24 de noviembre de 2005

Infancia



Mi casa da al patio de la escuela donde crecí. Antaño pasaba largas horas viendo corretear a los niños, persiguiéndose, cazándose, y siendo testigo de como ellos, a su vez, crecían. Añoré esos días de mi infancia, donde los problemas no existían, donde papá y mamá estaban siempre para solucionar todo, y donde me encontraba seguro.

Ahora el mundo ha cambiado; ya no me siento seguro, mamá y papá no pueden ayudarme y, además, hay muchos problemas. Hacer frente a las dificultades, superar las adversidades y ayudarnos unos a otros, ésos deberían ser los motivos que nos hicieran saltar cada día de nuestra cama, como hace veinte años lo eran jugar con los amigos, correr por el patio y aprender unas cuántas cosas. Pero esta sociedad no está por esa labor. Lo que cuenta es el enfrentamiento, comprar cada vez más, odiar al vecino, aguárle la fiesta siempre que se pueda, y despertarse con la sensación de que hay que comerse al mundo o si no será él quien nos engulla.

Los niños siguen a lo suyo; abrirán sus legañosos ojos dispuestos a vivir otro día, con los suyos, y no verán más lejos. Ni puñetera falta que hace. A veces, quizá la gran mayoría de ellas, es bueno ser ciego.