Visto lo de ayer en Londres, me sumo a las muestras de condolencia aparecidas en tantos blogs compañeros por la barbarie terrorista islámica, despiadada e inhumana. Las personas que valoramos la vida, incluso cuando nos encontramos en la más absoluta de las desgracias, somos incapaces de justificar tales acciones que se sitúan por debajo del umbral de la moralidad, de la razón y del sentido común.

Ahora bien, viendo noticiarios, leyendo periódicos, oyendo emisoras... todos vuelven a lo mismo: el terrorismo. Y sí, éste por desgracia existe, pero parece que los únicos que producen dolor y muerte en este escenario dantesco son ellos, los islamistas, los terroristas venidos de afuera, bárbaros y despreciables. Y aquí es donde uno no traga, donde por mucho que nos vengan (que no hace falta, porque es de cajón) con la irracionalidad del terrorismo, el verdadero enemigo del mundo occidental y del sistema capitalista no viene de fuera, sino que lo tenemos bien cerca. De hecho, tanto que lo vemos cada día en la televisión, u oímos su voz en la radio.
El principal enemigo del mundo civilizado es el propio mundo civilizado. ¿Y por qué? Bueno, en primer lugar porque las conexiones entre los países ricos y pobres son tan estrechas que nada hace el primero que no repercuta en el segundo. Un cultivo de café en Colombia, una plantación de especias en Ecuador, una extensión de pasturaje para ganado en Venezuela... todos ello y mucho más tiene como destino no esos mismos países, sino los ricos vecinos del norte. La consecuencia es bien sabida: los ricos son más ricos y los pobres lo son aún más.
Pero esto sucede en Sudamérica, una región que desde hace décadas ha estado desecada de recursos y prosperidad por parte de las agresivas empresas multinaciones europeas y norteamericanas (ahora recuerdo a Repsol en Argentina, cuando tuvieron aquella crisis... primero instalan allí todo un complejo carísimo, destruyen lo que les antoja, explotan a trabajadores, recojen los beneficios y en cuanto hay problemas cierran la paradita y se largan a otro lugar, a continuar por sus 'actividades de mercado'). Y en Sudamérica o no quieren o no tienen los medios para iniciar ofensivas contra los que depaupan sus tierras y sus gentes.
Por el contrario, en Oriente, por ejemplo los casos conocidos de Palestina, Irak, Afganistán y muchos otros, las cosas están mucho peor. Docenas de miles de muertos (en los dos últimos), destrucción total, masacre de familias enteras, futuro absolutamente desesperante, recursos naturales dominados por los invasores... viviendo en tal infierno, sin un céntimo, y viendo como tu país se ha desintegrado por la voluntad de occidente, ¿no es esperable lo ha sucedido en el 11-S, el 11-M y, ahora, en el 7-J (y no olvidemos el atentado de Bali)?

No es justificable en modo alguno ninguno de ellos (aunque sólo hubieran causado daños materiales insignificantes), pero es la única manera que tienen aquellos que ya nada les queda de dirigir su rabia y su impotencia. Y, por supuesto, los dipositarios de toda esa rabia son los países ricos, los artífices de que el mundo de los islamistas esté tan desbocado. En Irak, por ejemplo, hay días que mueren 30 o más personas, casi las mismas que ayer en Londres. En otros lugares hay atentados similares, y todos ellos son analizados de puntillas por los periódicos (las televisiones sólo dedican un par de segundos...).
Lo que vengo a decir con todo eso es la necesidad de un cambio, de una transformación radical de la convivencia y la relación entre los países ricos y los pobres, el norte y el sur. Teniendo en cuenta la desfachatez con que los poderosos tratan a los que poco tienen imponiendo su ley, eliminando sus libertades, abusando del control, etc., aún me resulta sorprendente que no haya más atentados, que no busquen venganza con mayor ahínco, que no deseen destruir y matar más. De modo que si queremos que lo sucedido ayer no se repita jamás debemos iniciar el camino de la comprensión, de la solidaridad y del respeto para con los pueblos del sur y de oriente, a los que hemos estado maltratando como verdaderos salvajes desde tiempos inmemoriables. Somos nosotros, los ricachos y presuntuosos occidentales, los verdaderos salvajes, matamos y destruimos mucho más y mucho mejor. La diferencia estriba en que empleamos armas más refinadas y elegantes que nuestros propios cuerpos para alcanzar nuestros objetivos.
Lo siento por Londres, por las famílias de allí y por la gente honrada y sabia. Pero esto, y no hay nada en el mundo que desee menos, no ha hecho más que empezar.