, ni ella ni yo). O puede que no fuera de esta forma, después de todo. Quién sabe.

Nuestra existencia se nutre, para configurarse como tal, de momentos así. Son millones los caminos que no seguimos, las decisiones que no tomamos, las alternativas que omitimos, y las opciones que desechamos. Es la magia del ser. Lo que cuenta es mantenerse fiel a uno mismo, desafiar lo otro, plantarle cara, sonreír, y seguir avanzando. Ya lo sabéis, ¿verdad?

Resistid. Que nadie elija por vosotros. No lo permitáis jamás.

(Fotografía: El Hermitaño)

6 de mayo de 2010

Pinet, la tierra de silencio



La mañana había sido estéril. No suele pasarme, pero a veces ocurre: tratas de llenar las horas, pero al carecer de un plan o programa diario de tareas (que, por cierto, nunca he tenido; aunque admito su eficacia, debe ser aburridísimo...) dejas que sea tu instinto, el deseo del “qué hago ahora” quien decida. Es el privilegio de ser “rey de tu tiempo”. Mas hay días en que quieres abarcar tanto que son demasiados los frentes que resolver, excesivas las ideas que cohesionar, ilimitadas las lecturas que abarcar, y el resultado es que, sin decidirte por nada concreto, el tiempo muere, el ansia queda insatisfecha, y la comida te parece inmerecida e innecesaria; has hecho muy poco, el apetitito ha huido y el estómago no traga.

Como si no percibieses ya la vida (la tuya), como si notaras que falta el aire, te sientes desencajado, mortecino, herido y pobre. Quieres algo, es imprescindible, pero no sabes qué. Miras a tu alrededor, cavilas opciones, sopesas acciones, pero sigues sin decidirte... y el tiempo pasa, vuela, se escurre y jamás regresará. No sabes cómo hacerlo, ni cuando, ni si quiera dónde; sólo que debe ser hecho, y pronto. Entonces, en un mar de confusiones, en el laberinto de las decisiones no tomadas, con las resoluciones y determinaciones habituales abortadas, fijas como meta el escape, la fuga, desertar de ti mismo. Marcharte para descubrirte; perderte para encontrarte.

Y llegas, expectante, a la tierra soñada. Enfilas la senda, admiras la belleza, te dejas llevar, te abandonas; cuando llegas al alto el lastre mental desaparece, el paisaje abierto despeja tus ideas, el donaire de los abejorros señala el camino, fácil, conocido, transitado. Está allí, en medio de las zarzas, respira a través de las flores, late debajo de tus botas: ¿cómo ha podido olvidársete? Tropiezas con la madeja arácnida, las moscas succionan tu vida (traidoras), los halcones sonríen desde las nubes, los pinos abrazan nieblas de mosquitos, el mistral trae en bandeja tiras de cirros, y las rocas destilan colores ocres, revelan una vida antiquísima que quedó prensada a su raíz pétrea, y condensan señales estriadas de minerales atrofiados y disueltos, anteriores a todo diluvio.

Pinet dormita, a tus pies. Nada oyes, porque nada genera sonido. Escuchas, lejos, como en otra galaxia, cómo se acercan vehículos; sólo ellos, malditos, rompen la magia del no oír. Pocos saben existir sin ser advertidos, y casi nadie descubre cuán valioso puede ser permanecer ignorado por los otros. Los que ansían ser vistos y quedan tristes sin una mirada ajena que les preste atención, de ir allí padecerían pronto demencia. Sólo hay un ojo que mire: el de Dios (el nuestro, si se quiere).

El paisaje que envuelve Pinet parece un tapiz recosido miles de veces, distribuido en infinidad de pequeñas parcelitas de verdes diversos. Arrojadas en medio de un valle aletargado por la quietud vespertina, invitan a visitarlas, a trabajarlas con la azada y regarlas con el agua santa que brota de inagotables fuentes cercanas. Pero, también, a tumbarse en sus cobertores de hierbas, mientras corretean los conejos y el lánguido sol se acuesta sobre las montañas. Es tierra de disfrute, ajena a la masa, al chirrido mundanal, a la moneda soez y a la migraña mental, como la que me aquejaba por la mañana. Un momento allí, en la cresta elevada, y se hiende la incertidumbre; la convicción regresa, la duda se esfuma. Y uno vuelve a saber qué es la vida, y cómo vivirla.

Me he traído un pedazo gigantesco de ese cerro mágico, un bloque pétreo que semeja un meteorito añejo que perforó la atmósfera en épocas pleistocenas, por lo menos. Está veteado por serpenteantes coágulos de mineral, como si hubiera sufrido presiones intensas y posee (lo que diría yo que son) restos de conchas marinas... o algo así. Es un testimonio mudo de la singularidad y el encanto de esa tierra, tan cercana pero que se diría habita en la prehistoria (y a Dios gracias). Un pueblo rodeado del tiempo perdido, del espacio incorrupto, que pervive quizá sin saber el tesoro que aún preserva.

La roca pinetense yace ahora, colosal y sugerente, en el escritorio. Sus recodos macizos y meandros minerales inducen a aprovechar cada fibra de tiempo verdadero que la providencia tenga a bien dispensarnos. Aprovecharla, sea como sea, aunque sea haciendo nada (que, si se sabe que nada se hace, ya es hacer... ¡aunque nada se haga!). Dentro de poco, en un abrir y cerrar de ojos, todos seremos meros residuos polvorientos, hojas marchitas de un libro olvidado, que nadie abrirá ni leerá. Compañeros silenciosos de esa roca robusta que, callada a su vez, ennoblece mi escritorio.

Tic-tac. Tic-tac...

(Foto: El Hermitaño)

27 de abril de 2010

McDonald's y yo



Cosa hará de un mes cuando, mientras merendaba en casa tranquilamente, sonó el teléfono y, tras unos instantes en los que no le hice el menor caso (no suelo contestar, a no ser que espere una llamada relevante) fui a cogerlo a regañadientes, muy irritado por la interrupción. Oí la voz de una joven que me pedía unos minutos para contestar una encuesta, y me disponía a colgar de inmediato, pero dijo no sé qué sobre McDonald’s y yo, ingenuo, creyendo que aquello sería una especie de estudio de opinión ecologista sobre las formas y comportamientos de aquella multinacional –momento, pues, ideal para descargar mis iras contra ella, meter un poco de cizaña–, acepté y me dispuse a soportar esa voz femenina que recitaba las preguntas estereotipadas y uniformadas.

Le advertí a la chica (y es cierto) que yo jamás había entrado en un restaurante de comida rápida, ni mucho menos en un McDonald’s; y le aconsejé que sería mejor mi hermana para tales menesteres, porque ella sí es una usual consumidora de la comida rápida y con ella tendría, pues, una opinión mucho más veraz y ajustada a la realidad. Pero la del teléfono me aseguró que ya tenían la valoración de mujeres en aquella edad y situación, y que, en cambio, les faltaba la de un varón entre 25 y 35 años, y que yo encajaba en ese perfil (aquello fue un insulto en toda mi cara, pues siempre he odiado “encajar en los perfiles”, del tipo que sean...).

Tras las cuestiones más preliminares e insulsas (“¿le parece correcto el nivel de limpieza en los restaurantes?”, “¿cree que la atención al cliente es la adecuada?”, etc.), en las que respondí con cierta indiferencia, pues era algo de lo que no tenía la menor idea, llegaron las de contenido, digamos, ético y nutricional (“¿cree que McDonald’s trata bien a sus empleados?”, “¿opina que la carne empleaba en los productos de McDonald’s es cien por cien vacuno?”, “¿le parece que la calidad de los productos de McDonald’s es la mejor posible?”), unidas a otras más polémicas y casi como de chiste (“¿cree que con la alimentación que McDonald’s ofrece se favorece un tipo de vida saludable?”, "¿le parece adecuada la publicidad que realiza McDonald’s de sus productos?”), que contesté en un tono bastante agrio y despectivo.

Cuando no tenía muy clara la respuesta, le hacía ver a la telefonista que no sabía objetivamente cómo era en realidad un establecimiento de aquellos, que desconocía el sabor de sus productos, la higiene de los váteres, si la sonrisa de sus contratados era sincera o falsa, o si empleaban aceite o no para preparar las hamburguesas... pero ella desdeñaba mis dudas y me apremiaba, diciendo solamente... “Ya, pero entonces, ¿qué anoto?”.

Mis vacilaciones fueron en aumento cuando, al final de la encuesta, empezó a hacer preguntas falsas y con obvia mala intención. Una de ellas decía: “¿Sabe usted que McDonald’s realiza programas de nutrición saludable para niños?”; otra decía: “¿sabe que la carne que emplea la empresa se obtiene en granjas y fábricas ecológicamente respetuosas y que sus prácticas no dañan en absoluto al medio ambiente?”. Pero... ¿cómo coño voy a saber yo eso? Es más: ¿cómo sé yo que eso que dicen es cierto? ¿Quién me lo asegura? Si un maldito papel impreso dice que McDonald’s no daña la selva con sus instalaciones ganaderas ni que tala árboles tropicales para confeccionar sus envases, ¿voy a creérmelo? Pero, claro, si respondes que no lo sabías entonces quedas como un idiota, porque has realizado afirmaciones sin conocer esas grandes verdades que ellos sostienen; y si dices que sí lo sabías entonces te contradices con lo que antes habías sostenido (siempre, desde luego, que hubieras dicho algo en contra de la empresa).

Ahí estaba la trampa, por supuesto. Eran preguntas falsas, y ante ellas, nada se puede hacer. Yo me quejé a la tipa del teléfono, protestando porque no podía contestar a las mismas sin información más veraz acerca de las actuaciones de McDonald’s, o sin que tales afirmaciones fueran corroboradas por algún organismo gubernamental o independiente. Pero a ella, a la que seguía preguntando por teléfono, aquello le importaba una mierda: sólo quería cerrar la encuesta, dar por terminada la sesión y rellenar el perfil con mis “respuestas”. Debió repetirme unas cien veces “Ya, pero, entonces, ¿qué anoto?”. Me hubiese gustado decirle que podía anotar lo que le saliera de sus más profundos agujeros, que podía anotar que todo era una asquerosa farsa, una puñetera patraña, y que el puto McDonald’s me debía veinticuatro minutos de tiempo, echados a perder por mi tonta inocencia y por su desfachatez al tratar de engañar, embaucar y querer volvernos imbéciles a todos. Cuando la tipa dejó de hablar y volví a mis avellanas, quería ir con una maza al McDonald’s más próximo y hacerlo pedazos...

Unos días más tarde otro telefonista me llamó para conocer mis gustos radiofónicos. Acepté, aún no sé por qué. Le informé de que sólo escuchaba Radio Nacional de España y Radio Clásica; y, al poco, cuando empecé a oír preguntas algo ambiguas y turbias y quise dejar constancia de mi desacuerdo, el del otro hilo me dijo: “Entiendo, señor, pero es que yo debo anotar algo aquí”. Entonces, sin dudarlo, colgué.

Y, sí, me sentí mucho mejor.

19 de abril de 2010

El hombre ensimismado (o auténtico)

El siguiente texto de Ortega y Gasset debería, a mi juicio, estar enmarcado en la pared de toda aula, de todo colegio, de toda universidad, e incluso en cada casa de este mundo. Sólo siguiéndolo llegaremos a edificar una sociedad capaz de vanagloriarse de sus miembros, y no de ser, éstos, meros autómatas proclives a la opinión común, al gusto de la mayoría, a la tendencia de la masa, y al destino ordinario y plano que la misma les reserva:

"No hay otro modo de ser efectivamente lo que se es que ensimismándose; esto es, antes de opinar o actuar sobre algo detenerse un instante y, en vez de hacer cualquier cosa o pensar lo primero que viene a las mientes, ponerse rigurosamente de acuerdo consigo mismo, esto es, entrar en sí mismo, quedarse sólo y decidir qué acción o qué opinión entre las muchas posibles es de verdad la nuestra. Ensimismarse es lo contrario que vivir atropellado -en que son las cosas del contorno quienes deciden nuestro hacer, nos empujan mecánicamente a esto o a lo otro, nos llevan al estricote-. El hombre que es sí mismo, que está ensimismado, es el que está siempre sobre sí, por tanto, que no se suelta de la mano, que no se deja escapar y no tolera que su ser se enajene, se convierta en otro que no es él.

Lo contrario de ser sí mismo, de la autenticidad, del estar siempre dentro de sí, es el estar fuera de sí, lejos de sí... La voz castellana "otro" viene de la latina
alter. Pues bien, lo contrario de ser sí mismo es alterarse, atropellarse. Y lo otro que yo, es cuanto me rodea: el mundo físico -pero también el mundo de los otros hombres, el mundo social. Si permito que las cosas en torno o las opiniones de los demás me arrastren, dejo de ser yo mismo y padezco alteración. El hombre alterado y fuera de sí ha perdido su autenticidad, y vive una vida falsa...


Ahora bien, con enorme frecuencia... nos hemos abandonado a los otros y vivimos en alteración, en perpetua estafa de nosotros mismos. Tenemos miedo a nuestra vida que es soledad y huimos de ella, de su auténtica realidad, del esfuerzo que reclama, y escamoteamos nuestro auténtico ser por el de los otros, por la sociedad. Pero esta sociedad no es la compañía efectiva...: esta sociedad a la que me entrego implica que previamente he renunciado a mi soledad, que me he embotado y cegado para ella, que huyo de ella y de mí mismo para hacerme 'los otros'" .

José Ortega y Gasset, "En torno a Galileo", Alianza Editorial, p. 93-94.

9 de abril de 2010

Fauna del Camino



Para los andariegos de corte solitario, los vagabundos de calles, caminos y zanjas olvidadas que en ocasiones pasan todo un día sin abrir la boca, o sin compartir con otra alma las vicisitudes vitales, la visión esporádica y fugaz de otros que frecuentan el mismo paso puede llegar a ser, con el tiempo, motivo de alegría interior. Tal visión complace por hacer coincidir en tu trayecto a esos extraños con quienes te comunicas con tan sólo un ligero movimiento de cejas, una breve inclinación de cabeza o un gesto con la mano, o, si el encuentro ya es habitual, un “hola” o un “buenas”.

No son amigos, en realidad; pero sientes, a la larga, afecto por ellos. No son conocidos, de hecho; pero percibes algo que los hace familiares. No transmiten conocimiento ni saber alguno, desde luego; pero gracias a su encuentro descubres cómo son, cómo valoran ese tenue contacto, e incluso por qué circulan por allí, la misma senda que tu hoyas a diario. Y todo ello sin mediar apenas palabra alguna. Los que tienen a su vera fuentes de habladuría continua y presencia humana perpetua quizá no entiendan cuánto puede ofrecer el silencio del hallazgo entre iguales, el momentáneo cruce de dos errantes en el polvo del camino.

El peregrino suele ser el primero en verse: recorre la senda de arriba abajo, a cualquier hora, en toda circunstancia ambiental (tueste el sol, llueva a plomo, abrume la niebla...). Lleva un moderno bastón de apoyo (de esos metálicos, horribles) en su mano izquierda, una mochila vieja descansa en su espalda y su sombrero de paja bloquea la luz estelar que se vierte desde lo alto. Con una concha blanca colgando de su cuello y una compostelana en el bolsillo diríamos que se ha extraviado, canjeando la ruta de las estrellas por la ruta a ninguna parte, el Camino por el Camino, la dirección a Santiago por el rumbo a sí mismo. Parece un vagabundo perdido que persigue aquello que se le escapó en su juventud, y que prosigue la marcha sin fin, mientras le duren las fuerzas, aunque quizá presienta que tanto paso no lleva más lejos, ni permite huir de nuestra propia desazón.

El abuelo de la Typhon, por su parte, no anda, sino que va a lomos de una escúter, pero circula a tan baja velocidad que creo poder ir más rápido si apremio mis zancadas. Por tal motivo, el pobre va haciendo ligeras eses, y temo que pueda acabar en el fresco asfalto (está recién esparcido) si pierde un poco el precario equilibrio. En el pequeño portamaletas trasero lleva eternamente su azada junto a un par de viejos periódicos, y un puro ruinoso asoma en su boca; sus chisposos ojos azules rememoran un pasado seguramente muy travieso, y en más de una ocasión nos hemos cruzado mientras alzaba su mano (“¡Ay, que se cae!”, pienso siempre entonces) y gritándome “¡Caminante!”. Uno de los mejores halagos que sin duda pueden hacérseme...

Sigamos. Ahora nos topamos con el “señor Kant”. El “señor Kant” es puntual. Diré más (y mejor): es una fiera con el reloj. Como el pequeño sabio de Konigsberg, por el momento en que lo ves paseando puedes saber, con la exactitud de un despertador, la hora que es. Nunca falla. Es como si tuviese un mecanismo de precisión suiza en su interior que le llevase a aparecer justo en el instante correcto. Yo, que nunca uso reloj (empleo el solar, durante el día, y el de las estrellas [si no hay nubes, claro] por la noche), y a veces tengo un compromiso o una “cita” (con mi madre, más que nada, para que la lleve a comprarse unos zapatos, o si debo recoger a mi abuelo en la marjal...) empleo su presencia (al principio, mitad o final del camino) para descubrir por dónde anda el minutero y la aguja horaria. Y, repito, nunca falla. La labor social de este individuo es inestimable; el ayuntamiento debería darle una pensión vitalicia, porque es mucho más útil que la mayoría de politicuchos y funcionarios del Estado...

Las féminas no abundan en el paraje; y no digamos las de escasas primaveras. Todo lo que la vista puede disfrutar es la ocasional entrada en escena de un par de amigas, que casi por chiripa aparecen por allí, trotando con sus largas piernas, que te saludan entre divertidas y retozonas. También aparece alguna mujer, ya más mayor de cabello plateado pero rauda figura, que con su gran cánido, fiel acompañante, atraviesa veloz el sendero y se pierde de vista enseguida. Igualmente atrae la contemplación de una muchacha adolescente con su bicicleta serpenteando los socavones del terreno, y cuyo rostro acalorado te mira algo intranquilo, como deseando confiar pero aún sin estar segura del todo. Pero se trata siempre de epifanías fortuitas; por desgracia, no puede uno ir más allá.

El resto de fauna es aburrida, y generalmente molesta: payasos pelones que van arriba y abajo haciendo carreras con sus bichos ruidosos y que inundan los caminos de basura y desechos cuando se detienen a parlotear; los que pasean al perro para que vean qué bello es (el perro, no ellos) y cuán alto pedigrí posee (inversamente proporcional a la inteligencia de sus dueños), sin entender que los perros, en realidad, son ellos mismos; los tíos cachas que, ataviados con mayas apretadas para marcar músculo y gafas oscuras para escudriñar sin ser vistos, danzan quemando calorías, grasa y cerebro; las abuelitas cacareantes en grupo con su rollo gastronómico (“¡Pues a mí el pollo me sale riquísimo!”) o que aúllan como cacatúas al hablar de sus nietos guapísimos; o las mamás que quieren recuperar su esbelto tono mientras sueñan con un pasado que jamás volverá y detestan verse a sí mismas por las mañanas...

Pero estos no son los Caminantes. Sólo transitan por el camino; mas desconocen qué es, para qué sirve y qué puede ofrecernos. Quizá nosotros tampoco lo sepamos bien, pero sí podemos sentirlo: cada vez que nos ponemos las botas e iniciamos la marcha; a cada paso que damos mientras contemplamos el sol poniente, la nube que corre por el firmamento o el conejo que atraviesa el sendero en busca de un mejor refugio. Y es algo que también sentimos cuando aquel vejete nos saluda haciendo equilibrios en su escúter, cuando Kant vuelve a marcar la hora, cuando la chica de la bicicleta sonríe acalorada, o cuando tú mismo te observas, durante el acto de avanzar sobre la grava, deseoso por no dejar jamás de hacerlo, movido por una fuerza desconocida y que parece eterna en tiempo e infinita en intensidad.

El Camino afianza las confidencias mudas, une a extraños con lazos de simpatía a distancia, y enseña que con el silencio y la independencia también es posible poner los moldes de la amistad y la camaradería. Y quién sabe si, andando el tiempo y gracias a un ímpetu del destino juguetón, también los del amor y la pasión.

Echemos a andar, pues.

(Fotografía: El Hermitaño)

31 de marzo de 2010

"Northern Exposure" (Doctor en Alaska): episodio 3x19, "Toque de diana"





“Primavera, primavera, primavera... naturalmente los pensamientos de este amigo vuestro se dirigen hacia la muerte; no como final, tal y como la ven los demás, sino la muerte en un sentido cíclico: las mareas, altas y bajas; el alba y el anochecer, ese tipo de cosas...”.

Tiempo de aventura, de estar solo y bien acompañado, de olvidar el joven un pasado cargante, o abrazarlo el espíritu viejo como novedad ansiada, de cambiar de color de ropa, y de amor (sea éste real o irreal, aunque siempre verdadero), de pensar en el brote de hierba que pugna por elevarse, y de rebrotar a la luz del fuego catártico, como una espurna que brilla justo antes de desaparecer en el cielo de la oscura noche. No hay nada que no muera y, tarde o temprano, reaparezca de nuevo. Todo se pudre, consumido en el mal del tiempo; pero, después, resucita con vigoroso ímpetu, y desprende el aroma de la pureza, la santidad de un recién nacido, y el mismo tiempo es aliado de la belleza y elegancia que invade el mundo. Entonces, incrédulos y fascinados, preguntamos, como lo hizo Leopardi: “¿Vives tú? ¿Vives, santa/ Natura? ¿Vives, y al dormido oído/ llega el acento de la voz materna?”.



Nadie sabe nunca dónde se halla la sabiduría. Es imposible predecir de dónde surgirá la siguiente idea sublime acerca Universo, el pensamiento que reoriente la vida de mortales, ese descubrimiento imprevisto, la marca de la genialidad. Joel empieza a entender esto cuando recibe la visita de Leonard. Tras la apariencia vulgar puede esconderse un alma noble, que es como decir que debajo del folclore rural hay un poso de epistemología radical, lúcida y juiciosa, pero tan falible como la ciencia médica más racional. Joel no concibe tal posibilidad, y recibe una reprimenda bien merecida. La virtud de curar empieza por uno mismo, y es una fuente rica y útil, pero se obstruye si creemos que sólo nosotros la poseemos. Leonard enseña la lección, con humildad: “nuestro cometido es hacer que nuestros pacientes se sientan bien, sin hacerles daño”. Quien se arroga la potestad del saber está destinado al fracaso.



A veces conviene dar rienda suelta al fervor amoroso soñado, mas nunca realizado. Suele ser más intenso, más grave y más hondo. La pasión por hallar ese otro ser que dote de goce y placer el vivir puede hacernos construir la más perfecta de las fantasías, que es absolutamente real (y, por tanto, auténtica) mientras dura, casi eterna, en el pensamiento, por mucho que resista la materialidad. Maggie persigue algo que nunca ha poseído. No lo tiene (no lo tendrá nunca, podemos aventurar), pero el obstáculo es salvable. Arthur existe en la realidad como un ser y en la mente de Maggie como otro. Son distintos, pero son uno. Maggie, para hacerlo tratable, para poder ser con él, le confiere un ropaje adecuado. Oso-Arthur son las dos caras de la misma moneda; pero Maggie sólo puede vivir con uno de ellos; el otro, el que habita en sus profundidades sinápticas y emocionales, desaparece cuando se alcanza la familiaridad, el contacto, la ordinaria presencia del día a día. El fin de la hibernación del amigo ursino conlleva su vuelta a la vida, y la muerte de su alter-ego maggiano.



Por ello Maggie se sorprende, y descansa pensativa en un tronco junto a la corriente del río: su amor ha ido más allá de la realidad, su estima ha traspasado el umbral de la ontología, de lo que es, para remontarse hasta donde moran las esencias de los seres, hasta aquel punto en donde todos son espíritus, y el camuflaje físico no existe. De ser Maggie y Arthur simples inmanencias podrían ir de la mano hasta el fin de la eternidad; son sus cuerpos los que los hacen incompatibles. Pero el amor persiste, y aguarda al fin mortal para la unión definitiva.



Los pollitos que, rompiendo su cascarón, se abren a la nueva vida, que empiezan a piar rodeados del aire y desprovistos de la protección ovalada, son como actores que suben a la tarima, como escritores que ponen una hoja en el rodillo de la máquina, como pintores que mezclan sus colores en la paleta, frente a un lienzo de blanco puro: todos ellos pergeñan su futuro de aventura, la hazaña de hoy y mañana, y la tiñen de riesgo, porque eso es el arte y la vida, la vida y el arte. La muda de piel de Shelly, el gusto por los huevos de Holling, la necesidad de hallar alguna sorpresa en lo cotidiano de Maurice, todo representa el ansia de cambio, el espíritu de la permuta, de lo antiguo en nuevo (y viceversa, en aquel último): colmar de experiencias, olores, visiones, sentimientos y vivencias lo que no ha sido aún, lo que proporciona la primavera, o bien partir de lo ya vivido por otros, de lo que fueron raíces y pasados lejanos, para refrescar el hoy y dotarlo de un aliento perdido por el transcurrir hastiado de días maduros.

Renovemos nuestro vestuario, como Ruth-Anne; plantemos semillas, como Marilyn; salgamos a los bosques en soledad, como Ed; saneemos nuestros cuerpos, como Holling y Shelly; escuchemos aquello que los demás tengan que decirnos, como Joel; acariciemos, como Chris, a esas criaturas recién nacidas que brotan de la nada e inundan de vida en un estallido de entusiasmo y curiosidad; hagamos de tripas corazón y sigamos adelante, como Maggie, pese a los límites que nuestra existencia impone; y trepemos, como Maurice, al tejado de nuestra casa para admirar el amplio horizonte de tiempo y espacio que nos espera por delante. Aunque sólo quede un minuto, aunque mañana nada exista ya, valdrá la pena echar un último vistazo. Mientras una melodía (interior) nos habla, y los ojos miran al infinito, mientras los animales crecen y las plantas florecen, la primavera enseña la luz y fortaleza de la Tierra. “Vive cada día como si fuera el último; sé, amigos, que eso es una vieja castaña, pero intentad asarla de esta manera: cada día debería ser primavera. Cada día deberíamos despertarnos renovados”.

Que así sea.

22 de marzo de 2010

Azada y sierra, cuerda y pico



El rocío matinal impregnaba de humedad la hierba alta de la entrada. Cargábamos con todos los bártulos, herramientas pesadas y antiguas, mientras yo trataba de evitar pisar aquellas frescas flores silvestres. Mis padres suelen reprobar mi escasa diligencia con dicha turba vegetal, que dificulta incluso el paso, pero viendo sus amarillos, blancos y violetas juzgo que eliminarlas sería como infamar la belleza que la naturaleza presta desinteresadamente a caminos y atajuelos. ¿Quién soy para cortar con afiladas hojas de acero lo que ha costado tanto (miles de millones de años, ahí es nada...) en aparecer y brotar?

El sol gana altura y disipa nubes de niebla madrugadoras cuando damos comienzo, tres generaciones de hombres con idéntico nombre y primer apellido, a esas tareas de desbrozado, cortado, y quemado (que tanto parecen gustar a mis mayores) que librarán parcialmente a la morada de su espesura verde y algo salvaje. Ya he confesado otras veces que prefiero la apariencia de loco amontonamiento clorofílico, el campo incontrolable de crecimiento incesante, la verde profusión de plantajes y arbustos de toda laya, al pelado y arreglado semblante del jardín tratado con esmero y tacto. Lo silvestre, que va a su aire, que toma el espacio y el tiempo según antojo y predilección, es con diferencia la mejor forma posible de ‘diseñar’ un vergel. ¿Quién puede hacerlo mejor que Ella?

Con todo, en ocasiones los hierbajos pueden incordiar, o pueden desarrollarse hasta alturas y anchuras prohibitivas, reventado pavimentos, destrozando macetas, conquistando territorios ajenos y fastidiando a quienes no ven en la borracha crecida botánica una virtud y un milagro digno de elogio, sino un motivo para poner en marcha sierras mecánicas, taladros, y demás metalurgia moderna. En [pequeñísima] parte, llevan razón; de modo que allí estaba yo aquel sábado radiante, amante de los yuyos gigantes y soberanos, dispuesto a arrasar tales formaciones admirables y dichosas.

Y lo peor es que me gustó. Y aún me sigue gustando. Acostumbrado como estoy sólo a los teclados, a los libros y a las cucharas para el yogur, mis manos han ido olvidando el arte que un día las distinguió del restante reino animal: constituir útiles prensiles y manipuladores, únicos en su especie, y que permitió a la nuestra perfeccionarse, dar forma a creaciones artísticas, mayor fiabilidad en la caza y capacidad para dar y recibir caricias, entre mil y una ganancias más. Ahora, lentamente, reconquisto el ámbito del trabajo manual, recobro el contacto de manos y tierra, y adquieren firmeza, dureza y fuerza a la par que se llenan de callos, rasgaduras sangrantes y graciosas cicatrices.

Con la motosierra lo que antaño el tiempo y la paciente labor natural tardó años en edificar y elevar hasta cotas mayores que las testas humanas se reducido, en pocos segundos, a una columna de aserrín y polvo; el pico perfora el suelo y levanta la raíz, el cimiento de frutales y árboles ornamentales, sin apenas esfuerzo; la cuerda arrastra y estira el tronco antediluviano, hasta que lo abate en un ejercicio de nervio, empuje e ímpetu demoledores; la sierra, que amenaza con esos dientes perfilados y aterradores, va abriendo el corazón de los árboles hasta que permite contemplar sus anillos, esos maravillosos registros anuales del clima terrestre; además, con su cercenar carente de piedad, libra a aquellos de sus sobrantes ramales y les confiere elegancia estética, y ligereza material.

Ahora el refugio se halla atestado de hojarasca, ramas, brotes, troncos y restos vegetales diversos. Cada tarde, si la lluvia no lo impide, me acerco allí y cojo mis tijeras de poda, y voy recortando y empaquetando esas briznas de vida sacrificada, para que luego el fuego devorador-purificador las convierta en ceniza, y pasen al éter, desde donde irán a reposar otra vez en el terruño, a fundirse con la hermana maleza; a partir de entonces empezará un círculo nuevo, y puede que un día futuro, cuando el refugio ya no aguante en pie, cuando hayan caído sus muros y quien escribe esto desaparecido, puede que entonces entronquen sus átomos residuales en otro enjambre vital, y formen parte de esa vida que todo lo es, y que por mucha azada, mucha sierra y todo el pico que queramos, seguirá aquí (allí, allá y acullá), por los siglos de los siglos.

Quién sabe si nosotros mismos, un pedazo de nuestro yo, no morará algún día entretejido en una estructura vegetal similar a la que yo, insensible y entusiasmado, aniquilé el sábado a golpe de azadón. En realidad, y por descontado, todos somos Uno, lo mismo, la misma esencia absoluta. Pero a veces es dificil ser consciente de ello (o querer serlo) cuando empuñas la sierra y la fuerza se desata entre tus manos...

(Foto: el Hermitaño)

18 de febrero de 2010

XXX



“Treinta años... Promesa de una década de soledad, una lista más reducida de amigos solteros, una cartera cada vez más delgada, indicios de calvicie... Pero Jordan estaba a mi lado y, al contrario que Daisy, era demasiado prudente para arrastrar, de época en época, olvidados sueños. Al pasar por encima del oscuro puente, su pálido rostro se apoyó perezosamente sobre mi hombro, y el formidable tañido de los treinta años se apagó a la tranquilizadora presión de su mano”.

El gran Gatsby, F. Scott Fitzgerald

Solía preguntarme, cuando abrí la década de los veinte, lo que destinaba el futuro diez años después. Mi diario recoge algunos de las posibilidades, que a la sazón creía más “probables”: en una me hacía geólogo planetario, dedicándome a rastrear las superficies de mundos lejanos y extraños en busca de huellas de vida extraterrestre; en otra me convertía en escritor, emulando a los grandes de la divulgación científica (Asimov, Sagan, Clarke, etc.) y brindando a la Humanidad los tesoros del saber y la cultura; en una más abandonaba el hogar paterno y ponía rumbo a lo desconocido, montado en una casa rodante, una tartana antigua que avanzaba a trompicones por las carreteras, mientras me dedicaba a contemplar ocasos, durmiendo cada día bajo el mismo techo (el de las estrellas), aunque siempre en lugares distintos; y, sólo remotamente, contemplaba la contingencia de ceñirme a un trabajo estable y garantizado, estudiando aquello que me proporcionara un horario de ocho a cuatro, o de cuatro a once: de guarda forestal, cartero, o cosas así. Nunca se me ocurrió, mientras apuntaba esas hipotéticas vidas futuras a la luz del candil eléctrico, que a los treinta permanecería básicamente igual que en los dos lustros previos.

En mi caso no hay ninguna “Jordan” que aquiete mis sueños locos, que les ponga un cepo, el anzuelo de la sensatez, y me diga que madure, que piense en otra cosa, que me aferre a la realidad, y punto. Los sueños, hoy, siguen llamándome; de hecho, son más vociferantes que nunca, delatan la fuerza de lo imprudente, y tratan de engatusarme con sus cantos de sirena, con la promesa de un porvenir aventurero, frenético y estimulante. Un devenir así es tan cautivador, y retrata mi anhelo tan profundamente, que me pierde, me ahoga en mi propia ensoñación, y dejó atrás por un instante la separación entre lo real y lo imaginado, lo palpable y lo metafísico.

Para mi sorpresa, aquellas viejas posibilidades vitales barruntadas una década atrás no han ido tan descaminadas: cambié la geología por la filosofía, cierto, y fracasé en los intentos de obtener una plaza funcionaria, pero la escritura, buena o mala, excelsa o patética, me ha acompañado en estos diez años, así como el instinto de ver urdido con la sustancia de lo real el desatino de la vida al estilo “caracoliana”, acarreando tu propio techo a las espaldas hasta que las energías (o la pasta) acaben por agotarse. Por suerte, si a los veinte años esta última posibilidad navegaba en las aguas turbias y confusas de una mera conjetura sin fundamento (carecía del ingrediente económico para llevarla a cabo, y siempre he sostenido que la realización de una fantasía es muchísimo más satisfactoria sin apelar a ayudas externas [padres, bancos, etc.]), hoy esa dificultad ya no existe, y si aún no dispongo de mi casa sobre ruedas se debe a la espera de hallar la más conveniente a mis necesidades, que tampoco son demasiadas, por cierto. Si los vientos no son del todo desfavorables, se trata de un mes, a lo sumo. La búsqueda está próxima a finalizar, aunque si los hados tienen a bien martirizarme algo más, puede que el asunto se demore hasta después del verano. No importa. Felizmente, la cuestión ha dejado de ser la de “sí o no”, y ahora adopta la forma del “¿para cuando?”; a corto plazo, pues, abandonaré la choza de ermitaño, y la cambiaré, durante un tiempo, por un carruaje de los antiguos, que surcará las carreteras y pueblos en busca de espíritus libres, mentes despiertas o los guiños de alguna pecadora...

Por mucho que trate de evitarlos, de soslayarlos, arrojándolos al vacío del silencio y la oscuridad mental, ellos, los sueños, vuelven a mí. Claman atención, que les confiera entidad, su propio escenario de realización, y que con su impulso, sea o no motorizado, vaya hacia ese horizonte, abierto, desconocido y provocador, que se percibe a través del cristal de la vida como un mundo nuevo, por descubrir y gozar.

Como indicaban certeramente (otra vez...) en un episodio de 'Northern Exposure' y no puedo por menos de citar...:

'En los sueños empieza la responsabilidad', escribió el poeta, y quizá así es. ¿Pudiera ser que nos tomamos nuestros sueños demasiado a la ligera? Esas imágenes de lugares desconocidos, ¿no podrían ser, de hecho, ángeles en vuelo, nuestras almas por los aires? [...] Abríos a vuestros sueños, amigos, abrazad esa orilla distante, porque nuestro viaje mortal termina demasiado pronto. 'Las altas torres, los bellos palacios, los templos solemnes, todo el globo en realidad, todo ello terminará por disolverse, y como una pantomima insustancial, no dejará el menor rastro. De la misma sustancia de los sueños estamos hechos, y nuestras pequeñas vidas terminan con un sueño'".

(Fotografía: elHermitaño)

11 de febrero de 2010

El hogar blanco



Debió ser a finales de marzo, o quizá a primeros de abril. No lo recuerdo bien porque hablo del año 1987, y es una época que ya me queda algo lejana (lo que señala la ‘desagradable’ evidencia de una vida adulta ya dilatada...). Habíamos ido todos nosotros, los cuatro de la familia, a pasear por los caminos repletos de lujosos chalets en los aledaños de Gandía. Hacía buen tiempo, era domingo, y aguardábamos la entrada de otra semana de colegio o trabajo, según el caso. Echábamos un vistazo a las mansiones, sus gigantescas piscinas, aquellos céspedes inmaculados y relucientes coches aparcados a la entrada, soñando, barruntando la posibilidad de adquirir (mañana, al año siguiente, al cabo de una década...) alguna, cuando una modesta y apartada vivienda, de paredes blancas y aspecto gentil, nos llamó la atención.

No era nada del otro mundo. En realidad, si reparamos en ella fue por la diminuta piscina (de la que ya hablé un tiempo atrás), un trago de agua limpia y seductora entre la blancura de los muros y la negra tierra a nuestro alrededor. Fue el tiempo en que mi hermana iba a hacer su comunión, y mis progenitores, para ahorrar costes, decidieron que yo, a la sazón con apenas siete años, la hiciera conjuntamente con ella; supongo que mi padre pensaba en el estío, en lo que podríamos disfrutar los cuatro en esa choza, ya que mientras observaba aquella caseta, casi un refugio entre naranjos por entonces enanos, no paraba de repetir: “estaría bé que els xicons passaren açí l´estiu, i tingueren un lloc per a jugar...*”.

Al verano siguiente, en efecto, fue nuestra (o mejor dicho, entró a formar parte de nuestras vidas... y nosotros de la suya). Por un precio algo mayor que el necesario para comprar un coche mediano, obtuvimos un hogar donde vivir... pero en el sentido más total y auténtico de la palabra “hogar” y “vivir”. Yo nací, espiritual e intelectualmente, entre sus alambradas, y me crié, física y emocionalmente, a la luz de su chimenea en invierno, rodeado de amigos, familiares y gente extraña en verano, que venían y se iban, mientras el sol abrasaba el suelo, tostaba nuestros rostros infantiles y marcaba a fuego el destino de una (con)vivencia eterna. Nunca he vivido mejor en otro sitio. Ni creo que pueda hacerlo jamás. Si hay un lugar en el que “vivo vivo” (y es una reiteración intencionada), en donde no hay nada que sobre, nada molesto (excepto ese rumor motorizado, demasiado cercano, que enturbia el silencio y mata el sonido del aire en movimiento...), nada que echar en falta, ni siquiera a nadie (aunque a veces, a veces...), ése lugar corresponde a aquella media hectárea de terreno, anclado entre frutales y a treinta minutos a pie del más próximo núcleo urbano.

Miro, hoy, lo que ha sido para mí ese reducto, esa fortaleza de cemento y rocas antediluvianas, mis vivencias y junto a ellas las de quienes me importan, y me pregunto, como solemos hacer en ocasiones, qué hubiese sido de mi “yo” en caso de no vivir allí desde los siete años, hasta casi los treinta que ahora tengo. ¿Qué hubiese sucedido si mis padres se hubieran limitado a contemplar los suntuosos palacios en la distancia, sin prestar atención a nada más, dejando allá abajo, en su discreto mutismo blanco, al hogar de los hogares? Son preguntas retóricas, desde luego, pero suscriben el hecho (quiero decir, la percepción, la impresión) de que estamos configurados, todos nosotros, por decisiones, acciones y eventos fortuitos, por ese encadenamiento circunstancial de sucesos y acontecimientos que terminan por desarrollar y establecer nuestras vidas. Qué papel juegan los hados del destino en tal conformación vital es lo que quisiera saber, para determinar, por fin, si mi ligazón al hogar blanco es predestinado, o mero producto fortuito del azar cósmico. Después de todo, y bien mirado, tampoco importa.

Actualmente es poco lo que allí puede encontrar un visitante o un invitado ocasional: una comunidad de gatos, una foresta asilvestrada repleta de árboles frutales y ornamentales, el tapiz de hierbajos, hojas y demás especies vegetales y de otros reinos vivos (hongos, musgos, etc.), una buena provisión de leña, y en el centro, como protegida por sus hermanas verdes, la mole rocosa, de tejas descoloridas y rejas negras en sus minúsculas ventanas. Y, de tanto en tanto, podría distinguir a un individuo larguirucho, que saca del interior de la vivienda una hamaca hecha pedazos, la extiende, coge un libro, se sienta, abre el papiro y echando un vistazo al cielo, a su alrededor, y a los juguetones felinos que retozan junto a sus pies, se enfrasca en la lectura de algo que ignoramos; entretanto, el sol avanza en su recorrido diurno, las nubes corren desde las alturas, la Luna marca el paso de las horas y nieblas de insectos se elevan en la tarde perezosa de principios de febrero.

Cuando el sol abandona su templo celeste y amaga el rostro por detrás de las montañas, el sujeto, un ermitaño como tantos otros y como ninguno, acaricia a las criaturas gatunas, despeja el suelo de hojarasca con una escoba torcida y, recogiendo la basura, se despide del hogar, hoy repintado con tonos pastel (algo feos, en su opinión), hasta el siguiente día, en el que regresará para estar, ser y vivir de nuevo. También, para rememorar algo, si se puede, de aquella maravillosa sensación de novedad, gozo y satisfacción que supuso, en 1987, el descubrimiento del hogar blanco. Sus posibilidades, todo lo que ofrecía a un niño de siete años, lo que aún ofrece a un hombre de veintinueve, y lo que brindará, mañana y perpetuamente, a todo aquel que quiera saberlo por sí mismo.

No hay lujo ninguno (el lujo sólo corre por nuestras venas), ni comodidades excesivas (las aborrecemos, son el símbolo del burgués bien adaptado); su fachada está húmeda y con algunos pegotes de pintura saltada (se apañará, si se puede, en primavera), y abundan demasiadas malas hierbas (nos gusta verlas crecer, ¿verdad?); hay, también, una ligera impresión de “abandono” (el acontecer natural del paso temporal, que otros, un poco ignorantes, llaman “degradación”), y ningún lechuguino ni emperatriz de discoteca se atrevería jamás a pisar la entrada (bendita exclusión social, prerrogativa de románticos, astrónomos y ermitaños...).

Hay mucho que contar de este hogar blanco. Si hay tiempo, y los vaivenes vitales lo permiten, lo seguiremos haciendo. Quizá para nadie, sólo para mí mismo. Como casi siempre.

Mañana iré de nuevo. Tengo que podar la higuera antes de las lluvias del fin de semana. Se aceptan visitas. La puerta permanecerá abierta.

Bienvenidos.

(* “Estaría bien que los niños pasaran aquí el verano, y tuviesen un lugar para jugar...”)

(Foto: el Hermitaño)

18 de enero de 2010

Huida



"El hombre se adentra en la multitud para ahogar el clamor de su propio silencio."

Rabindranath Tagore

9 de enero de 2010

Sinceridad, o nada



“¡Cago en la óstia, un tren tan grande y han ido a sentarse delante de mí! Ahora empezarán a hablar y no podré ya estar tranquilo. Nos ha jodido la pareja, nos ha jodido...”.

Así arrancaba (la recuerdo con las palabras exactas) la sarta de groserías, improperios y vocerías que destilaba, hace unos días, un viejo sentado a mi lado durante el trayecto en tren hacia Valencia, dirigida a un par de chicas jóvenes que entonces entraban en el convoy. Se había zampado ya casi medio bocata de (según creo) salami y lechuga, y como gritaba mientras comía, pequeñas migas de pan le caían en el jersey y en la butaca que tenía enfrente de él. Había accedido al vagón en la parada previa, con el piscolabis en una mano, mientras con la otra aferraba una lata de coca cola, y avanzaba con dificultad hasta situarse a mi vera. Me saludó cortésmente con la cabeza (ahora no sé si fue por educación o por sorna de alguna clase...), y nunca pensé que fuera capaz de soltar aquello, el inicio de una sarta insultante digna de aquel coronel chiflado que atenaza y acojona a los reclutas en la primera y memorable escena de “La chaqueta metálica”.

Quizá su cambio radical de discurso y comportamiento se debiera a que, en mi caso, presentía la presencia de un ser relativamente silencioso, apenas molesto, y que podía dar cuenta de la otra mitad de su refrigerio mientras yo permanecía callado y centrado en mi mundo. Quizá sólo quería rematar los bocados restantes escuchando el repiqueteo del tren, y contemplando el paisaje de naranjales y montes pelados, pero en cuanto aquellas dos tuvieron a bien aposentarse junto al viejo, ignorantes del ciclón injurioso que iban a tener que soportar en breve, explotó como si fueran las responsables de la mayor ofensa jamás cometida a un individuo sobre la faz terrestre.

Debió vaticinar, como en efecto así resulto ser después, que las dos chicas iban a ser sendas fuentes inagotables de cháchara juvenil, simpática pero reiterativa, vacua y tremendamente aburrida. Si debo ser sincero por completo (y, en una página como ésta, no puedo menos que serlo), reconozco que pensé algo similar yo también, pero, desde luego, fui incapaz de expresarlo en voz alta. Creí que, en su rabia apenas contenida, el viejo iba a lanzarles la lata de refresco o los restos de su bocadillo mordisqueado; pero, en cambio, aunque sin detener sus escupitajos verbales, cogió sus trastos y los restos del àpat del mediodía, y atravesó el vagón hasta encontrar un recinto suficientemente vacío de gente para su gusto.

Una pareja de ancianos, que dormitaban (la cabeza de uno en el hombro del otro) tras un fatigoso viaje del que no tenemos noticia, llegaron a despertarse ante el rugido emanado por el viejo blasfemo. Y las mismas chicas vilipendiadas, que no pudieron hacer oídos sordos, enrojecieron como tomates durante el tiempo que duró el exabrupto. Pero el ochentón, no contento todavía, siguió soltando sus bonitas expresiones, aún en la distancia, y lanzando miradas desafiantes a las féminas, que al poco retomaron sus revelaciones trascendentales, olvidando el episodio y al vejete.

¿Quién era, aquel cascarrabias? ¿Un amargado? Puede. ¿Un maleducado? Quizá también. Pero sobretodo era, y espero que siga siendo, ese tipo de personas que anteponen la sinceridad, las vísceras del momento, a la etiqueta, la buena cortesía (que casi siempre suele ser la mala). Serán vistas como groseras, ofensivas y contrarias al respeto, el decoro y la deferencia para con los demás. Y lo son, en efecto. También era, aquel personaje, un amante del silencio, hasta el límite de que privilegiaba éste a la corrección propia de todo ciudadano ordinario. Quizá fue porque aquel, de hecho, era un individuo muy poco ordinario.

Debo reconocer que, en parte, sentí admiración por aquel vejete irascible. Por proclamar lo que muchas veces siento y no me aventuro nunca a confesar. Por no importarle una mierda el qué dirán, ni la compostura, ni el juego de respeto, tan falso como inútil, que establecemos entre nosotros mismos. Por su valentía al no morderse la lengua, porque lo que brota de muy adentro a veces es mejor dejarlo salir sin obstáculos, aunque duela, aunque suene feo, desagradable o resulte incómodo.

¿Reprochamos lo que dijo, el cómo o ambas cosas? ¿Le reprobamos por decirlo, simplemente? ¿Hubiera sido mejor callar, pues? En ocasiones hay que poner en vereda a los demás, y puede que lo hagan en el momento y lugar más inesperado. A lo mejor a aquellas dos chicas podría serles útil pensar un instante el por qué de la reacción del vejestorio. Dejando aparte su carencia de educación formal, ¿qué vio, sintió o percibió en ellas capaz de hacerle brincar de aquella forma tan brusca y desmedida? Yo creo que había un motivo fundado; aún no lo he encontrado, es cierto, pero estoy seguro de que existe...

Un vejete entrañable, no por afectuoso, sino por su franqueza y honestidad. Ya no son muchos los que, como él, suben a los trenes un martes por la tarde. Lástima, porque son gentes que dan cuerda para mil horas a nuestra maquinaria mental...