23 de septiembre de 2010

La gente (tres diatribas)



Luego preguntan por qué me distancio tanto de la gente. Por qué me aparto de las muchedumbres, de las multitudes, pero también de individuos particulares, en singular. ¿Será porque todos me desagradan, me repugnan, incomodan y hastían...? ¿Todos? Bien, todos no, pero sí su práctica suma. A quien le joroban los perros o las arañas habla de su desprecio hacia ellas en genérico, aunque a veces encuentre graciosas las telas y sus hacendoras o los simpáticos coleteos de un cánico juguetón. No podemos meter a todos dentro del mismo redil, pero convengamos en que la mayoría comen la misma... hierba.

Sé que es inadecuado juzgar a las personas por una única acción, pero voy a hacerlo de todos modos. Aunque peque de presuntuoso y tendencioso, aunque deba soportar algún que otro guantazo... En ocasiones uno debe sacar la malicia, la saña, y darle barra libre. En último término limitándola a estos contextos es inofensiva, porque tu ira surge de ti y nunca llegará a ellos... No hay deseo de hacer daño, sólo de dejar constancia de tu malestar. El misántropo necesita de la sociedad para cabrearse y saciar su sed de cólera, para saberse vivo, lanzando pullas a las huestes gregarias. Ése no es nuestro camino.

Con todo, ofreceremos ahora tres presentaciones humanas execrables halladas en respectivos sábados consecutivos (prometo otros tres de excelsos encuentros en un futuro próximo).

Uno: me la encontré en medio de la calle. Tiene dieciséis años, ha salido mujer, y es mi prima. Apenas la veo, por la gracia divina. Pero en ocasiones tropiezo con su figura, a medio hacer todavía. No es muy agraciada, mas con las toneladas de pintura que acumula en su rostro lo disimula bien. Se enfunda en pantalones ajustados, el escote se abre generosamente y percibes germinales señales de senos. Advierte mi presencia desde lejos, me mira de arriba abajo, sin decirme nada, y en su cara empolvada y coloreada aparece una mofa por mis pintas (pantalón corto, sandalias, camiseta de tirantes, mochila a la espalda...), desacordes con el espíritu del sábado nocturno. Le acompaña un monigote de feria cabeza de repollo, muy molón él, que la estrecha hacia sí y se enroscan ambos en una algarabía de lenguas y babas. Yo agacho la cabeza un instante, y para cuando nos encontramos, vuelvo a mirar, para saludar (es mi prima, después de todo...), pero ella pasa de largo sin decir nada, sin importarle nada, sin ser nada yo para ella. Ella, esa mocosa que ha nadado en mi piscina, jugado con mis juguetes, a la que veo todas las putas comidas de Navidad con el pelo sobre su frente, engullendo a la espera de los billetes, esa mamarracha impúber no se digna ni siquiera a cabecear para saludar a un familiar. ¿Qué clase de subnormal es? ¿No se merece que el próximo día 25 de diciembre sirva yo el puchero y se lo derrame todo muy bien sobre su testa perfumada y a la moda, y que acabe su faz desecha en una sopa caliente de arroz y garbanzos?

Dos: estaban un par de amigos, dos hermanos, debatiendo sentados tranquilamente en un banco cualquiera de un parque cualquiera de una ciudad cualquiera. Las palabras se referían a física cuántica, a proyectos literarios y a viajes futuros tras el rastro de las estrellas y los crepúsculos. Nada raro en ellos. Entonces, mientras hablaban, se acerca un cerdo pigoso, una bola de sebo tan impúber como lo es mi prima, y, con los ojos vidriosos por el porro, les pregunta a aquellos dos si estarían en disposición de luchar con uno de su pandilla, asentada en otro banco del parque y cuyos miembros miraban expectantes. Los dos hermanos responden que no, que no están nada dispuestos (lo suyo son las “luchas dialécticas”, dice uno, aunque duda que el puerco sepa qué óstias significa eso...). Entonces, cuando el animal chilla a los suyos que no habrá patadas ni puñetazos, aquellos empiezan a acercarse. Y empiezan a incordiar. Uno hace gala de sus músculos, otro les impulsa a la lucha, y el cerdito pregunta qué llevan los dos amigos en sus mochilas... Hay un momento de inseguridad, los hermanos creen que acabarán de todos modos con sus dientes en el suelo. Pero la sangre no sale de sus cuerpos. La droga no es tan fuerte, y el lerdo vigilante del parque pronto regresará. Así que abandonan la intentona, no sin antes el piggie pedir, reclamar y ordenar a los dos aturdidos amigos (“¿sois maricones?”, les suelta también) algún euro para costearse la merienda. Ante la nueva negativa, esta algo más enérgica, se despide de ellos con un “Me cago en tus muertos”, y el cerdo maloliente se retira echando vistazos para tratar de encontrar otras víctimas propiciatorias. ¿No merecían, en efecto, una buena tunda? ¿No hubiera valido la pena romperle algún hueso a ese gorrino, restregarle su gorda cara por el suelo hasta que pidiera clemencia? De no haber sido los dos amigos un par pacífico y poco dado a las reyertas –quizá por eso trataron de luchar con ellos, porque eso se ve– el hospital hubiera engrosado sus listas de pacientes aquel sábado por la tarde. ¿Quién coño creyeron que eran para interrumpir el sagrado discurso entre los hermanos? ¿Es eso lo que suelen hacer los quinceañeros, es su razón de ser, su actividad usual en cuanto se reúnen en pandillas y fuman un poco? ¿Qué harán, pues, a los veinte? ¿Y a los treinta?

Tres: Juanma tiene treinta, ya. No busca peleas; busca dinero. Vende una casa rodante. Antigua, sencilla, pero encantadora. Pone un anuncio en Internet. Hay uno que lo ve antes que nadie –yo–. Quedamos conformes para esa tarde. Me hago los cien kilómetros que separan nuestras casas para echar un vistazo y, si convence, quedármela. En principio, la cosa promete. Una vez allí se confirma mis sospechas. Pero él desconoce dos o tres cuestiones importantes respecto al vehículo. Nos despedimos diciéndole que ya le llamaré en breve para que me resuelva las dudas y, tras un tiempo de reflexión, decirle si me interesa finalmente o no. Vienen unas personas de Elx, también para verla. Yo no me preocupo: soy el primero, tengo el derecho de hablar antes con el propietario. Y, en función de lo que yo decida, los demás tendrán o no el caramelo. Así que vuelvo tranquilo a Gandía, esperando la respuesta a mis preguntas. Pero Juanma es un cabrón, un pesetero, un payaso irresponsable: en cuanto aquellos del sur presentan una señal, se vuelve loco y les apalabra el caracol. ¡¡Y luego me llama para decírmelo!! Como si te dijera: “mira, te he tomado el pelo, pero no lo hago sin contártelo”. Su suerte fue vivir en Sagunto, y no más cerca. Los gitanos al menos iban con su verdad por delante, y sabías a lo que atenerte. Con Juanma todo parecía bastante sensato, un mundo de razonable bondad, de madura amabilidad; mas todo era falso. Como su sonrisa, como su persona. Éste también merecía unos azotes, una buena zurra. Arrancarle algún diente, y que volviera a su casa, con su hija y su mujercita, con el labio partido y un moratón en el ojo.

¿Sí o no? ¿Están este energúmeno aprovechado, aquellos idiotas musculitos y la cenicienta teñida y de rostro mugriento en disposición de ser pisoteados con nuestras botas de clavos y vapuleados con mazas y garrotes? ¿Qué carajo sucede los sábados por la tarde y al nacer la noche? Da la impresión que hay un efluvio brotando de la tierra que infecta las mentes de la muchedumbre, y los trastorna en un momentáneo episodio de memez e imbecilidad. ¿O es un estado permanente? ¿Son todo tan gilipollas como aparentan? ¿O el gilipollas soy yo?

¿Qué espero para el próximo sábado al atardecer? ¿Otra muestra más de la estupidez social? Sí, desde luego. Ya no van a sorprenderme. Lo espero todo. Todo lo peor. Que me rompan los huesos, que se mofen de mi desgarbo, que traten de engañarme. A mi ya me da igual. Ya conozco a la gente.

Lo siento muchísimo, pero por mí que se mueran todos ellos. No son nada. Sólo me importan los míos, que son los que valen, los que cuentan, los que comparten, y los que te abrazan.

Os quiero. Sabedlo. A vosotros y vosotras.

A los demás, que les parta un rayo...

(Imagen: El Hermitaño)

23 de agosto de 2010

El día



Me levanto a las siete y media. No trabajo; no estudio. “Qué gos eres, qué gos...” me suelta mi hermana cuando viene a visitarme. Bueno, quizá sí, pero así me gusta la vida: perro o no, yo sólo vivo. Y así, hasta cuando pueda; hasta que el plato esté vacío, o la soga rodee mi cuello.

Sale el sol. Salva las montañas de levante y aparece, rutilante. Augura un buen día. Otro más. Me desperezo bajo su luz. El gato aparece por lo bajo, refregándose. También él está dichoso; Ra lo enciende todo. Tenues nubes se esparcen por el cielo. La luna se dirige a las catacumbas del mundo, mientras éste abandona su escondrijo nocturno.

El zumo refresca mi gaznate. El pedazo de pan, de ayer, le acompaña. Como mientras el gato palpa con su zarpa una hormiga que transita por los suelos. El sol sube, un poco más. Ya calienta. Hoy nos espera bochorno, mas a un paso tengo la alberca. Diminuta, pero lo justo para el refresco diario.

Agarro la hamaca, los libros y empiezo la marcha. Foucault pesa, quema, languidece. Estimula, sí, pero a pequeños sorbos. Cuesta, las palabras se arrastran, debo parar cada poco. Trago, pero el digerir me atormenta. Ortega, por el contrario, no falla, nunca decepciona. Podrás concederle la razón, o no, pero jamás aburre. Y siempre ilustra, muestra, exhibe un lenguaje, un poderío fraseológico sublime, inimitable. Y todo bien dicho, claro, manifiesto. Será difícil; pero no te engaña. Lo entenderás, aunque no quieras. Así son los maestros.

Después, con la mente tersa por la brisa matinal y enriquecida con las gramáticas ajenas, conecto el aparato. Me quedan un par de capítulos por escribir; y tengo un par de semanas, tan sólo. Debo terminarlo. Es una obligación autoimpuesta. Nadie me lo pide; pero yo me lo exijo. Exprimamos un poco la mollera; demos algo de urgencia a la palabra, como si la próxima comida dependiera de ello. No es así, pero hagámoslo. Hagamos un tour de force, y a ver si, tras la carrera, merece salvarse algo. Si no, ya habrá tiempo de volver a la basseta d´oli, la quietud vital, el vivir lánguido. Pero, ahora, metamos caña al ser. Y después, lo que venga.

Me reclaman. Primero la madre: “Pon un poco de pasta ahí, hijo, que yo no llego”. Desgracias de ser un larguirucho... Estiro el figura desgarbada, pongo el pegote de masilla, un pedazo me cae cerca del ojo, y relleno el agujero. “¿Algo más?”, pregunto. “¿Cuando vas a por el yayo?”, me pregunta ella a su vez. Y, ¡óstias!, sí, casi me había olvidado del viejo... Así que dejo la pantalla iluminada con mis impertinencias, me visto en un santiamén y subo al coche. Arranco y se para. “Bieeennnn”, me digo. Nació en el 93; supongo que le queda poco, ya. Luego, contacto de nuevo. ¿Sí? Sí, ahora vive otra vez.. Salgo pitando, alguien hace sonar el claxon detrás de mí. Algún tocapelotas, seguro.

Llego a la huerta. Él me espera bajo la higuera. Lo de siempre: sombrero de paja, esos pantalones de fontanero, 88 años y una vida que parece eterna. Lleva un par de pequeños cestos con higos, verduras y hortalizas. Y ya ha recolectado las sandías. Se suponía que debía hacerlo yo... En fin, las cargo en el maletero, contemplo aquella tierra tan trabajada, tan llena de todo, de tanto alimento para el cuerpo y el espíritu, y le llevo a su casa. Saludo a mi abuela, que baja a recibirnos. “Gracias, gracias”, me suelta. No las merece, en absoluto. Sólo por el olor al terruño iría a todas horas allí; quizá por eso mismo él, mi abuelo, también lo haga. Porque no hay nada como vivir cerca de la tierra, de una tierra que moldeas con tus manos y que, a continuación, brinda el nutrimento para que sigas vivo y disfrutes de su pitanza. A cambio de un poco de transpiración y dedicación.

Descargo e introduzco las inmensas sandías (unas quince, que pesan más de diez quilos cada una) hasta su lugar de reposo. Él, el abuelo, en el trayecto, no para de repetirme: “Y eso sólo con ocho matas, y además están como el azúcar de dulces”... Le brillan los ojos; se le ve contento, aunque me dice que éste es el último año que planta nada. “Demasiado trabajo”, asegura, mientras se seca el sudor y de la frente y se planta la gorra en su pelada cabeza.

Tal vez el próximo año deba hacerlo yo. Soy el único que puede (por motivos laborales, se entiende), y el único al que puede interesarle (por motivos vitales, se entiende). Pero él, mi yayo, no es buen maestro; como Ortega, es sabio, pero no sabe enseñar como lo hace éste. Bien, ya me las arreglaré, supongo. La tierra es mi próximo lugar de trabajo (y de deleite). Ya se verá, ya.

De nuevo en la casa bajo el Molló, el bálsamo de la balsa, la gracia del agua. Salgo nuevo, chorreando bienestar. La comida rellena mi estómago vacío, carga las pilas de energía y amodorra el organismo. La siesta dura veinte minutos, pero parece la gloria.

Y aún queda medio día por delante. Caminaré algo, tomaré un refrigerio, cazaré algunas zarzamoras, echaré un guiño al sol, perseguiré al gato, soñaré con la que perdí y continuaré dándole a las teclas, en busca de la idea, la palabra, la frase, el párrafo y la página. Y, hacia las ocho, me sentaré en las escaleras, como hago siempre, y veré el adiós de la divinidad. Y así sucesivamente... Un día tras otro.

¿Qué más pedir? Creo que nada. O puede que, tal vez, tal vez...

...¿A ti?

(Imagen: El Hermitaño)

9 de agosto de 2010

Noches...



Sábado por la noche. Casi las diez. Oigo cornetas de ritmos repetitivos brotando de vehículos que circulan a toda velocidad por la carretera. Más cerca, grupitos de gente moderna atraviesan la calzada persiguiendo garitos y antros de moda. No los veo; los presiento. “Pero qué borregos”, me digo, y al instante siguiente: “Olvídalos. Tienen lo que quieren. Como tú. Después de todo, no hay tanta diferencia”.

Y sí, es cierto. Cada cual persigue su sueño, elige (es un decir, pero este es otro tema...) sus movidas y vive según ciertos principios. Mejores o peores. No me cabe duda de que todos escogemos lo que pensamos que nos más conviene. Algunos acertarán; otros sólo creerán que lo han hecho.

Sólo hay una (bien, hay mil, pero dejósmolo...), una diferencia que no separa, y un “pero” que les tengo que reprochar: que no se enteren de que hay algo más que hacer, que lo hecho por ellos no es imperativo en absoluto, que existen otros modos de vivir ese lapso de tiempo. Porque sentía una ligera escozor cuando, en años juveniles (y aún en los que no eran tanto), me preguntaban a menudo si yo “salía”, si iba “a algún sitio” los viernes y sábados noche. A veces respondía con un molesto y simple “no”, otros les aseguraba que aquello no me iba nada, que lo encontraba aburridísimo (rostros estupefactos, sonrisillas de suficiencia y, enseguida, te encontrabas a solas...). En pocas ocasiones la conversación seguía y alguno, tontorrón a más no poder, demandaba una explicación: porque claro, si no ibas allí y hacías“eso”, entonces ¿qué óstias hacías un sábado noche?

Algunos ejemplos: Leer, escribir un poema (o un texto como éste...), disfrutar de alguna película, cenar con alguien que te importe (o no), echar un polvo (pero sin ritual previo), pasear por un camino no iluminado, conversar con un amigo o amiga (pero no charlar ni chismorrear, sino conversar, sacar las entrañas para que el otro las examine y decida si vales la pena o no eres más que una mierda...), contemplar la Luna (no un minuto, sino tres horas, sentirla, amarla, penetrarla...) o las estrellas (pensar en ellas, recordar que eres ellas, notar cómo están en ti...), no hacer nada (pero nada en absoluto, nada de nada, para saberlo todo y ser consciente de TODO), sentarte a tu lado (¿se puede?) y estar al tanto de lo que hay “aquí” (allí), mover las figuras del ajedrez hasta que se configuren en algo con sentido (y leamos sus mensajes), dar vida a las piezas del puzzle, ver las artimañas de la araña o los brincos gatunos tras los ratones, extasiarte ante el rumor del viento, observar el ondular de la parra mientras sueñas despierto, anhelar una presencia tanto hasta que sientas dolor, rememorar ese pasado perdido que te hizo hombre (o mujer), abrir los trémulos brazos hacia lo alto (no hacia las montañas ni las estrellas, sino hacia lo que está aún más allá, lo que está más allá de todo y de ti...) y sentirte unido, cosido al mundo, amado por él, y saber que nunca estarás solo, aunque siempre lo estés...

Y así hasta mil cosas más. O mil millones. Poned una moneda en el tocadiscos, y elegid vosotros. Entonces el tontorrón cierra la boca (la había abierto mientras duró nuestra respuesta...), asiente con su cabezota y empieza a comprender el “algo más” que hay, aquí y en todas partes, además de lo que él supone que “debe” hacerse el viernes y sábado por la noche.

Soporto muchas cosas, hasta la mayor imbecilidad posible, pero no que un petardo quinceañero ignore esto, que su mollera fofa y aún poco densa no entienda que lo decidido por él no pasa de ser una opción, no “la” forma de vivir la juventud. Y aún más asco da que, después, los cochinos seriales televisivos (españoles, quiero decir) reproduzcan hasta el vómito el cliché juvenil (la juerga y el mogollón, el alcohol y el sexo, como sus señas de identidad), mientras la otra juventud, esa que existe sin hacer ruido, sin romper contenedores o emplear armas blancas, que no acude a la llamada del poder ni la chusma, esa que disfruta sus noches de mil modos diferentes (y uno puede ser, y es, acudir a las catedrales del histerismo, de vez en cuando), esa otra juventud pasa desapercibida, sin que nadie la oiga (aunque tanto diga, y tanto tenga que decir). Aunque merecía ser escuchada, quién sabe si quizá en su silencio esté su fuerza.

Una elección vital jamás debería degenerar en dogmatismo, en el fanatismo propio de los intolerantes.

Ya son casi las doce. Les oigo en la distancia. Ellos a mí no. Salen a la calle; subo a la terraza. Se besan, saludándose; miro al gato, que dormita silencioso. Buscan afanosos con la mirada un rostro cómplice; contemplo las luces que brillan sobre mi cabeza, buscando un guiño. Cierran la puerta, al entrar en el antro; cierro yo también la mía. Apago las teas; ellos las encienden. Cierro los ojos; ellos hacen brillar los suyos.

Sábado noche. Tienen lo que quieren; tengo lo que quiero.

(Imagen: El Hermitaño)

2 de agosto de 2010

Empleo y plata



Estar sin trabajo, visto con los ojos de otros, sería una tragedia; para mí es la gloria, el cielo, el paraíso total. Vale, no agrando la cuenta, no pasa moneda alguna por mis manos y el fajo se reduce sin parar... Pero no importa; así lo prefiero. Veranos atrás la pasta se amontonaba poco a poco y yo no podía vivir (achaques, diarreas, mal genio, hastío...); ahora que no la veo, que he dejado de perseguirla y empieza a desaparecer lentamente, todo recupera lo mejor de sí mismo, y uno puede centrarse en el cuento de vivir. Y, sólo entonces, este chiste que dan por llamar vida vuelve a tener gracia.

Es lo de siempre, ya se sabe: la gente no sabe vivir sin trabajar; pero yo si trabajo nunca sé cómo vivir. No importa lo que haga (peón industrial, recepcionista, repartidor...); el estómago lanza maldiciones, la rebelio carnis se pone en marcha y acabo desencajado, arruinado y deshecho. Una porquería de hombre, un renacuajo, un pordiosero. Me pierdo y sólo sé que me encontraré cuando todo acabe. El mundo (este, el que nos dan, no el de verdad, el que está ya hecho para disfrutarlo) no es para mí. Yo sólo quiero vivir, no que me aten a la silla eléctrica y pidan, encima, que yo mismo apriete el botón...

Ellos (ya sabemos quiénes son) tienen su mente puesta en el de “nueve a cinco”, las vacaciones, la “educación” (¡ja, ja y ja!) de sus hijos, las puñeteras facturas y los préstamos a devolver, el añorado carruaje nuevo, el dilema de la decoración del pisito... Y, claro, todo ello requiere trabajo, detenerte en nóminas, cobros, pagarés y recibos. Cavilas cómo puedes trabajar menos, ganar más, pagar lo mínimo, pero sin parar jamás, sin dejar que pase un tiempo improductivo, baldío en capital y huérfano en ganancias. Y entonces, sin darte cuenta, ya te han pillado, te han cogido bien por los huevos y te amarran para no soltarte de ningún modo. Y tú, sin casi quererlo, arrastras a tu familia, a esos que tanto dices que quieres, al mismo hoyo, a la misma mierda, los embadurnas bien de por vida con ella, y cuando están a punto de clavar las últimas tachuelas en tu ataúd, sonríes, te despides con un “adiós” sentido y esperas que todo les vaya muy bien. Sí, muy bien señor mío, así se hacen las cosas.

Y, tal vez en el más allá, lo sepas. No todo, sólo una parte, pero la que importa: que nada valía tanto la pena como la vida. Y que lo que tratamos de obtener para llenarla, ponerla guapa y darle un toque de carmín, convirtiéndola en una estrella de cine, no era más que un repugnante disfraz, para cubrir su rostro, y que no pueda mirarnos directamente. Eso no es la vida, es un circo. Y el circo, aunque fabuloso y romántico, es falso. Como falsos somos algunos.

El trapo no es nada. El motor no es nada. El ascenso no es nada. El botín no es nada.

Las estrellas lo son todo. La Luna lo es todo. La araña lo es todo. La sonrisa (auténtica, no demacrada, no brotada de la impostura) lo es todo. El abrazo de un niño lo es todo. La caricia de la (o del) amante lo es todo. El incienso de una iglesia lo es todo. La ladera de la montaña lo es todo. La silueta de un cuerpo desnudo lo es todo. ¿Sigo?

Olvídalo, y hazlo olvidar. Que no vale nada, que no es nada. Que no te pille. Ni a los tuyos. No huyáis nunca, pero ignoradlo siempre. No le escuchéis. Viene a por nosotros. Unos caerán. Sufriremos, pero a lo mejor podemos ganarle, algún día.

Espero que, quizá, tú también.

(Imagen: El Hermitaño)

16 de julio de 2010

¿La encontré?



Estas cosas son cíclicas; me tropiezo, con ellas, cada cierto tiempo, con una periodicidad sorprendentemente exacta. Parece que la Providencia gusta de brindarme su aparición inesperada siguiendo un patrón temporal algo lato, pero no tan dilatado como para que las olvide por completo. Vienen y van. Se introducen, se engarzan en tus fibras, sueñas con ellas, y entonces desaparecen. A veces lo quieren ellas; pero nunca tú.

La primera, la inicial de esta serie recurrente, hizo su aparición cuando dejé de estudiar y me dediqué a ser, hace ya más de una década; la última me ha cautivado hace un par de días. Todas tienen bastante en común: despuntan, deslumbran, fascinan, tienen ese “algo”, un “resplandor”, una emanación que las hace distintas, que les hace ser únicas. Sólo puede sentirse, no explicarse. Estás en una habitación con otras veinte féminas, algunas verdaderamente imponentes, pero no les prestas más atención que a una boñiga de cabra: sólo a ella, a aquella que brilla. Ésas son; brillan tanto que eclipsan.

¿Por qué? En este postrer caso, tal vez por su forma de entrar en el aula, iluminando la estancia, sin necesidad de electricidad; tal vez por cómo se recoge el pelo, o como dormita, descarada, mientras se explica la lección. O porque, inquieta, siempre trata de compartir, de hacerte partícipe de su mundo. Quizá, también, porque brotan de ella mil ideas, algunas adorables, otras triviales, pero cuya fuente no parece agotarse nunca. Tal vez porque siempre tiene algo que decir, porque todo le importa y, al mismo tiempo, parece indiferente, mientras observa las traviesas del techo y bosteza poniendo los ojos, esos ojos de dos colores, en puro blanco.

Cuando hablas con ella (ellas dan siempre el primer paso, recordad otra de sus particularidades...), tales ojos chisporretean, juguetones. Uno, negro como el cielo, invita a recorrer los mundos del más allá; el otro, castaño como la tierra, seduce para hacer de ésta un paraíso. Su voz es fuerte, pero no carece de cierta dulzura. Departe con todos, sus palabras suben y bajan, impregnan las paredes y hace volverse a los que tiene cerca. Sabes que en ella hay un universo de posibilidades, algunas sublimes. Te escuchará siempre, te mirará hasta el fin, puede que incluso te siga (y tú a ella) hasta que se termine el camino.

Mientras las demás arreglan sus joyas, miran sus curvas y tratan de que no se les arrugue el vestido, ella subirá a su escoba y explorará la noche. Guiñará un ojo (¿el negro, el pardo?) a la Luna, acariciará a Vega, acompañará al Cisne en su vuelo nocturno, buceará en el brazo de Sagitario y aguardará la salida del Sol.

Después, cuando el terremoto cede y sólo queda un mero temblor emocional, piensas si será para tanto. Si, de haberla escrutado mejor conociendo algunos de sus arcanos personales, no te hubiese defraudado, como con tantas otras ha ocurrido. Pero para entonces ya ha desaparecido, ya se ha montado en su escoba y surca el cielo, rociando la patria del firmamento de singularidad y locura, de sonrisas y excitaciones, emborrachando y dejando con la miel en los labios.

Como todas ellas, acaba por seguir su camino. No las puedes apresar, igual que el agua que mana de un surtidor. Llenan todo y luego te vacían, dejan un hueco, y sólo puedes anhelar el encuentro siguiente. Que sabes que llegará, en algún momento. La rueda regresará al lugar de partida, volverá a haber otra “ella”, hechizante y rompedora. Cuando, nunca lo sabrás. Pero ahí están. Recorre las calles, entra en cualquier parte; aparecen cuando menos lo esperas, cuando no las persigues.

Una entre mil, una entre un millón. Y sólo ella es. Sólo ella.

Ella.

(Fotografía: El Hermitaño)

28 de junio de 2010

Lunáticos



Ni playas, ni hogueras, ni guitarras rasgueando el silencio eterno. Sin palabras, sin voces, sin sonidos. Ausentes de músicas, desprovistos de bocadillos, y vacíos de alcohol. Pero repletos de todo lo demás (vista, oído, percepción, sensación, sentimiento y amistad). Nosotros dos.

Juan había muerto ya, pero el santo renació para saludarnos, dos figuras difuminadas por la noche, como la Luna por los cirros. La nocturnidad sagrada, la del delito, sí, de la falta, del pecado, que a nadie perjudica, sino que a todos agracia. La de sentirte allí, en medio del paraje sereno y adormilado, y avistar la mansedumbre de la tierra, y el salvajismo del hombre. Algo no cuadra, y no es Ella.

Nos refugiamos cerca del convento, un remanso de existencia pura y sin aditivos que cada vez nos llama más, y al que deberemos acudir, para saborear su incienso espiritual y el hálito del saber, del recogimiento, que impregna a buen seguro sus paredes centenarias. Al menos una buena temporada, que evacue apetitos frívolos y reintroduzca el ansia por el yo, el “autosaberse”, el descubrirse de nuevo. Será como cumplir la penitencia (pero gloriosa penitencia...) por un pecado aún no cometido... El mundo al revés siempre sabe mejor.

Me recordó, nuestra presencia allí, a aquel cuadro de Caspar David Friedrich que inserto arriba, y cuya atmósfera vaporosa, flotante, de amistad eterna y astros imperecederos, abrigados por la naturaleza indómita, compila casi todo lo que uno aspira a disfrutar y fantasía con disponer: una casa modesta, pilas de libros, los benditos gatos, papeles y lápices por doquier, y sobretodo, esos paseos nocturnos a la gracia de las luces estelares, alumbrados por la Luna nimbada, y amparado por el amigo o la amiga (¿ambos quizá?), uno a cada flanco mío, mientras penetramos en los bosques, mientras reímos, compartimos, nos mosqueamos y nos veneramos, por lo que hemos decidido ser, pese a todo, y pese a todos.

La Luna llena, camarada inseparable de correrías noctívagas, nos hace lunáticos a su vez, chiflados de su luz velada; atontados por su fuerza salvaje, embrujados por esa influencia tormentosa e ininteligible, pero más real aún que su brillantez, nos brinda algo del elixir licántropo, y entonces aparecen colmillos, pezuñas y garras... pero, a la vez, surge la poesía, el pensar en el más allá, y en quienes están a tu lado. La ambivalencia del lunático, feroz y sensible. Como somos, muchos.

El ron permanece hoy en la mochila; el encanto ya es demasiado fuerte sin él. Unas gotas de su líquido requemado y la Luna sería una calavera diabólica, gritando en silencio sus locuras... Al regresar al vehículo no cesamos de echar la vista atrás, contemplándola, como temerosos de que pudiera saltar y atraparnos; ella sonríe, maligna, y sabe que puede hacerlo cuando quiera.

Pero miramos también por placer. Su disco cautiva, su luz enamora, y su misterio permanece, día a día. No hay enigma mayor. Nos gusta, se apodera de nosotros; marchamos a su lado, abrimos las fauces y aullamos bajo su hálito.

Somos luna(ticos). Somos ella. ¿La sientes, verdad?

4 de junio de 2010

Fin del encierro (días infantiles de junio)



En la escuela Junio tenía, tras el largo curso rodeado por amigos (y algún que otro enemigo...), connotaciones especiales. Al achique del tiempo lectivo, que permitía tardes libres de juegos y aventuras, se sumaba el hambre por todo ese enorme -casi infinito- tiempo veraniego que se abría, todo él por disfrutar, ante nosotros. Nos sentíamos, a mediados de mes, como exploradores antiguos con la pasión por el descubrimiento, porque concluía la reclusión en el aula y se nos permitía salir, investigar, capturar el mundo, a modo de entomólogos con sus cazamariposas.

Entre las mesas y los encerados, mezclado con el olor a yeso y los montones de papeles, parecía entrar el aroma a ese salitre vital que nos esperaba afuera. Teníamos cerquísimo, casi palpable con nuestra mano, el mar inacabable de arena, esperándonos, aguardando nuestra salida. Por nuestras venas ya no corría sangre, no era el líquido rojo el que nos nutría, sino una fina arenisca dorada, que circulaba por nuestro interior y de la que tomaban forma nuestros tiernos sueños impúberes.

Las despedidas tenían un sabor amargo. Habíamos compartido con los compañeros de clase todo tipo de vivencias: buenas y malas, tristes y alegres, inolvidables y prescindibles, unas que nos hicieron reír, y otras, las menos, llorar. No queríamos separarnos de los amigos íntimos, que eran como hermanos o hermanas; pero tampoco, y esto era lo extraño, de aquellos con quienes reñíamos a veces, revolcándonos por el suelo polvoriento o, incluso, peleándonos a brazo partido, con el ansia física, torpe y fugaz, que nos caracteriza cuando críos. Y, por supuesto, nos mortificaba alejarnos de aquella chica de cabello refulgente, a la que observábamos, con ojos abiertos como platos, mientras escribía en la pizarra de esquisto verde frases o divisiones -que a nadie importaban-, o a la que, de reojo, entreveíamos al sentarse a nuestra vera, en su rugoso pupitre repleto de anotaciones a bolígrafo, corazones desdibujados y rudos insultos a profesores ya jubilados.

A una distancia inimaginablemente lejana sobrevolaba la idea del regreso, en ese septiembre otoñal, todavía cálido, que haría reencontrarnos con todos los viejos camaradas (y alguno nuevo), y estrenar aquellos juegos de rotuladores, los packs de lápices de colores y las libretas y cuadernos aún vírgenes, a la espera de ser inundados de tinta. Daría inicio entonces otra aventura, otro año y otra vida, pero a finales de junio, aquello estaba más allá toda realidad. Anhelando (con corazones martilleando en los pechos y piernas ansiosas por correr en libertad) la señal acústica del timbre, el fin de los días de encierro, el tiempo parecía dilatarse y no atrapar jamás, impulsado por alguna extraña fuerza rebelde, el límite de la una del mediodía.

Pero, entonces, cuando ya habíamos perdido la esperanza, sucedía, llegaba el momento mágico. Y el mundo, hasta entonces ordinario y predecible, parecía mutar, reemplazando la clase por la playa, abrigos por bañadores, y enormes vehículos, siempre a manos de otros, por nuestras bicicletas, madrinas de aventuras, porrazos e incontables correrías. Éramos indestructibles, inmortales; el tiempo había dejado de existir, nuestra vida era un disfrute constante, bien a lomos de compañeras de dos ruedas o galopando por la arena mientras el sol tostaba pieles y espíritus, endureciéndolos, embelleciéndolos.

Sabíamos que llegaba el verano, y con él los deseos de abrazarlo, de hacerlo propio, a sabiendas de que nos pertenecía, de que podíamos hacer de él lo que quisiéramos. Y así era. Hoy, ya adultos, ya maduros, podemos lograrlo también. Ser libres, movernos al son de las olas, no es tan difícil como parece. Pero se requiere coraje (huevos, para decirlo clarito), olvidarse de lo que quieren que hagamos con nuestras vidas (y empezar a decidir, de una vez, qué somos y hasta dónde nos arriesgamos), perder algunos amigos, las carteras y las torpes y prejuicidas ideas que aún nos carcomen, y recoger unas pesetas para un viaje que no sabemos adónde nos llevará.

Muchos siguen siendo niños, a ese respecto. Y siguen yendo a jugar a la playa, junto al astro eterno, a cada junio que concluye, abiertos a todo lo que el mundo y la vida les pueda brindar.

(Fotografía: El Hermitaño)

31 de mayo de 2010

Iniciación (la hora de la verdad)



En una ocasión escribió Ortega y Gasset que “la vida del hombre se divide en cinco edades de a quince años: niñez, juventud, iniciación, predominio y vejez”. Si esto es así, y dejando aparte los casos que no cumplen la efectiva distinción progresiva (si es que hay algún individuo que lo haga realmente, cosa que tampoco sabemos a ciencia cierta), el pedazo de existencia que de verdad cuenta, el que da el pistoletazo de salida a qué somos realmente, no arranca hasta la treintena. Nada (o casi) de lo que hayamos logrado con anterioridad prefigura nuestro ser, no en el sentido del carácter o modo de entender la vida, sino en lo que atañe al camino vital que todo sujeto habrá de recorrer. Es a los treinta cuando, parece, la vida empieza a ser.

La iniciación, el tercer estadio orteguiano, puede haberse presentado mucho antes, desde luego, o puede que jamás se desarrolle plenamente, y de la etapa juvenil se penetre, sin solución de continuidad, a la vejez, obviando las dos intermedias (que marcan, según Gasset, el “trozo verdaderamente histórico” de nuestras vidas); de hecho, quizá podríamos preguntarnos si muchos de los que hoy ingresan en la tercera década realmente se “inician” en algo, como ese “algo” no sea abrir una hipoteca, emprender una carrera laboral rentable, o amueblar su ático, es decir, las sandeces habituales que mis mezquinos coetáneos en años suelen cometer...

Poco importa. En todo caso, la “iniciación” es, sin dudarlo, la etapa más gloriosa y grandiosa que uno puede experimentar. Lejos ya de los titubeos y efusiones mentales de la niñez, vagas y algo tontas aún, y de las calenturas quinceañeras y esos intentos primerizos de vida independiente y de autoafirmación individual que representa la veintena, el lapso que media entre los treinta y los cuarenta y cinco se configura como el periodo en que uno será, en efecto, lo que debe llegar a ser. Dejando aparte todos los matices que queramos (como los estudios que sugieren, por el contrario, que lo que no hayas atrapado a las treinta ya nunca lo conseguirás), la iniciación está preñada de posibilidades.

Fastidia esa idea, común e idiota, de que en función de estudios, aptitudes aprendidas y experiencia a los treinta, la vida, tu vida, ya está establecida, orientada hacia un ámbito concreto y cerrada a los demás. Es falso: un cocinero puede llegar a ser astronauta; un cartero, juez; y un “...” (escribe aquí lo que eres, o crees que eres...) un “...” (escribe lo que nunca has sido, pero desearías ser). Otra cuestión es que halle remuneración para su tarea, pero esto importa menos que una boñiga de cabra... La vocación no debe valorarse en función de la retribución monetaria, porque entonces ya no es vocación, ni es nada. Todos tenemos a nuestro alrededor ejemplos de vocación tardía, pero auténtica, que ha catapultado a gente otrora depresiva y abatida en una persona alegre, a gusto consigo misma y entusiasta. Y todo porque supo ver que podía truncar el trayecto de su camino equivocado y, rehaciendo sus pasos, dar inicio a la nueva jugada, a un nueva mano de cartas, a un postrer lanzamiento de dados.

Hay quienes ven en las personas que oscilan en su camino vital, que se detienen y emprenden la marcha atrás, que no hallan la pista adecuada para echar a andar con paso firme, seguros de sí mismos, a personas fracasadas, a seres débiles que no son capaces de recibir los embates de la vida tal cual llegan, que no cogen al toro por los cuernos. Pero, para mí, esos seres dubitativos, los que vacilan, los que a veces no saben por dónde tirar en su viaje esencial, son los héroes, los que recibirán el trofeo de “ganadores” al final del recorrido. Son los Superhombres nietzscheanos, porque no se conforman con lo dado, porque van siempre más allá de lo que el destino les tiene reservados, y porque ante la disyuntiva de una existencia autocomplaciente y ceñida a lo ya hecho (aunque quizá social y económicamente excelente), prefieren el atisbo de una perspectiva repleta de tentativas, de tanteos vitales, y escasa de certezas y protecciones.

El sendero hasta nuestro destino no siempre es recto. Nos equivocamos de camino, nos perdemos, volvemos hacia atrás. Quizá no importe qué camino emprendamos; lo que importa, es emprenderlo”.

Sea.

(Fotografía: El Hermitaño)

23 de mayo de 2010

Un tesoro (olvidado): subida al Molló de la Creu



Vista así, desde el suelo firme del valle de Marxuquera, la cima del Molló de la Creu parece inalcanzable. Empinada, enconada, como un cucurucho rocoso y gigantesco libre de huellas humanas. Pero, en absoluto. Su cúspide es accesible, su falda agradable de recorrer, y el trayecto hasta su punto culminante se convierte es un paseo que, si bien no exento de cierta dificultad para los que no suelan hollar tierras elevadas, ofrece al caminante (sobretodo si acude allí solo, como buen montaraz y amante de las montañas) uno de esos tesoros olvidados que preñan la comarca, sin que casi nadie lo sepamos.



Desde su vertiente sur, la cima se redondea, el camino se delinea mejor, y la sensación de verticalidad desaparece. Entonces te rodea un bosque bajo de zarzas y matorrales, flores y vegetación exuberante, incontables depósitos de color y perfumes montañosos. A paso lento por una senda estrecha pero bien marcada (excepto en un llano pedregoso, a medio trayecto del pico, donde se difumina y pierde su identidad), ascendemos sin prisas aspirando ese aroma típico del monte, que despeja narices y espíritus.



Llega el momento del descanso. Apartas la mochila, abres la botella, echas un trago, diriges la mirada alrededor tuyo... y en ese entreacto de quietud física captas, sientes y entiendes por qué has elegido ir solo, y por qué allí, en medio de esa nada arbustiva en la que no hay alma humana a la vista, excepto en la hondanada que descansa allá abajo, a una eternidad de espacio. No llevas teléfono (blasfemo sería su sonido en tales picos vírgenes), apenas nadie sabe que andas por tales alturas... un ligero resbalón, un pie mal apoyado, un momentáneo error de cálculo entre roca y roca, y el despeñe es sensacional... Y la muerte, próxima. Fantástico.



Por sorpresa aparece, mirando más allá de tus pies, una pequeña ventana libre de montañas, permitiéndote contemplar tu hogar, que no es más que un mero parche de color granate extraviado junto a otros muchos. Allí reposan tus gatas (a alguna la echo de menos de vez en cuando...), el tiempo perdido (luego bien ganado), y también una parte de tu propia existencia, lejana, actual, y por venir. Ansías volver, pero aún no es el momento. El calor achicharra mi pescuezo, las zarzas atraviesan la piel de mis piernas (despiste de principante, echar al monte con pantalones cortos...), y el sombrero de paja apenas resguarda de la poderosa estrella. Mas hay que seguir. No porque haya recompensa, o porque con la cima se consiga algo, sino porque lo piden los músculos, las fibras, y las células... hasta la última partícula de tu ser.

Y, por fin, el fin es el principio. Llegas. La coronas. El cielo se despeja. Nada por encima de ti más que el azul libre de nubes. Te descalzas, dejas que las brisas invadan tu cuerpo, y hasta casi te desnudas (estaba solo, ¿qué más daba?). Realizas un travelling circular. Completas, también, un círculo en torno a ti mismo, sin cámara, sin mirar, sólo hacia tu intimidad. Después, extraes el bocadillo, y mientras masticas, con parejas de mariposas retozonas amenizando la visión, tarareas unos himnos de los Beatles, y te ríes de esa locura, de eso que haces sin nadie más. Como casi siempre.



El Montdúver mira de cerca con su arrogante altura, pero su sendero hasta la cumbre, bien asfaltado, amplio y sin tropiezos, es aburrido, repetitivo y tan transitado que casi carece ya de atractivos. El Molló, por su parte, desafía, invoca, y causa respeto. Es un hermano menor de aquel, pero sólo con relación a niveles o elevaciones. Porque si uno quiere estar solo, en verdad, sin molestias ni tropiezos (aunque, lo reconozco, un encuentro con una bella dríade me hubiese venido muy bien...), lo mejor es huir de sendas asequibles y facilonas. Y el Molló, con su pirámide rocosa, amaga un itinerario singular, exento de presencias incómodas, y apenas a un tiro de piedra.

Es un tesoro, en efecto. Tesoro cuya recompensa se ofrece, como lo hace toda montaña, no al rematar su cima, sino antes incluso de iniciar el camino. Porque la satisfacción no está (o no debería, a mi juicio) en ella, en su cúspide, en llegar allí y hacer la foto de rigor, sino en descubrir qué somos, y en qué nos convertimos, cuando pisamos sus piedras, atravesamos sus zarzas (el dolor es el ingrediente principal de la dicha) y echamos un vistazo a ese mundo enorme que se extiende desde el pico hacia el infinito y, en él, nos reflejamos.

La montaña somos nosotros. Y ella vive, también, en nuestro interior.

(Fotografías: El Hermitaño)

20 de mayo de 2010

Nosotros (y ellos)



A veces pienso qué fue. O quién. Qué o quiénes me impulsaron a no seguir; a no dejarme deslizar hacia allá; a girar la cabeza en otra dirección; a decir “no”; a pensar que había otra forma de hacer las cosas: a, en resumen, no ser como ellos. Algunos momentos que me indujeron a hacerlo, a no seguir lo que se solía seguir, a no pintar nada en el cuadro social imperante, los recuerdo nítidamente, como me acuerdo de ciertas personas que facilitaron (o complicaron, para bien) las cosas; a esas personas, de hecho, jamás las podré olvidar.

Debía tener unos doce años, quizá trece recién cumplidos. Mis compañías, vistas con la lupa del tiempo, no eran demasiado prometedoras: holgazanes, fracasados académicos (yo era uno, no nos engañemos), adolescentes con vespinos, tipetes duros del tres al cuarto, y algún que otro ocasional individuo singular, que brillaba algo, pero cuya luz, ciegos mis ojos, yo todavía no percibía. No había miga alguna entre todos ellos, y yo tampoco valía apenas nada, aunque ya empezaba a hacer cosas ligeramente pintorescas, como coleccionar fascículos de astronomía o leer novelas de Stephen King, y me atraía la idea trabajar de observador de los cielos en un remoto pico andino, si no terminaba tocando la batería en algún grupito de la urbe... Esto, sin embargo, estaba aún dentro de mí; no había brotado al exterior, por miedo, porque sonaba demasiado “raro”. No lo veía a mi alrededor, no había nadie con quien compartirlo; eran cosas excéntricas, que no mencionaba a nadie, excepto la quimera del rompeparches (no en vano, un par de años atrás había tratado de formar un grupo con otros amigos... incluso nos pusimos nombre, “Rayos X”, o algo así, xD).

Un día, en el portal de mi casa, nos reunimos cinco amigos (ahora entiendo que es incorrecto llamarles como tales, pero entonces lo eran, o así lo suponía yo...), tres de ellos con sus cacharros de dos ruedas a motor, negras, relucientes, incitantes. Me gustaron, me atrajeron, las quise de inmediato: acelerar por las calles serpenteando entre los coches, echando humo, haciendo ruido, llevando (tal vez) a alguna amiga en la parte trasera, que se apretara a mi espalda, mientras atravesábamos el pavimento agrietado de la ciudad... la visión fue grandiosa, como de libertad desconocida, como una dimensión nueva que promete aquello que antes ni siquiera habías soñado. A partir de entonces olvidé la astronomía, los cielos y la inquietud por molestar al vecino con mis ensayos ruidosos. No eran propósitos incompatibles, desde luego, pero por unos días aquello que tan arraigado estaba en mí no echó más raíces; murió, desapareció, se quebró. Sólo pensaba en chicas montadas en el ciclomotor, llevarlas a bailar, ser un macarra, y dedicarme a un trabajo cualquiera. Los sueños fueron sustituidos, las ilusiones cambiadas, y los apetitos pretéritos arrinconados. No era nada malo, en absoluto, pero sí muy del montón, conforme al gusto de los que me rodeaban (amigos, ambiente, escenario social...), y muy acorde con lo que se supone que debes llegar a ser, si nunca te has planteado las alternativas existentes (o, incluso, si éstas existen).

Le pedí a mi madre, tras unos días de intenso deseo agitándose en el pecho, un artilugio móvil como aquellos que lucían mis compañeros. Se lo pedí entusiasmado, como nunca le había solicitado nada, y aunque sospechaba ya una negativa por motivos económicos, a la que debería hacer frente con toda mi capacidad persuasiva de adolescente, su respuesta a mis súplicas fue tan inesperada que, con un simple ademán de su mano y una frase que no olvidaré mientras viva, me dejó anonadado: “te gusta [la moto] porque la tiene David, pero en realidad no la quieres”.

Nunca, ni antes ni después, ha dicho jamás mi madre algo tan auténticamente cierto, tan genuinamente preclaro respecto a mi pensamiento. Nunca dio tan en el clavo, ni nunca supo, de hecho, el favor tan gigantesco que sus palabras, resonantes durante semanas en mi cabeza, causaron en la mente de este ermitaño en sus tiempos escolares de muchacho melenudo y desgreñado.

No dijo que rechazaba la idea de comprar ese cacharro con ruedas, sino que yo no la quería: o sea, me entendió mejor que yo mismo (ahora lo comprendo, entonces no inmediatamente), supo avistar qué era yo y lo que deseaba en verdad (para eso están las madres, eso es ser una madre), más allá de las apariencias, de la fiebre de un día, del ansia juvenil, intensa pero mudable. Quizá porque me había visto merendar mis gofres mientras visionaba un documental de astronomía, una vez más entre varias miles; o porque recordaba mis conciertos del viernes por la tarde, aporreando las sillas con mis baquetas infantiles emulando a Pick Withers. Por el contrario, cuando le pedí un telescopio tiempo después, me aseguró que trataría de conseguírmelo más tarde (al fin lo compré, con mis medios, a los dieciocho años), y lo mismo con la batería (ésta aún está en el limbo, pero llegará, a no tardar mucho).

Ahí radica la clave: mi madre reparó en qué era producto del ambiente, de las influencias, del mundo del más allá, que no nacía por mí mismo, de mis mismas inclinaciones, sino del entorno, del grupo. Desechó mis apetencias momentáneas, producto de un pasajero interés, pero garantizó realizar (o al menos tratar de hacerlo) las que llevaban fermentando en mi espíritu durante años. No estoy seguro de que fuera consciente del valor de sus palabras. Pronunciada en la encrucijada crítica de todo hombre que aún no lo es, en ese punto abierto a mil mundos que es la adolescencia, la frase materna me despertó, espoleándome (aunque de nada sirviera para llegar a ser astrónomo ni batería de rock) a perseverar en aquello que me hacía sentirme bien, a mantener mis gustos, pese a su excentricidad, pese a ser propio de “raros”, aunque todo a tu alrededor luchara contra ello, tratando de destruirlo.

Ahora pienso donde podría estar, en qué se habría convertido mi “yo” si, en lugar de aquel “no” categórico, mi madre hubiese sido más indiferente, más indolente, más quizá como las demás madres y padres, y hubiese accedido, dejando a la puerta de la entrada de casa una de esas máquinas chirriantes (que hoy tanto odio...), quizá haciéndome feliz cinco minutos y desdichado el resto de mi vida (aun sin saberlo, ni ella ni yo). O puede que no fuera de esta forma, después de todo. Quién sabe.

Nuestra existencia se nutre, para configurarse como tal, de momentos así. Son millones los caminos que no seguimos, las decisiones que no tomamos, las alternativas que omitimos, y las opciones que desechamos. Es la magia del ser. Lo que cuenta es mantenerse fiel a uno mismo, desafiar lo otro, plantarle cara, sonreír, y seguir avanzando. Ya lo sabéis, ¿verdad?

Resistid. Que nadie elija por vosotros. No lo permitáis jamás.

(Fotografía: El Hermitaño)

6 de mayo de 2010

Pinet, la tierra de silencio



La mañana había sido estéril. No suele pasarme, pero a veces ocurre: tratas de llenar las horas, pero al carecer de un plan o programa diario de tareas (que, por cierto, nunca he tenido; aunque admito su eficacia, debe ser aburridísimo...) dejas que sea tu instinto, el deseo del “qué hago ahora” quien decida. Es el privilegio de ser “rey de tu tiempo”. Mas hay días en que quieres abarcar tanto que son demasiados los frentes que resolver, excesivas las ideas que cohesionar, ilimitadas las lecturas que abarcar, y el resultado es que, sin decidirte por nada concreto, el tiempo muere, el ansia queda insatisfecha, y la comida te parece inmerecida e innecesaria; has hecho muy poco, el apetitito ha huido y el estómago no traga.

Como si no percibieses ya la vida (la tuya), como si notaras que falta el aire, te sientes desencajado, mortecino, herido y pobre. Quieres algo, es imprescindible, pero no sabes qué. Miras a tu alrededor, cavilas opciones, sopesas acciones, pero sigues sin decidirte... y el tiempo pasa, vuela, se escurre y jamás regresará. No sabes cómo hacerlo, ni cuando, ni si quiera dónde; sólo que debe ser hecho, y pronto. Entonces, en un mar de confusiones, en el laberinto de las decisiones no tomadas, con las resoluciones y determinaciones habituales abortadas, fijas como meta el escape, la fuga, desertar de ti mismo. Marcharte para descubrirte; perderte para encontrarte.

Y llegas, expectante, a la tierra soñada. Enfilas la senda, admiras la belleza, te dejas llevar, te abandonas; cuando llegas al alto el lastre mental desaparece, el paisaje abierto despeja tus ideas, el donaire de los abejorros señala el camino, fácil, conocido, transitado. Está allí, en medio de las zarzas, respira a través de las flores, late debajo de tus botas: ¿cómo ha podido olvidársete? Tropiezas con la madeja arácnida, las moscas succionan tu vida (traidoras), los halcones sonríen desde las nubes, los pinos abrazan nieblas de mosquitos, el mistral trae en bandeja tiras de cirros, y las rocas destilan colores ocres, revelan una vida antiquísima que quedó prensada a su raíz pétrea, y condensan señales estriadas de minerales atrofiados y disueltos, anteriores a todo diluvio.

Pinet dormita, a tus pies. Nada oyes, porque nada genera sonido. Escuchas, lejos, como en otra galaxia, cómo se acercan vehículos; sólo ellos, malditos, rompen la magia del no oír. Pocos saben existir sin ser advertidos, y casi nadie descubre cuán valioso puede ser permanecer ignorado por los otros. Los que ansían ser vistos y quedan tristes sin una mirada ajena que les preste atención, de ir allí padecerían pronto demencia. Sólo hay un ojo que mire: el de Dios (el nuestro, si se quiere).

El paisaje que envuelve Pinet parece un tapiz recosido miles de veces, distribuido en infinidad de pequeñas parcelitas de verdes diversos. Arrojadas en medio de un valle aletargado por la quietud vespertina, invitan a visitarlas, a trabajarlas con la azada y regarlas con el agua santa que brota de inagotables fuentes cercanas. Pero, también, a tumbarse en sus cobertores de hierbas, mientras corretean los conejos y el lánguido sol se acuesta sobre las montañas. Es tierra de disfrute, ajena a la masa, al chirrido mundanal, a la moneda soez y a la migraña mental, como la que me aquejaba por la mañana. Un momento allí, en la cresta elevada, y se hiende la incertidumbre; la convicción regresa, la duda se esfuma. Y uno vuelve a saber qué es la vida, y cómo vivirla.

Me he traído un pedazo gigantesco de ese cerro mágico, un bloque pétreo que semeja un meteorito añejo que perforó la atmósfera en épocas pleistocenas, por lo menos. Está veteado por serpenteantes coágulos de mineral, como si hubiera sufrido presiones intensas y posee (lo que diría yo que son) restos de conchas marinas... o algo así. Es un testimonio mudo de la singularidad y el encanto de esa tierra, tan cercana pero que se diría habita en la prehistoria (y a Dios gracias). Un pueblo rodeado del tiempo perdido, del espacio incorrupto, que pervive quizá sin saber el tesoro que aún preserva.

La roca pinetense yace ahora, colosal y sugerente, en el escritorio. Sus recodos macizos y meandros minerales inducen a aprovechar cada fibra de tiempo verdadero que la providencia tenga a bien dispensarnos. Aprovecharla, sea como sea, aunque sea haciendo nada (que, si se sabe que nada se hace, ya es hacer... ¡aunque nada se haga!). Dentro de poco, en un abrir y cerrar de ojos, todos seremos meros residuos polvorientos, hojas marchitas de un libro olvidado, que nadie abrirá ni leerá. Compañeros silenciosos de esa roca robusta que, callada a su vez, ennoblece mi escritorio.

Tic-tac. Tic-tac...

(Foto: El Hermitaño)

27 de abril de 2010

McDonald's y yo



Cosa hará de un mes cuando, mientras merendaba en casa tranquilamente, sonó el teléfono y, tras unos instantes en los que no le hice el menor caso (no suelo contestar, a no ser que espere una llamada relevante) fui a cogerlo a regañadientes, muy irritado por la interrupción. Oí la voz de una joven que me pedía unos minutos para contestar una encuesta, y me disponía a colgar de inmediato, pero dijo no sé qué sobre McDonald’s y yo, ingenuo, creyendo que aquello sería una especie de estudio de opinión ecologista sobre las formas y comportamientos de aquella multinacional –momento, pues, ideal para descargar mis iras contra ella, meter un poco de cizaña–, acepté y me dispuse a soportar esa voz femenina que recitaba las preguntas estereotipadas y uniformadas.

Le advertí a la chica (y es cierto) que yo jamás había entrado en un restaurante de comida rápida, ni mucho menos en un McDonald’s; y le aconsejé que sería mejor mi hermana para tales menesteres, porque ella sí es una usual consumidora de la comida rápida y con ella tendría, pues, una opinión mucho más veraz y ajustada a la realidad. Pero la del teléfono me aseguró que ya tenían la valoración de mujeres en aquella edad y situación, y que, en cambio, les faltaba la de un varón entre 25 y 35 años, y que yo encajaba en ese perfil (aquello fue un insulto en toda mi cara, pues siempre he odiado “encajar en los perfiles”, del tipo que sean...).

Tras las cuestiones más preliminares e insulsas (“¿le parece correcto el nivel de limpieza en los restaurantes?”, “¿cree que la atención al cliente es la adecuada?”, etc.), en las que respondí con cierta indiferencia, pues era algo de lo que no tenía la menor idea, llegaron las de contenido, digamos, ético y nutricional (“¿cree que McDonald’s trata bien a sus empleados?”, “¿opina que la carne empleaba en los productos de McDonald’s es cien por cien vacuno?”, “¿le parece que la calidad de los productos de McDonald’s es la mejor posible?”), unidas a otras más polémicas y casi como de chiste (“¿cree que con la alimentación que McDonald’s ofrece se favorece un tipo de vida saludable?”, "¿le parece adecuada la publicidad que realiza McDonald’s de sus productos?”), que contesté en un tono bastante agrio y despectivo.

Cuando no tenía muy clara la respuesta, le hacía ver a la telefonista que no sabía objetivamente cómo era en realidad un establecimiento de aquellos, que desconocía el sabor de sus productos, la higiene de los váteres, si la sonrisa de sus contratados era sincera o falsa, o si empleaban aceite o no para preparar las hamburguesas... pero ella desdeñaba mis dudas y me apremiaba, diciendo solamente... “Ya, pero entonces, ¿qué anoto?”.

Mis vacilaciones fueron en aumento cuando, al final de la encuesta, empezó a hacer preguntas falsas y con obvia mala intención. Una de ellas decía: “¿Sabe usted que McDonald’s realiza programas de nutrición saludable para niños?”; otra decía: “¿sabe que la carne que emplea la empresa se obtiene en granjas y fábricas ecológicamente respetuosas y que sus prácticas no dañan en absoluto al medio ambiente?”. Pero... ¿cómo coño voy a saber yo eso? Es más: ¿cómo sé yo que eso que dicen es cierto? ¿Quién me lo asegura? Si un maldito papel impreso dice que McDonald’s no daña la selva con sus instalaciones ganaderas ni que tala árboles tropicales para confeccionar sus envases, ¿voy a creérmelo? Pero, claro, si respondes que no lo sabías entonces quedas como un idiota, porque has realizado afirmaciones sin conocer esas grandes verdades que ellos sostienen; y si dices que sí lo sabías entonces te contradices con lo que antes habías sostenido (siempre, desde luego, que hubieras dicho algo en contra de la empresa).

Ahí estaba la trampa, por supuesto. Eran preguntas falsas, y ante ellas, nada se puede hacer. Yo me quejé a la tipa del teléfono, protestando porque no podía contestar a las mismas sin información más veraz acerca de las actuaciones de McDonald’s, o sin que tales afirmaciones fueran corroboradas por algún organismo gubernamental o independiente. Pero a ella, a la que seguía preguntando por teléfono, aquello le importaba una mierda: sólo quería cerrar la encuesta, dar por terminada la sesión y rellenar el perfil con mis “respuestas”. Debió repetirme unas cien veces “Ya, pero, entonces, ¿qué anoto?”. Me hubiese gustado decirle que podía anotar lo que le saliera de sus más profundos agujeros, que podía anotar que todo era una asquerosa farsa, una puñetera patraña, y que el puto McDonald’s me debía veinticuatro minutos de tiempo, echados a perder por mi tonta inocencia y por su desfachatez al tratar de engañar, embaucar y querer volvernos imbéciles a todos. Cuando la tipa dejó de hablar y volví a mis avellanas, quería ir con una maza al McDonald’s más próximo y hacerlo pedazos...

Unos días más tarde otro telefonista me llamó para conocer mis gustos radiofónicos. Acepté, aún no sé por qué. Le informé de que sólo escuchaba Radio Nacional de España y Radio Clásica; y, al poco, cuando empecé a oír preguntas algo ambiguas y turbias y quise dejar constancia de mi desacuerdo, el del otro hilo me dijo: “Entiendo, señor, pero es que yo debo anotar algo aquí”. Entonces, sin dudarlo, colgué.

Y, sí, me sentí mucho mejor.